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El Ideal Económico Nacional ante la Alta Productividad

Según Adam Tooze, la gran lección que podemos extraer de la última crisis financiera es que el paradigma político y macroeconómico de base nacional que inspiró el ideal y la fórmula socio-económica keynesiana ya no existe. La idea de que la gestión acumulativa de la dimensión económica puede encuadrarse dentro de la gobernanza de un determinado parlamento nacional se ha visto funcional y espacialmente superada por la realidad operacional de un capital totalmente ajeno a las ataduras Wesphalianas. El aparato financiero de la economía ha subvertido la subjetividad internacional tradicional. Ha construido un nuevo orden político por medio de la complejidad transnacional interdependiente y esto constituye un desarrollo que el Estado moderno y sus mecanismos distribucionales internos ya no pueden permitirse ignorar.

Tooze afirma que el reducido grupo de mega-corporaciones que hoy componen el núcleo causal de la prosperidad y de la hecatombe macroeconómica general forman una arquitectura macroeconómica planetaria imposible de revertir. Una estructura que rige la dinámica distribucional transnacional contemporánea  y a la que resulta materialmente imposible resistirse sin alterar de manera orgánica y profunda el funcionamiento de la economía internacional actual. En ese sentido, todo intento neo-nacionalista o progresista por revivir políticamente las categorías nacionales está condenado a no superar nunca la barrera del wishful thinking. A estrellarse contra un mundo que no controla y que, definitivamente, tampoco entiende.

La realidad que –acertadamente- describe Tooze está fundamentalmente centrada en el complejo financiero transnacional y en los flujos de integración crediticia que precedieron y sucedieron al crash del año 2008. Un ecosistema de gobernanza en el que la coordinación macroeconómica planetaria ha avanzado a pasos agigantados desvinculándose gradualmente de la lógica acumulativa nacional. Sin embargo, la arquitectura de su análisis resulta perfectamente aplicable también al nuevo contexto manufacturero real. A la geografía convencional del plusvalor industrial y a la distribución espacial del empleo y de la renta.

De la misma manera que la realidad financiera ha abandonado la compartimentalización monetaria nacional convirtiéndose en un cuerpo etéreo de espacialidad difusa pero funcionalmente dominado por el gran capital, el mundo de la producción real ha experimentado una revolución orgánica similar que despierta imposibilidades políticas igualmente formidables. La globalización de la producción ha manufacturando un paradójico contexto macroeconómico en el que la centralización de la producción y la realización conviven con unas posibilidades espaciales virtualmente ilimitadas. Un escenario en el que el cártel corporativo posee, necesariamente, una influencia política sobre el Estado de un orden de magnitud muy superior al existente dentro de las relaciones industriales clásicas de la época fordista.

Debido a este nuevo equilibrio, la interacción política entre el Estado Nación y la función productiva privatizada ha experimentado una transformación radical en estas últimas tres décadas. La lógica activa –keynesiana- por la cual el parlamento nacional constituía la correa de transmisión entre la estructura de gobernanza burguesa y la realidad acumulativa sobre el terreno se ha visto forzada a capitular ante la máxima del libre movimiento espacial del capital. La idea de que la –gran- clase propietaria debe manufacturar consentimiento doméstico para reproducirse acumulativamente no resulta aplicable cuando, para el agente económico moderno, la vinculación a la supremacía pública nacional resulta potencialmente opcional.

El producto político de que la escala de la producción y el ecosistema de la interdependencia productiva hayan abandonado el nido económico fundacional Wesphaliano es un Estado moderno eminentemente reactivo. Una entidad política que ha abandonado gradualmente sus aspiraciones de gestión socio-económica doméstica para encomendarse a la producción de propuestas de valor nacionales con las que atrapar flujos de inversión de carácter global. La lógica pasiva del imperativo de la competitividad internacional que se ha institucionalizado paralelamente a la consolidación política del paradigma de la necesaria devaluación social -el race to the bottom-. El libre movimiento del capital como la columna vertebral de la autoritaria moral macroeconómica moderna (Blanchard).

