Hace unas semanas el administrador de la NASA Jim Bridenstine decidió volcar su frustración criticando la falta de avances que el proyecto Commercial Crew está teniendo en manos de Space X, la compañía que dirige Elon Musk y con la que las autoridades estadounidenses tienen un contrato multimillonario. Según Bridenstine, el retraso en el desarrollo sistemas de transporte que permitan entablar conexiones regulares entre la Tierra y la Estación Espacial Internacional es inaceptable. El tracto del proyecto se encuentra estancado y la NASA ha perdido la paciencia. Sin embargo, a pesar de la concisa presentación de los hechos, el funcionario no obtuvo la respuesta que buscaba. Twitter no solo le recriminó a Bridenstine su silencio con respecto a las traiciones contractuales de Boeing, también defendió a Space X argumentando que es Musk quien verdaderamente está en la cresta de la carrera espacial. Que la NASA ya no es “cool”.
Lejos de constituir un roce trivial, la pugna entre la NASA y Space X es sorprendentemente indicativa y representativa de la deriva civilizacional hacia la que nos movemos. Tanto en el plano material como en el ideológico. Por un lado, la frustración de Bridenstine refleja que, en el campo aeroespacial, el Estado se muestra totalmente impotente en términos económico-técnicos. La conquista y exploración orbital constituye la frontera tecnológica y evolutiva de nuestra especie, lo que podríamos definir como “el camino hacia adelante”. Sin embargo, dicha marcha ya no depende del ámbito gerencial del Estado ni de sus propios recursos. La dimensión pública carece hoy tanto de la legitimidad política como de los activos necesarios para movilizar el trabajo y alinearlo con este objetivo. Consecuentemente, como reflejan este nuevo paradigma operativo, el Estado requiere y depende de la “colaboración” funcional y financiera con agentes del sector privado para poder avanzar. Un arreglo gerencial que no parece operar a la velocidad y al grado de eficiencia a la que los gestores del ente público aspiran.
Tras la frustración de Bridenstine y el ascenso funcional orbital de empresas como Space X o Boeing se encuentra el vaciado financiero de la maquinaría aeronáutica estatal estadounidense. El abandono de la NASA tras la llegada a la Luna y el desarrollo y despliegue de los sistemas balísticos que después articularían el frágil equilibrio nuclear. A partir de ese momento, la comodificación y sujeción a la ley del valor de la aventura espacial derivó en su estancamiento operativo actual. Sin los recursos financieros y sin los medios productivos propios, la agencialidad económica y gerencial pública administrada por la NASA se vino abajo. Un vacío funcional que ningún otro actor ha logrado cubrir después. En consecuencia, podemos y debemos encuadrar la impotencia de Bridenstine dentro de un marco histórico más amplio: el advenimiento de una realidad civilizacional en plena transición en la que el Estado pierde su preponderancia agencial y extractiva. En el que una realidad política distinta re-distribuye la capacidad de obrar dentro de nuestra sociedad en favor del capital privado.

De esta manera, si bien paradigmático, la exploración espacial no es el único campo en el que el deterioro de la posición pública dentro el ecosistema social resulte manifiesto. De hecho, el Estado moderno se encuentra en plena retirada a lo largo y ancho de la funcionalidad económica y social. Más allá de la causalidad contable particular de casa supuesto, el vaciado macroeconómico y las crecientes limitaciones financieras que experimentan los servicios públicos constituyen un fenómeno general, silencioso y progresivo. Algo que define el momento civilizacional en el que nos encontramos. Como refleja la geografía neta de activos y su distribución entre el campo privado y el campo público, en el último medio siglo, el leviatán ha visto caer significativamente su peso sistémico relativo respecto a la renta nacional. El volumen bruto del Estado ha crecido, pero lo ha hecho a un ritmo relativo al PIB mucho menor que el del sector privado. En lo social, definitivamente, el volumen público decrece.

Si optamos por emplear un prisma histórico, el ascenso del “Estado –neoliberal- inteligente” constituye el punto de inflexión de una trayectoria civilizacional y desarrollista marcada por la expansión en alcance y en base impositiva de la herramienta fiscal. El fin de la centralidad de los flujos de valor emanados del tributo clásico y de la exacción acumulativa asentada sobre el principio de soberanía territorial y personal. En este sentido, podemos decir que nuestra dimensión temporal próxima puede aproximarse por medio de tres estadios civilizacionales separables. Tres episodios bajo los cuales los flujos de valor han evolucionado en torno a la cambiante geografía del poder dentro de distintas estructuras sociales de acumulación.
