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En Defensa del Monopolio, contra la Represión Escalar Selectiva de la Economía

Más allá del grado de centralización real de nuestra geografía productiva, el monopolio constituye el animal mitológico más odiado de la teoría económica convencional. Sobre el papel, la realidad monopolística representa la antítesis distribucional del marco de la competencia perfecta.  Una amenaza de mercado que desvirtúa el proceso de fijación del precio, impone un sobrecoste ilegítimo al comprador y compromete la solución de equilibrio bajo la cual la eficiencia económica es teóricamente máxima.

De una u otra manera, la falta de un marco competitivo-agencial es la distorsión a la que ontología económica convencional culpa y responsabiliza de todo plano de desarrollo socio-económico manifiestamente sub-óptimo. Una crítica que se proyecta apoyándose en la -cómoda- idea de que un monopolio solo puede nacer por medio una proyección de poder cuyo punto de origen se encuentra siempre fuera del espacio competitivo mercantil.

Para los representantes de esta cosmología, ya sea en el ámbito material público o privado, el monopolio retuerce interesadamente el ideal de justicia competitivo-agencial para crear soluciones distribucionales anti-sociales. «Accidentes» de mercado provocados que imponen a la sociedad una serie de costes ilegítimos que requieren de un correctivo interventor. Un ajuste que puede tomar tanto una forma extra-mercado, la represión del margen de maniobra político que se cree responsable de dicha distorsión, como también intra-mercado. Evidentemente, bajo el absolutismo invertido neoliberal, solo la primera de dichas opciones posee posibilidades políticas de ver la luz.

A pesar de su alto nivel de consolidamiento en el imaginario colectivo actual, la máxima teórica de que el sostenimiento del ideal competitivo es una cuestión que nos afecta y concierne a todos está muy lejos de no admitir efectiva contestación. La conceptualización competitiva convencional de la ineficiencia económica plantea varios problemas lógicos e interpretativos a múltiples niveles. No es una idea a la que todos deberíamos adherirnos acríticamente y resulta relativamente fácil exponer por qué.

Si eliminamos todos los aquellos supuestos en los que la solución monopolística se deriva de un marco tecnológico que únicamente reprime el poder negociador del trabajo –como Uber, Glovo, etc.- o emerge de una fenomenología ajena al mercado –como monopolios naturales, corrupción, etc.-, el monopolio tiene como causa más común una mejor gestión de la productividad. Un uso comparativamente más eficiente de los recursos al alcance de una determinada unidad de producción. Capitales que han optimizado su potencial y alcance escalar para dominar el ámbito de la realización del sector y quebrar así a su competencia.

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La centralización del capital le permite al monopolio calibrar el máximo output para un determinado nivel de input. Le permite diseñar estructuras de coste más ajustadas eliminando duplicidades productivas y establecer un grado de coordinación humana y material con la que resto del mercado simplemente no puede competir. Una unidad productiva que hace de dichos mecanismos escalares su lógica gerencial refleja un sistema de producción donde la asignación de recursos y capacidades es comparativamente mejor y ello se traduce en una ventaja reproductiva dentro del mercado. El monopolio es pues el resultado distribucional de haber conseguido un avance significativo en el campo de la optimización del tracto productivo. Un desarrollo que, en principio, nadie en su sano juicio intentaría reprimir en aras de conseguir una economía «más eficiente».

Todo ecosistema productivo condenado a combatir por un espacio de realización limitado en el que la productividad es sinónimo de una mejor captura del plusvalor es escalarmente inestable y tiende a la centralización. En ese sentido, la tendencia monopolística de nuestra geografía económica es la constatación material de que la coordinación y la planificación económica son netamente más eficientes que la organización competición-agencial de la producción. La prueba física de la naturaleza irracional de imponer institucionalmente el grado de atomización productivo-escalar suficiente como para garantizar una realidad competitiva horizontal dentro del mercado. De crear esquemas productivos esencialmente duplicados cuyas simetrías satisfagan los ideales teóricos de una máxima cuya interpretación de la eficiencia no guarde relación alguna con nuestra capacidad de dar utilidad a nuestra realidad material.