Ante esta nueva realidad operativa espacial, la asimétrica posición política que ocupan el Estado y la función de producción privada se ve magnificada por la progresiva centralización de la esfera acumulativa en torno a un número de capitales cada vez más reducido. Con la producción y la realización cada vez más concentradas funcionalmente bajo el gobierno de un cartel corporativo transnacional, las sedes fiscales y los centros de producción se han convertido en preciados objetos de colección por parte de las instituciones públicas. Trofeos que simbolizan el compromiso de una autoridad política por el empleo y la generación de riqueza dentro de su jurisdicción territorial. Su sustento fiscal y la posibilidad presentarse ante la opinión pública como un ente perfectamente adaptado a las condiciones materiales de la “modernidad” globalizada.

A consecuencia de este marco relacional, la servidumbre más abusiva se ha convertido en el nuevo normal de la relación público-privada. La institucionalización de un mecanismo de hacer económico por el cual el gran capital transnacional puede forzar acuerdos distribucionales de una regresividad distributiva sin precedentes en el campo de la economía política post-fordista. La creciente centralización económica y el libre movimiento de los agentes económicos han engendrado una subasta espacial del vector productivo en la que la opción más extractiva tiene la mayor probabilidad de interceptar el flujo de inversión. Así, el interés nacional se ha visto obligado a fundirse con las necesidades acumulativas del capital transnacional. La razón y la lógica pública han muerto.

Esta dinámica sistémica ajena al marco lógico e interpretativo Wesphaliano que, como afirma Tooze, tan relevante se ha vuelvo con posterioridad al episodio depresivo posterior al año 2008, guarda una intensa relación con el esquema teórico que desarrolló Dani Rodrik en su libro La Paradoja de la Globalización. Al igual que Tooze, Rodrik esboza la tensión estructural que ha surgido entre las realidades productivas y políticas que subyacen al marco espacio-económico globalizado. El Trilema de Rodrik nos ofrece una perspectiva estructurada sobre la imposibilidad práctica actual de diseñar sistemas de gobernanza que incorporen simultáneamente el paradigma Wesphaliano, la democracia y la operatividad macroeconómica global. Un triángulo en el que existe un conflicto escalar inevitable entre la espacialidad de la acumulación, el foco gubernativo económico y la geografía de la representatividad política.

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Fuente: Elcano Blog

Bajo la ordenación político-económica causal de Rodrik, toda polity tiene que optar por dos de los tres vértices disponibles. Una sociedad puede optar por consolidar relaciones democráticas burguesas en torno a un ideal nacional soberano, pero ello la posicionará –inevitablemente- en una trayectoria confrontacional directa con la alta productividad de la híper-globalización. Esta sociedad se verá forzada a romper con el paradigma del libre movimiento del capital y a crear las condiciones político-económicas necesarias para que la supremacía pública pueda ejercer un dominio funcional efectivo sobre el sector privado. Ello significará la vuelta al orden social de 1950. Un modelo cuya represión u ortodoxa gestión de la interdependencia internacional tendrá –hoy- un coste autárquico severo.

Alternativamente, una polis puede optar por defender su soberanía nacional e incorporarse eficientemente dentro de los flujos de valor transnacionales, pero ello significará implementar una economía política marcada por el autoritarismo y la híper-explotación. En esencia, la polity optará por entablar el tipo de sumisión público-privada que hemos tratado anteriormente para absorber el máximo nivel de inversión posible. Un modelo de desarrollo eminentemente asiático en el que el Estado se aliará con el capital para cultivar plusvalor de manera doméstica masiva. El paradigma macroeconómico del capitalismo de Estado.

Por último, una sociedad podría -hipotéticamente- combinar el paradigma democrático con la geografía transnacional de la híper-productividad, pero ello significaría el abandono institucional del ideal nacional en favor de una estructura de gobernanza supranacional. Dejas atrás la circunscripción política Wesphaliana y encomendarse a una arquitectura político-redistributiva planetaria que hoy no existe. En potencia, un Keynesianismo global que fusione la escala de la gestión macroeconómica con la escala de la circunscripción política. Una tercera vía unitaria mundial.