Siguiendo este marco, la primera etapa cubriría el nacimiento material y funcional del Estado moderno. Tal y como lo concebimos hoy, el Estado es el producto material y humano del perfeccionamiento del tracto extractivo fiscal mercantil a lo largo de la historia humana reciente. De la acumulación de valor centralizada en la dimensión institucional pública por medio de las estructuras tributarias aristocráticas del mundo post-Antiguo. En esencia, en un contexto geopolítico altamente competitivo, la fórmula fiscal del crecimiento de la capacidad estatal se adoptó en respuesta a la incapacidad del Estado de gestionar por sí mismo la estructura material de la alta productividad. La imposibilidad gerencial de incrementar la complejidad económica mediante el control y la coordinación directa de los factores de producción derivó en último término en la creación y promoción del mercado por parte de la élite gobernante. Consecuentemente, el mercado surgió como un espacio gerencialmente descentralizado que, siendo apropiadamente cultivado, podía articular estructuras productivas de una complejidad y base fiscal creciente. De esta manera, podemos afirmar que el mercado moderno emergió por y para el interés acumulativo de las élites medievales europeas. El capitalismo nació con el fin económico de servir al tributo.
De la exacción acumulativa fiscal como motor de la dinámica social derivaron importantes cambios para la polity. Provocado por un vector de extracción económica tributario cada vez más denso y centralizado surgió la realidad monárquica absoluta y, posteriormente, los mercados nacionales. Una geografía inter-nacional Wesphaliana caracterizada por brazos cinéticos cada vez más sofisticados. Al mismo tiempo, asociado con el aumento de la escala política y económica, el mismo Estado experimentó una reformulación subjetiva y funcional crítica. El volumen económico creciente hizo posible tanto la especialización funcional interna –particularmente la militar- como también la separación conceptual entre la esfera privada de la élite dirigente y la res pública. La base de la independencia burocrática Weberiana que llegaría después. Así, bajo el dominio acumulativo estatal de un cuerpo mercantil en expansión, cristalizó el volumen económico, la potencia geopolítica y la estructura institucional moderna. Bajo el gobierno y la influencia del tributo, la polity pudo operar un esquema de movilización y explotación del trabajo de una eficiencia económica desconocida hasta entonces. Sin embargo, paradójicamente, pronto resultaría obvio que de este éxito devendría en una realidad política insostenible. El principio del fin para la gobernanza sistémica monárquico-feudal.
Tras la formación acumulativa fiscal del Estado Absoluto, la segunda etapa haría referencia al advenimiento del sistema conocido como el “embedded liberalism”. La transición civilizacional hacia un modelo extractivo mixto en el que la agencialidad social se dividirá entre el organismo público y el capital privado. Derivado del formato indirecto del tributo, a medida que la masa macroeconómica aumentaba, el equilibrio político tras la acumulación fiscal absoluta devino cada vez más difícil de reproducir en el tiempo. El hecho de que, a consecuencia del impedimento gerencial, la capacidad del Estado dependiera del volumen de riqueza manufacturado en el plano mercantil garantizó a los capitalistas la carta política definitiva. En base a esta, llegado el momento, la incipiente burguesía pudo alcanzar la posición económica y política necesaria para cuestionar y abolir sistémicamente la lógica aristocrático-monárquica. La irrupción violenta y tímida del “sistema de mercado” bajo el cual la productividad alcanzó su cota industrial.
La llegada de las condiciones materiales que impulsaron políticamente la Gran Transformación nos dejó con una geografía de la administración económica operacionalmente dual. Por razones de inercia sociológica, de necesidad coercitiva y de cuestiones geopolíticas obvias, el Estado retuvo un importante papel a la hora de gestionar la lógica acumulativa y sus recursos. La escala social de su subjetividad no se vio alterada, pero sí la facción política que a partir de entonces gobernó su actuación. En su vertiente extra-institucional, bajo el ideal de la democracia liberal, la primacía política, administrativa y gerencial del mercado avanzará significativamente hasta forzar una remodelación completa del orden social. En este plano, el Estado resultará instrumental en completar políticamente la comodificación del trabajo y de la tierra, en desposeer materialmente a la comunidad y en consolidar la estructura social de acumulación asalariada. Catapultado por el imperativo geopolítico de la productividad, la necesidad de descentralizar la movilización gerencial del trabajo y la imposibilidad reproductiva de la gobernanza aristocrática, la operativa capitalista tendrá todas las herramientas necesarias para que su fórmula gerencial extractiva comience su camino hacia el dominio social total.