En consecuencia, podemos decir que la conceptualización convencional de la eficiencia económica acaba contraponiendo inevitablemente un concepto de ineficiencia distribucional basado la capacidad de fijación de precios ante una noción de optimización centrada en la dinámica termodinámico-escalar material. Un paradigma neorrealista de naturaleza crematística frente a la función termodinámica entre la utilidad humana y la naturaleza. Lejos de constituir un detalle técnico sin importancia, esta fricción conceptual entre ambas interpretaciones de la eficiencia económica esconde mucho más que una evidente falacia de composición en la que se relaciona la maximización de una hipotética eficiencia «competitiva» agencial con una eficiencia productiva global –una economía perfectamente competitiva (agencialmente) no es perfectamente eficiente (materialmente), es perfectamente ineficiente-. Esta es una fractura interpretativa sobre la cual la visión material y la lógica monetaria pugnan por el dominio de la teleología de la disciplina económica. Un debate de una importancia sistémica y productiva de primer orden.

En esencia, la noción competitiva de la eficiencia constituye un paradigma teórico cuyo propósito sistémico consiste en imponer un límite escalar a nuestra economía. Un grado de productividad máximo por encima del cual la geografía productiva no puede aspirar a operar. En consecuencia, detrás de la máxima de la horizontalidad de precios no se esconde un altruista servicio al consumidor. Tras el ideal competitivo se esconde un sabotaje calculado del horizonte de la eficiencia manufacturera en el que la reproducción sistémica de la arquitectura política contemporánea resultaría político-materialmente imposible. La conceptualización de la eficiencia económica convencional es pues un instrumento teórico que blinda el dominio funcional de la clase social dirigente frente al progreso socio-económico de la humanidad.

(No tan) casualmente, el paradigma tradicional de la eficiencia económica impone un techo escalar competitivo bajo el cual únicamente puede sobrevivir y reproducirse en el tiempo el modelo de producción capitalista. Bajo el cual la fricción inter-capitales es el único modelo productivo posible dada nuestra estructura de organización social. Para exponer de manera sencilla la banda de productividad a la que nos condena dicho marco, resulta indispensable analizar primero el supuesto inverso al del monopolio. El supuesto en el que nuestra sociedad, manteniendo la estructura institucional actual, optara por organizarse en base a un marco productivo caracterizado por un grado escalar menor.

Si bajo el marco actual y en aras de crear el entorno competitivo más intenso posible nuestra sociedad optara por organizarse en torno a la unidad productiva más primaria, hablaríamos de una geografía productiva dominada por el trabajo autónomo. Millones de individuos compitiendo entre sí en un contexto de mercantil en el que dicho grado de atomización garantizase que el poder de mercado –de fijación del precio- de cada agente económico fuera mínimo. La contrapartida a este supuesto semi-anarquista productivamente híper-descentralizado sería una un grado medio de productividad inevitablemente bajo. Sin escala económica, sin altas posibilidades de especialización funcional -explotación escalar de procesos- y necesitando entablar relaciones transaccionales mercantiles cada vez que se pretendiera coordinar recursos y personas, la eficiencia productiva –material termodinámica- de esta economía sería ridícula. No es de extrañar entonces que los fanáticos de la teoría competitiva de la eficiencia que han intentado explotar sus supuestas virtudes en el mercado hayan obtenido resultados competitivos absolutamente desastrosos.