El Trilema de Rodrik nos expone que, bajo las condiciones macroeconómicas actuales, la función y lógica económica del concepto de nación carece de sentido funcional si una sociedad aspira a alcanzar la geografía productiva más eficiente posible. Nos explica -implícitamente- que, al estar institucional e identitariamente vinculados al paradigma nacional, la globalización de las estructuras productivas nos ha arrebatado las posibilidades inclusivas de la democracia liberal. Una irresuelta tensión entre el espectro acumulativo, el político-institucional y el identitario que hoy desprende conflictividad política en torno a los tres vértices del triángulo. La guerra comercial, la tecnocracia autoritaria y el neo-nacionalismo más excluyente.

A pesar de su alta utilidad contemporánea, la problemática de la que nos habla Rodrik no solo no es espacialmente nueva, sino que, al tratarlo desde una perspectiva convencional-liberal, obvia que gran parte de la disfuncionalidad política emergente deviene de una asimetría propietaria multidimensional. Una orografía de la extractividad que provoca que, en un mundo compartido y globalizado, la cuestión rentista de clase se funda intensamente con la pugna competitiva mercantil inter e intra-territorial. Esencialmente, la negación espacial del rédito de la productividad a todos los niveles políticos.

Espacialmente, la pérdida de la soberanía nacional frente a los circuitos acumulativos transnacionales no es distinta a la situación de abandono distribucional que distintas regiones han experimentado dentro de un gran número de Estados Nación políticamente integrados. La centralización de la producción ha provocado que, mientras los mercados de bienes y servicios no han parado de expandirse subjetivamente, el retorno derivado de la realización haya experimentado una creciente concentración tanto en su plano laboral como en el espacial. Las redes de consumo han crecido como consecuencia de manufacturas escalares cada vez más sofisticadas, pero este tipo de manufactura ha provocado también que la distribucionalidad capitalista concentre su participación distributiva y de trabajo en vectores geográficos y corporativos difícilmente homogéneos.

A consecuencia de esta dinámica escalar, las súper-firmas, los territorios urbanos y las geografías logístico-económicas céntricas han acaparado gran parte del tracto acumulativo real contemporáneo. Estos tres vértices articulan hoy una espacialidad híper-productiva responsable de suplir a un mercado global en el que las barreras comerciales están desapareciendo. Un polo altamente eficiente contra el que cada vez es más difícil competir, cuyo dominio de la realización –alcance comercial- es cada vez más absoluto y cuyo retorno distribucional se encuentra al alcance de una élite subjetiva y espacial cada vez más selecta.

En este sentido, el circuito económico se compone por dos esferas entre las cuales existe un vacío distribucional que crece paralelamente a la productividad media de la economía. Mientras que la esfera del consumo ha alcanzado una espacialidad subjetiva omnipresente y transnacional, la misma potencia escalar ha engendrado una  realidad de la producción compuesta por un cártel corporativo progresivamente más espacial, funcional y laboralmente centralizado. A medida que el mundo de la realización se vuelve cada vez más universal, el acceso al rédito distribucional se ve gradualmente cercenado por la automatización, la híper cualificación y el libre movimiento de capitales. De la limitada espacialidad mercantil nacional fordista de alta homogeneidad distribucional a la heterogeneidad productiva y distributiva post-fordista de un alcance comercial planetario.

La economía ha evolucionado de un circuito acumulativo-distribucional que se reproducía a un nivel local-nacional de baja centralización a uno regional-global de alta centralización operacional. Una transición que ha intensificado el espectro de la desposesión tanto por la vía marxista clásica –la explotación del trabajo-, como también por la vía de la negación sistémica del acceso no trabajador al retorno material de la productividad. El consumo y el acto de producir se encuentran más lejos que nunca, y ello afecta a la manera que nuestras sociedades responden políticamente a la globalización y a su fenomenología macroeconómica adjunta.

Si queremos ofrecer una solución progresista práctica a la problemática político-macroeconómica que exponen Tooze y Rodrik debemos redefinir las bases teóricas de la explotación económica y adaptar este concepto al escenario manufacturero de la alta productividad. A una geografía de alta espacialidad mercantil en la que la automatización domina el acto de producir y en la que la centralización de la realización alcanza una escala cuasi-absoluta. Atendiendo a nuestro contexto productivo, la noción de la explotación económica clásica centrada en el acto de trabajar resulta funcionalmente incapaz de dar una solución eficaz al problema de las realidades distribucionales post-fordistas derivadas de una geografía económica altamente capitalizada. Debemos buscar la forma de proveer una resolución teórica que incorpore una legitimidad distribucional sistémica ajena al acto de producir.