Llegados a este punto civilizacional, podemos definir la tercera etapa como aquella en la que el interés acumulativo del capital privado obtiene finalmente la hegemonía política y operativa absoluta. De la expansión espacial y subjetiva del Fordismo y la globalización al despertar del orden monopolístico neoliberal y la progresiva represión de la espacialidad económica del Estado. El diseño social nacional e internacional de arquitecturas económicas que sirvan primordialmente a la rentabilidad del capital por encima de cualquier otra consideración. En este contexto, con el imperativo geopolítico en gran medida anulado por la escala bélica y política moderna, la utilidad reproductiva del Estado para con las élites capitalistas ha experimentado una trayectoria decreciente. Sin rival sistémico, la trayectoria evolutiva de los distintos modos de producción se ha detenido y, a falta de utilidad rentable, el despliegue de una estructura social -y financiera- de acumulación altamente comodificada ha resultado indispensable. Esta reordenación de la agencialidad política y económica en beneficio de la reproductividad del capital representa nuestro momento civilizacional actual, un estadio social en el que somos testigos del advenimiento de un modelo de gobernanza cuya forma y consecuencias no somos aparentemente capaces de interpretar.
La razón de presentar estas tres fases civilizacionales, sus respectivas distribuciones de activos económicos y sus distintas fuentes de legitimidad extractiva tiene como objetivo principal desmitificar gran parte de la ontología neoliberal contemporánea con respecto a la división público-privada. Exponer los paralelismos entre ambos desarrollos históricos desde la perspectiva del trabajo y revelar los peligros de la trayectoria socio-económico-ideológica contemporánea. Al respecto, podemos decir que nos encontramos ante la colisión de dos sistemas de gobernanza cuyas bases políticas y materiales son prácticamente idénticas. Dos estructuras gerenciales, distribucionales y coercitivas que modelan y reproducen un orden social marcado por la extractividad y la asimetría agencial política. Sin embargo, si bien esto es manifiesto, tendemos a aproximarnos a ambas realidades de una forma altamente paradójica. Una forma que tanto desde el punto de vista político como económico no tiene sentido.
Hoy en día, por motivaciones políticas obvias, vivimos en un contexto ideológico obcecado con el uso extemporáneo y falaz el argumento liberal que una vez sirvió para derrocar a la lógica social aristocrática absoluta. Bajo esta perspectiva, el Estado constituye un depredador económico cuya lógica operativa consiste en extraer valor de manera ilegítima. Un monstruo sin auditar que solo piensa en crecer a costa del resto de la sociedad. Que actúa exclusivamente en beneficio –reproductivo- propio y cuyo único fin parece ser el “control social”. De esta manera, si atendemos al mapa ideológico de la segunda mitad del siglo pasado, todo nuestro cuerpo civilizacional actual se construyó en contraposición política al Estado. Por mucho que en el plano económico el énfasis focal se dirija irremediablemente hacia figuras como Hayek o Friedman, tesis como las de Arendt, Rand o del mismo Orwell han contribuido más si cabe al recelo popular con respecto a la realidad social institucionalizada. Según esta visión, lo público amenaza al individuo, le priva de libertad y lo condena al clientelismo, la inacción y la mediocridad. Cuando no es directamente peligroso, la alta participación social del Estado es al menos un lastre seguro para la sociedad.
Sin embargo, si atendemos a nuestra historia macroeconómica contemporánea, esta fábula ha descarrilado causalmente en todas sus premoniciones. No ha sido el Estado quien ha privado al ciudadano occidental medio de su casa en propiedad, de su ocio o de la promesa de una trayectoria socio-económica ascendiente. Lo ha hecho el capital, en aplicación de su lógica y de su modelo de gobernanza. Es el capital privado quien diariamente moviliza al trabajador temprano por la mañana y no lo libera hasta el anochecer. Quien, en el momento de acceder al puesto de trabajo, le priva de su derecho a decidir y le compele a obedecer. Es la rentabilidad –el interés reproductivo propio- quien impone dónde es posible trabajar y qué y cuándo se debe producir. Y es el beneficio económico quien, en último término, institucionaliza un marco bajo el cual el trabajador está obligado a ceder gran parte del valor que este genera. En definitiva, el ecosistema corporativo no solo fuerza a la sociedad a movilizarse de acuerdo a su interés y a pagar un tributo periódico en forma de plusvalor, también hace depender toda dinámica económico-social de su misma exacción. Por mucho que su aplicación tenga lugar de una forma descentralizada, esto refleja un férreo control gerencial y funcional del ciudadano. Un control que expone que, mientras nos resguardábamos «privadamente» del potencial “totalitarismo” público, un Estado Absoluto privado ha hecho realidad todos nuestros miedos.