De esta manera, contrariamente a lo que la lógica convencional supone, no es la gestión institucionalizada del egoísmo competitivo quien determina el grado de productividad de la macro-estructura productiva. Quien determina la eficiencia de la producción es la explotación coordinada de la escala –material- económica. Si la pureza competitiva entre intereses individuales contrapuestos decidiera el grado de dinamismo desarrollista de una economía, hablaríamos, absurdamente, de que el anarquismo puro constituye la fuente definitiva de productividad económica. Hablaríamos también de cómo el control funcional total sobre el trabajo ajeno, la relación asalariada capitalista, es un caveat al progreso económico. De cómo el contrato de trabajo es un impedimento a la solución competitivo-agencial individualizada bajo la cual la economía es, potencialmente, mucho más “eficiente”. Pero difícilmente veremos a ningún teórico convencional abogando por un marco competitivo estrictamente individual que fuerce a la clase empresarial a liberar salarialmente a sus trabajadores en aras de una arquitectura económica capaz de asignar los recursos disponibles e innovar de una manera “optima”. Difícilmente seremos testigos de ningún tipo de coherencia causal dentro del discurso convencional sobre qué hace posible que nuestra especie pueda manufacturar riqueza.

Prueba de la importancia de la realidad escalar es que, bajo la realidad actual, sin un marco institucional que fuerce una contienda atomizada entre infinidad de vectores de trabajo individualizados, la relación de producción capitalista siempre prevalecerá en un contexto mercantil competitivo. La organización empresarial siempre será competitivamente más eficiente –en términos de output por input– que el trabajo autónomo y el ecosistema productivo pronto adquirirá una naturaleza agencial de base inter-capitales. La ventaja escalar productiva fue, precisamente, la responsable de que la dinámica geopolítica inter-polity introdujera el capitalismo y su gestión centralizada –pero flexible- del trabajo como el modo de producción de la modernidad. Del mundo artesanal a la geografía del business.

El capitalismo se instituyó como un sistema por el cual explotar escala económica de una manera más eficiente que los esquemas socio-económicos que le precedieron. Una escala construida en torno a la imposición de la relación de producción asalariada por la cual la figura del capitalista es capaz de coordinar totalitariamente una masa de trabajo en pro de su interés acumulativo dentro del mercado. La estructura centralizadora de la gestión de recursos y personas que la narrativa liberal invertida no ha tardado en definir como la fuente de «progreso» social a la que todos debemos encomendarnos ideológicamente. El fruto del pensamiento económico de la “Ilustración”.

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Gracias a dicha asimetría potencial, todo esquema productivo que abogue por un nivel de centralización menor al máximo potencial escalar dentro de nuestra realidad competitiva está destinado a fracasar. Todo proyecto manufacturero que no haga un uso competitivo extensivo de las posibilidades productivas de la centralización se presentará en el ecosistema reproductivo mercantil con una clara desventaja. En un sistema en el que el grado de ocupación por precio del espacio de la utilidad determina gran parte del potencial reproductivo de un actor económico, la escala y su optimización termodinámica es crítica. Por ello, podemos concluir que, en nuestro orden socio-económico, la relación de producción -asalariada-capitalista está escalarmente garantizada como el grado de centralización mínimo dentro del sistema. La economía será, necesariamente, un ecosistema dominado por la figura de la empresa.

En lo que respecta al margen superior de la banda de productividad que el sistema impone sobre nuestra geografía productiva, nos encontramos con que, no tan sorprendentemente, la lógica y la narrativa anteriormente descrita se invierte. Ahora es una estructura institucional coercitiva quien, en defensa de la –ahora si- virtuosa máxima competitiva, reprime el avance escalar económico. La estructura empresarial-capitalista puede, mediante sus relaciones de producción, desbordar las capacidades productivas del trabajo híper-competitivo autónomo sin ningún tipo de cuestionamiento por parte de las autoridades competentes. Sin embargo, al alcanzar esta el grado escalar por el que un determinado capital ostenta la capacidad de dominar el espacio mercantil, la represión de la productividad se vuelve perfectamente justificable. Al contrario que la centralización empresarial convencional, la alta centralización económica monopolista no dispone del derecho teórico a existir.