Para construir una respuesta efectiva, tenemos que atender a qué elemento subyace detrás de toda dinámica económica de mercado. Todo acto de producir real se corresponde con la satisfacción de una utilidad humana, con una necesidad. El valor de uso constituye así el inductor primario del movimiento económico, la base funcional que da sentido económico a todo vector de productividad. Como tal, no existe circuito acumulativo si el acceso comercial a dicho valor de uso se interrumpe. El consumo es pues constitutivo del espacio económico y esta es una relación que se reproduce a todos los niveles escalares socio-políticos existentes.

En una pequeña población en la que exista un reducido mercado espacial local, la productividad potencial de la economía tendrá como límite superior la saturación del agregado de los valores de uso existentes en dicha comunidad. La productividad máxima potencial tenderá a centralizarse en torno a un determinado vector manufacturero, laboral y espacial y la base productiva que suple a este mercado se concentrará en un número de capitales cada vez más reducido. Evidentemente, este hecho presentará problemas distribucionales tanto por la vía del poder de mercado como por la vía de la explotación convencional. La productividad -la producción- será cada vez más ajena a la realidad distribucional del individuo -el consumo- .

Para resolverlo, no cabe defender que los ciudadanos que son ajenos laboral o accionarialmente a dicha estructura productiva deban encomendarse a la precarización o a edificar complejos empresariales alternativos para “competir” e intentar acceder así a los medios para vivir. La espacialidad de la utilidad no se duplica duplicando la producción, el conjunto de necesidades potencial total no es una variable -tan- plástica. Además, la duplicidad productiva resulta injustificable si la especie humana debe, forzosamente, aspirar a una organización manufacturera que combine la productividad máxima con el coste termodinámico mínimo. Por ambas razones, el monopolio democrático es siempre la única opción social y productivamente racional.

Si la duplicidad productiva es inaceptable y las necesidades vitales de la población son la causa funcional detrás de un conglomerado productor que hoy monopoliza la productividad y sus derivadas distribucionales, entonces el acto de consumo es el elemento que debe legitimar la escala de la socialización. La participación en el circuito económico debe ser el justificante suficiente y necesario para socializar todo redito distribucional de la productividad general del sistema. Sin excepción, a todos los niveles políticos existentes y se opte por a redistribuir la carga de trabajo o no. Si alguien forma parte del circuito económico es parte constituyente de la productividad, se le haya permitido sistémicamente contribuir a ella o no.

El alcance funcional de esta conceptualización de la legitimidad distributiva basada en la participación dentro de un determinado circuito económico está vinculado al grado escalar de la producción humana en la Tierra. A mayor escala económica, mayor espacialidad del circuito y mayor el ámbito subjetivo legitimado para acceder a la distribucionalidad socializada. De esta manera, el espacio económico colectivo será tan extenso como la propia dimensión de la interdependencia económica. Una solución que resulta aplicable tanto al espacio distribucional que separa al capital mercantil del ciudadano, como también a la distancia distribucional que existe entre distintas economías nacionales.

La parte productiva pasiva -el consumo- como vector (re)disribucional nos ofrece soluciones políticas de justicia a múltiples niveles. Nacionalmente, la centralización de los vectores acumulativos ha provocado que la desigualdad inter-territorial y de renta hayan crecido, las regiones más afectados se han visto forzados a experimentar con economías políticas explosivas (burbujas financieras) y el antagonismo anti-élite cosmopolita ha colonizado la selva política occidental. Si entendemos el circuito económico como co-constitutivo y el consumo como un elemento de legitimidad distribucional, los territorios y las personas marginadas por la dinámica centralizadora de la productividad no perderían rédito sistémico alguno. El suma-cero inter-territorial que define las relaciones público-privadas actuales dejaría de existir y la integración social y política del territorio sería mucho más estable.