Al respecto, gracias a la noción de clases extractivas y de algo tan simple como las virtudes de la escala, podemos revelar un interesante paralelismo. Una perspectiva que resulta extremadamente útil a la hora de explicar múltiples fenómenos actuales. En este sentido, la naturaleza y la trayectoria histórica de la empresa contemporánea no es distinta a la de la formación y consolidación del Estado Monárquico. Como punto de partida común, ambas comparten el dominio causal –de clase- de la producción mercantil. Así, Sin la perspectiva del retorno tributario, el Estado nunca habría proyectado sus recursos para diseñar y articular un mercado dentro de la polity. El mismo resultado que obtendríamos al imaginar un contexto capitalista en el que no se pudiera incorporar el plusvalor mediante el beneficio empresarial. Sin acumulación posible no habría producción y por tanto tampoco la existencia de un mercado en funcionamiento. Consecuentemente, podemos decir que, socio-económicamente, la exacción tributaria original y el beneficio empresarial son conceptos equiparables.
Además de esto, más allá de la lógica productiva, tanto el Estado moderno primigenio como la empresa comparten dinámicas e imperativos acumulativos -muy- similares. Como hemos visto, el desarrollo y la aplicación de la acumulación fiscal por parte de los proto-Estados europeos estuvieron motivados por la necesidad geopolítica de incrementar su propia capacidad. Fue el elemento político-competitivo quien, en última instancia, institucionalizó el bias pro-productividad que catapultó el desarrollo de las polities europeas. De la misma manera, la empresa, en un contexto de mercado, requiere de la producción y acumulación del plusvalor en forma de productividad para poder sobrevivir. Necesita volverse más competitiva y capaz en términos de ley de valor si busca asegurar su existencia. Consecuentemente, podemos concluir que tanto el sistema Wesphaliano como el ecosistema de la competencia mercantil constituyen “juegos” relativamente parejos. No tan sorprendentemente, esta es la base –económica- del neorrealismo como teoría de las relaciones internacionales.
En ambos juegos, por la misma razón, la escala económica –la capacidad de explotar procesos de manera segregada- es fuente de ventaja competitiva y es esta quien, en gran medida, ha determinado cómo han evolucionado dichos sistemas. A consecuencia de la naturaleza escalar de la productividad, pasamos de la Ciudad-Estado como unidad política básica a los Estados Nación. Una unidad prácticamente abolida hoy por los sistemas de gobernanza macroeconómica transnacionales de la era de la globalización. En el ámbito mercantil, la evolución no ha sido distinta. La centralización del trabajo y la concentración de la realización han convertido al ideal liberal autónomo de Smith en un concepto ontológicamente obsoleto. Hoy vivimos en un mundo dominado por el monopolismo profundo, un mundo en el que determinados capitales privados manejan masas críticas económicas superiores incluso a las de muchos Estados. En el que, como en el campo virtual, determinadas compañías no solo controlan gran parte del mercado, sino que dominan también la propia infraestructura que aloja al cuerpo mercantil.
A consecuencia de esta dinámica, tanto la realidad geopolítica como el ecosistema mercantil comparten otra característica sistémica más. Derivado de su lógica extractiva, ambos poseen un destino terminal común que tiene un impacto decisivo en su relación con la productividad. En el plano Wesphaliano, como refleja, por ejemplo, el abandono financiero de la NASA, la cuestión geopolítica original hace tiempo que carece de sentido político. Las unidades subjetivas internacionales han alcanzado semejante masa crítica económica y técnica que ya no existen teorías de la victoria viables ni en el plano popular ni en el plano puramente militar. La guerra moderna entre potencias pioneras simplemente no se puede ganar. Si bien con diferencias conceptuales obvias, el ámbito mercantil ha experimentado algo similar con el estancamiento secular de la inversión. Así, la realidad sobre-acumulada no solo refleja el agotamiento espacial de la utilidad, también expone hasta qué punto la cartelización ha separado operativamente la eficiencia productiva de la rentabilidad económica. De hecho, si atendemos al poder de mercado, este ha crecido considerablemente en las últimas décadas. A medida que el capital maduro se concentra, el tributo capitalista también lo paga el consumidor.