Este marco de represión selectiva de la escala productiva nos revela una lógica sistémica muy lejana a la maximización del potencial generador de riqueza de nuestra economía. Una lógica de supervivencia política de una clase social que se enfrenta a un problema común a todo sistema socio-económico que directa o accidentalmente se rija mediante incentivos distribucionales exógenos o internos al crecimiento de la productividad –como el potencial geopolítico o la rentabilidad-. La relación de producción capitalista pudo consolidarse y posicionarse institucionalmente por medio del mercado como la solución escalar mínima al problema productivo, pero esta tuvo que encontrar también la forma de contener dentro de su propio espectro operacional el movimiento escalar de la economía. De legitimar, de una u otra manera, la represión de todo modo de organización más eficiente de la producción que, por su naturaleza, amenazara el statu-quo arquitectónico de la geografía manufacturera humana.

Dentro o fuera del marco de la competición de capitales, la lógica escalar de la productividad opera de igual manera. La formación de estructuras monopolísticas dentro del mercado es testigo precisamente de esta realidad. El problema político que se deriva de la centralización productiva es que, si no se combate de manera efectiva, esta tendencia es totalmente capaz de romper el marco competitivo que garantiza la reproducción social equitativa del cártel propietario que gobierna la función de producción. De acabar materialmente con el orden político por el cual la clase comerciante es capaz de monopolizar, en su conjunto y coordinadamente, la totalidad de la agencialidad productiva social. De eliminar la noción romántica y ficticia de lo que hoy definimos como “el mercado” y exponer su verdadera naturaleza funcional.

La represión selectiva del espectro escalar sobre el cual se desarrolla el tracto productivo constituye un intento paradójico de extender la vida funcional útil del mercado. De anclar la gestión de la interdependencia económica a la ineficiente realidad monetaria mediante la cual deviene posible el mecanismo de la acumulación bajo el modo de producción capitalista. En este sentido, la defensa del orden mercantil frente a la centralización de la producción refleja la irresoluble tensión narrativa entre la alabanza a la gestión –dirigida y no monetaria- empresarial y la importancia del dinamismo “libre” de la competición mercantil. La centralización económica que frente a los vectores de trabajo individualizados definíamos como moderna y progresista adquiere, con el monopolio, la naturaleza de totalitaria y anti-liberal. El monopolio de la función de producción y el dirigismo económico no mercantil constituyen pues una perversión barbárica siempre y cuando estos concurran fuera del ámbito de dirección del capitalista dentro su empresa. Internamente, la narrativa hegemónica bendice dicho –férreo- control de la coordinación productiva como el legítimo ejercicio de la «libertad individual».

Si la imposible defensa lógica y funcional del espectro escalar del capitalismo no fuera lo suficientemente inverosímil, la narrativa anti-monopolista todavía dispone de una trinchera que argumenta es definitiva: la dimensionalidad monetaria. De acuerdo el ideal teórico, el monopolio resulta contrario al desarrollo socio-económico sostenible porque, en un contexto competitivo de mercado, su alta capacidad productiva es el arma por el cual este es capaz de imponer su interés particular de una forma sistémicamente desproporcionada. El monopolio es capaz de fijar precios, de estrangular la inversión empresarial y de reprimir distribucionalmente el –falso- equilibrio político de la empleabilidad. Y esto, afirma –acertadamente- la teoría, es un supuesto distribucional anti-mercado.

En último término, la teoría convencional tiene que enfrentarse al dilema moral de cargar o no contra el legítimo ejercicio de la propiedad en aras de proteger la supervivencia política del cártel mercantil-competitivo burgués. Ante esta disyuntiva, la teoría convencional se ve obligada a afirmar que en el caso monopolístico la productividad se está utilizando con fines anti-sociales. Se ve forzada a admitir que la rentabilidad de una unidad productiva está supeditada a un equilibrio político sin el cual el modo de producción no puede sobrevivir en un contexto de mercado. En ese sentido, el paradigma anti-monopolista asume que la dimensión del dinero y la propiedad privada son los elementos que nos fuerzan a elegir entre la productividad y el equilibrio extractivo. Entre el saqueo monopolista y el estancamiento escalar compartido bajo el cual dicho cártel político puede mantenerse políticamente estable.