Por las razones anteriormente expuestas, esta misión redistributiva nacional solo puede llevarse a cabo en un contexto post-fordista espacialmente global si existe un aparato gestor -transnacional- equivalente que abarque todo el mercado. En este contexto, al existir distintos foros fiscales, la solución distribucional a la asimetría entre el consumo y la producción internacional resulta mucho más compleja. En el plano nacional, la redistribución puede articularse de manera fluida por medio de un marco fiscal compartido que abarca lo que otrora constituía un mercado nacional. En el plano internacional, el mercado y sus flujos de valor operan bajo regímenes fiscales que compiten entre sí por atesorar domésticamente la mayor productividad posible. Que compiten por hacer suyo el rédito de la productividad interdependiente de una economía cada vez más global. Por esta razón, en este terreno, el Estado Nación puede equipararse, cada vez más, con una estructura propietaria extractiva. Con una organización que niega el redito distributivo de la productividad a quien contribuye a hacerla posible o a quien no se le permite -estructuralmente- contribuir.

Si utilizamos el ejemplo de España, la independencia fiscal vasca o catalana constituyen un expolio distribucional institucionalizado por el cual dichas haciendas pueden privar al resto del territorio nacional del rédito de la productividad que ha generado colectivamente tanto el mercado peninsular ibérico como el europeo. La frontera fiscal permite a territorios que por su localización geográfica privilegiada –u otras razones- han obtenido bases industriales líderes logren que el rédito comercial nunca abandone su jurisdicción en beneficio de terceros. En beneficio de quienes absorben su producción o de quienes tienen sistémicamente vetado contribuir al esfuerzo productivo general. El supuesto idéntico al que podríamos esbozar en torno a la “banana azul” centro-europea con relación a la periferia continental. La misma barrera propietaria que existe entre la productividad privatizada y la sociedad dentro del prisma analítico marxista.

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Fuente: El Orden Mundial

En todos estos casos, los polos productores –sean capitales o territorios- monopolizan un mercado cada vez más global sin democratizar el resultado distribucional de la realización. Ya sea por medio del foro fiscal o mediante la propiedad privada de los medios de producción, los beneficios distribucionales de una creciente productividad alimentada por un espacio de consumo mayor no repercuten en el bienestar general de todos los integrantes del circuito económico. Desafortunadamente, en ambos casos, dichas situaciones abusivo-rentistas tienden a no cuestionarse por no devenir de marcos de explotación estrictamente laborales.

A consecuencia de su compartida naturaleza, los efectos socio-económicos del secuestro propietario capitalista y nacional de la productividad son idénticos. Dado que bajo el capitalismo solo la producción puede devengar renta, si un individuo o un territorio se ven sistémicamente privados del acceso al rédito de la productividad su única opción es la devaluación competitiva y / o la duplicidad productiva. Ofrecer mejores propuestas de valor mediante las cuales acceder al empleo o atraer capital o emprender iniciativas empresariales propias.

Derivado de la mencionada desposesión propietaria, hoy somos testigos de esta fenomenología irracional tanto en la esfera del mercado laboral como también en el campo de la economía inter-regional e internacional. De la economía gig doméstica al race to the bottom global. De la narrativa política del «compite contra Amazon desde tu pyme» al «compite contra el conglomerado industrial bávaro desde Jaén». La fragmentación agencial de la producción genera ineficiencia manufacturera e institucionaliza el darwinismo distribucional en ambas dimensiones, la económico-doméstica y la económico-internacional. Una perpetua devaluación competitiva de resultados termodinámicos inadmisibles en la que participan tanto la distribucionalidad salarial como la fiscal.

La realidad que tanto Tooze como Rodrik exponían al tratar la problemática política derivada de la globalización se explica, primordialmente, por medio de la asimetría propietaria en cuyo núcleo se encuentra la creciente distancia entre el acto de consumo y la producción en un contexto operacional competitivo. Si en el mercado global la productividad sistémica se distribuyera entre la producción y el consumo por un medio independiente al salario y a la fiscalidad nacional –como la renta básica mundial-, la centralización de la producción carecería de problemática distribucional alguna. La devaluación competitiva inter e intra-territorial perpetua cesaría y la problemática política neo-nacionalista actual se quedaría sin su lógica funcional económica.