Si atendemos a estos paralelismos, el hecho de presentar ambos sistemas como equivalentes operativos no solo nos revela que la distinción público-privada es conceptualmente absurda, también nos indica por qué el capitalismo constituyó un modelo de desarrollo tan eficaz. En esencia, en aras de expandir la base imponible de la economía, el Estado Absoluto encontró en el capitalismo un instrumento con el que recrear doméstica y artificialmente las condiciones por las que Europa llegó a dominar -públicamente- el mundo. Mediante el sistema de mercado, el Estado recreo internamente una presión geopolítica permanente, condenó a sus súbditos a la desposesión perpetua –lo que los vinculó inevitablemente al trabajo- y concedió al capital un poder gerencial descentralizado e incontestable sobre este. Toda una subcontratación sistémica de la explotación mediante la cual el crecimiento de la productividad podía ser máximo. Esta es la razón por la que, entre otras cosas, la “revolución industrial” estuvo marcada por un volumen de trabajo muy superior al de la época medieval. La polity europea había dado con un sistema gerencial bajo el cual esta podía movilizar sus recursos de una manera mucho más eficiente.
En base a las nociones descritas, podemos concluir que nos encontramos en el punto histórico en el que el cuerpo absolutista que el Estado desarrolló internamente con fines fiscales ha tomado el control tanto gerencial como operativo de la práctica totalidad de los activos económicos. Se ha expandido orgánicamente hasta abarcar toda la espacialidad económica y ha llegado hasta este punto sin enfrentarse a la crítica liberal, algo a lo que su progenitor aristocrático sí tuvo que abordar. En consecuencia, el absolutismo mercantil actual puede utilizar su férreo control sobre la administración productiva para reproducir la –estúpida- narrativa de que el Estado –más o menos democratizado- es operacionalmente inútil. Argumentar que este solo extrae valor sin crearlo –carece de potestad productiva- y defender que su lógica reproductiva es la única teoría de la “economía”. La fábula civilizacional bajo la cual la exacción tributaria salarial es legítima, bajo la cual su cuestionamiento es contrario a la “libertad individual” y bajo la cual el totalitarismo invertido es un estadio social natural. Algo no muy distinto a la difunta legitimidad monárquica celestial.
Ante esto, podemos argumentar que la crítica de Bridenstine solo refleja una fracción de la problemática económica “privada”. En este sentido, las reglas del sistema de mercado no solo son manifiestamente incapaces de producir desarrollo en un contexto productivo-escalar contemporáneo, también, por su naturaleza, coartan el derecho de una sociedad a elegir y gobernar su propio destino. En el plano “público”, esta noción se encuentra relativamente consolidada mediante el iusnaturalismo democrático sobre la realidad común. Por medio del derecho inalienable al voto. Irónicamente, es el mismo Bridenstine quien espeta a Space X que la sociedad estadounidense tiene derecho a resultados. Sin embargo, democratizar el Estado cuando este carece de los activos necesarios para materializar resultados macroeconómicos resulta inútil. Votamos para influenciar un modelo de gobernanza cuyo ámbito gerencial y operativo es, hoy en día, mínimo. Nuestra vida transcurre bajo otro sistema político paralelo.
Consecuentemente, resulta imperativo que el liberalismo se re-encuentre a sí mismo y no deje que la artificialidad público-privada nuble su carga y misión normativa. Nada justifica la negación político-económica del individuo ni su explotación gerencial en aras de satisfacer un interés económico exógeno. En el pasado, las revoluciones liberales derrocaron al modelo de gobernanza del Antiguo Régimen y a sus fuentes de legitimidad. Hoy, como hemos expuesto, la tarea pendiente no es distinta. El liberalismo debe enfrentarse al absolutismo corporativo desempolvando el argumentario de la renta económica que le permitió nacer. Liberar al trabajo de sus dueños gerenciales, abolir el tributo sin una agencialidad política vinculada y desarticular toda lógica construida en torno a la reproducción de un interés ajeno al del productor del valor. Si hemos acordado que una sociedad debe poseer el derecho democrático a gobernar el fruto –fiscal- de su trabajo entonces esta debe ser capaz también de auditar y decidir sobre el producto material colectivo de su esfuerzo. Antes de que las monarquías corporativas conviertan la colonización humana del cosmos en una salvaje distopía feudal, Bridenstine, y nosotros, debemos entender que el absolutismo es un concepto mucho más actual y diverso de lo que la división público-privada nos quiere hacer creer.
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