Esta lógica causal no solo expone hasta qué punto el capitalismo no puede tolerar –políticamente- una súper-propiedad escalarmente aumentada, expone también cuales son los mecanismos que toda sociedad debe eliminar en aras de articular una economía de una escalaridad capaz de generar una alta productividad. Si el monopolio tensa monetaria y egoísticamente los márgenes distributivos del sistema, entonces la solución pasa por abolir la ley del valor y la propiedad privada de los medios de producción. Descartar la rentabilidad como motor de la actividad económica y organizar el aparato manufacturero y distributivo de la economía en base a una lógica alternativa no mediada por el instrumento de mercado.

Defender el paradigma competitivo-monetario de la eficiencia económica significa defender un marco escalar sub-óptimo bajo el cual el capitalismo es la única forma de organizar la producción y la vida política. Significa abogar un marco socio-económico de pobreza forzosa en el que el trabajo es sistemáticamente reprimido en aras de una agencialidad rentable oponible al resto de la sociedad. Un paradigma que pudo haber tenido sentido económico en un contexto de baja capitalización como el de la realidad productiva decimonónica, pero que resulta totalmente irracional en el contexto escalar y técnico como el actual. Un tope a las capacidades de output de la especie humana que pretende prorrogar la vida de un espectro escalar donde la propiedad privada y el sistema de mercado aun poseen lógica funcional.

El conflicto interpretativo dentro del capitalismo entre la falsa y artificial noción competitivo-agencial (de precio) de la eficiencia económica y la perspectiva material-termodinámica del tracto productivo expone un aparato ideológico que carece de toda coherencia lógica interna. Una estructura causal que es argumentalmente incapaz de auto-justificarse escalarmente y que depende de la excusa monetario-distributiva para convencernos a todos de que el orden monopolístico es perjudicial para los intereses comunes de toda la sociedad.

La realidad es que el énfasis anti-monopolista no es más que una burda construcción teórica deliberadamente diseñada para auto-cumplirse dentro de la realidad monetaria mercantil. Un paradigma que nos impide acceder a un plateau de prosperidad mayor y que nos niega una eficiencia termodinámica que evite duplicidades productivas que resultan inadmisibles bajo nuestro marco natural actual. Una lógica destinada a consolidar represivamente la intermediación monetaria con el fin de blindar el modo de producción existente e impedir un control más democrático de la gestión de la satisfacción de nuestras necesidades materiales.

En consecuencia, la aceptación del monopolio como el instrumento productivo del futuro significa el reconocimiento humano de los límites termodinámicos de su entorno, de las bases materiales de la productividad y de la naturaleza ficticia de la dimensión monetaria. Los tres pilares que el negacionismo teórico convencional pretende ocultar en su intento por preservar un muy específico orden político. Solo existe un mercado, este tiene una dimensionalidad limitada y la manera más eficiente de satisfacer nuestras necesidades es mediante una integración económica total que transforme deseos de consumo en soluciones materiales inmediatas. Sin poder monetario de compra, sin dominio ajeno del trabajo. Donde la función de la demanda se funda con la geografía de la oferta sin necesidad de intermediación alguna por medio del control democrático de la economía. El equilibrio termodinámico, político y económico más perfecto y eficiente.

 

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5 respuestas a «En Defensa del Monopolio, contra la Represión Escalar Selectiva de la Economía»

Estaría bien empezar a proponer punto por punto esa supuesta alternativa a la ley del valor que sepa capaz de responder a:

-incentivos: por qué querrían los agentes participar del mercado? Siendo, además, más eficientes trabajando en esta economía gerencial que en una de carácter competitivo?

Que controles existen sobre estos monopolios transnacionales? Nuevas formas de organización política escalares?

Cómo se da lugar a nuevos proyectos? Los agentes como ponen en marcha un nuevo proyecto empresarial? Esto lleva inevitablemente a: tiene sentido ahorrar en esa economía ?

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