Bajo este marco, la disyuntiva competitiva de Tooze no tendría consecuencias distribucionales ni atrofiaría las relaciones público-privadas de la forma y manera que lo hace actualmente. Ya que el impacto distribucional se gestionaría a la escala -de mercado- que la provoca, el capital podría moverse con total libertad sin generar impacto político-distribucional alguno. Además, al eliminar la variable de la fiscalidad nacional, este sería privado de su poder sobre el arbitraje distribucional internacional. De su capacidad de instigar una devaluación competitiva general.

De la misma manera, bajo este paradigma, el Trilema de Rodrik se vería forzado a admitir que, en un marco escalar interdependiente actual, la gobernanza–económica- únicamente puede lograrse bajo un esquema de gestión macroeconómica que abarque espacialmente la totalidad del mercado. Aceptar que, dentro de la composición conceptual de los tres vértices del triángulo, la soberanía nacional –económica- es un concepto en gran parte ficticio.

En una economía globalizada, el Estado no es dueño de su parcela de productividad, esta es una variable que depende en gran medida del ecosistema macroeconómico en el que este se desarrolla. La Nación será económicamente soberana cuando, participando políticamente en la gestión de la riqueza que genera el grado de interdependencia económica global actual, esta ejerza su legítimo derecho a administrar domésticamente el rédito distribucional que le corresponde.

Así, en un supuesto inclusivo globalizado perfecto, la soberanía no entraría en conflicto ni con la distribucionalidad horizontal de la alta productividad –la globalización- ni con la democracia. Solo podría emerger un conflicto si un determinado actor nacional optara por negar a terceros su legítima parte del rédito productivo global. Una iniciativa que atacara los derechos democráticos y la soberanía de una polity tercera.

Interpretando conjuntamente ambos diagnósticos podemos afirmar que, en el contexto manufacturero de la alta productividad, el concepto económico del Estado Nación presenta problemas operaciones, distributivos y políticos importantes. Si el Estado Nación quiere sobrevivir como un ente económico autónomo, obtendremos, inevitablemente, esquemas macroeconómicos manifiestamente sub-óptimos en relación a nuestro potencial técnico.

Con una función de producción privatizada, el capital privado podrá forzar una guerra fiscal competitiva que afectará negativamente a los ciudadanos de todas las polities en conflicto. Podrá arbitrar niveles de explotación y dictaminar los niveles de de-comodificación máximos. Con una función de producción vinculada al interés nacional, la interdependencia se verá cercenada y la productividad general del sistema caerá. El resultado por ambas vías es potencialmente idéntico. Un escenario internacional egoísta en el que la competición inter-polity devaluará la geografía social, impedirá la convergencia internacional y amenazará con crear una catástrofe termodinámica general.

El concepto económico del Estado Nación, como cualquier entidad de gestión distribucional de una escala inferior a la esfera total del mercado –incluido el capital privado-, está destinado a entorpecer toda iniciativa que pretenda crear un mecanismo por el cual la productividad general del sistema sea máxima y beneficie homogéneamente a todos los sujetos participantes del circuito económico. A dificultar que el espacio distribucional entre el acto de producir y el consumo sea el mínimo posible dentro de un mismo marco de interdependencia. Por todo ello, al margen del espectro identitario, el concepto económico de la nación moderna es distribucionalmente anti-liberal, productivamente ineficiente y termodinámicamente peligroso.

Si el monopolio democrático es el instrumento productivo de gestión de la escala económica progresista, entonces el paradigma económico nacional autónomo constituye un impedimento moral y productivo equiparable a las limitaciones del cooperativismo dentro del sistema de mercado. Una partición de la economía que acepta la competencia agencial como el motor del movimiento social, que institucionaliza una escala productiva sub-optima y que niega a personas terceras el rédito distribucional de una espacialidad económica co-generada por todos.

Si la democracia económica debe ser pura, inclusiva y antropocéntrica, entonces el circuito económico debe desprenderse de toda barrera que impida que la productividad opere en beneficio colectivo de la totalidad de los sujetos económicos del sistema. Debe reprimir todo esquema que imposibilite un horizonte escalar económico mayor y eliminar todo elemento que contribuya a institucionalizar un marco distributivo confrontacional. Por todo ello, en una economía de alta productividad, el ideal económico nacional forma parte de nuestro pasado interpretativo, no de nuestro futuro.

 

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