Como con cada cita electoral, la prensa nos recuerda esta primavera la inherente incompatibilidad entre el plano acumulativo y el ejercicio del sufragio popular. El acto de votar e influenciar la trayectoria público-social de la polity constituye hoy un lujo ciudadano que nuestras maltrechas economías simplemente no se pueden permitir. Un coste sobrevenido que amenaza con hacer descarrilar la “recuperación”, espantar a la inversión internacional y condenar al país a una posición competitiva sub-óptima. La manufactura democrática de un normal macroeconómico sobre el cual, en último término, el trabajo nunca podrá obtener el rédito distribucional que tan desesperadamente ansía.
El interminable desarrollo político del Brexit, la elección de Donald Trump y el affaire ítalo-francés con el “populismo” anti-liberal han contribuido a alimentar una narrativa bajo la cual la democracia constituye un factor que entorpece abruptamente la expansión económica. Bajo la cual la expresión y el ejercicio de la agencialidad política del ciudadano son contrarios a su propio bienestar material. De esta manera, -afirma esta narrativa- para poder acceder al premio material final, el occidental medio debe rendir pleitesía política e interpretativa al imperativo del orden social neoliberal. Someterse sin reservas al esquema socio-político por el cual el individuo debe permanecer inerte más allá de la esfera del poder de compra y del inmediato acto de consumo. En este particular plano, el mensaje que se ofrece es claro. Solo por medio de la industrialización aséptica y mecánica de la realidad social, de la consolidación política de la libertad negativa y del entronizamiento de la necesidad acumulativa como prisma causal del todo puede el ciudadano medio aspirar a un futuro material ascendente. Solo por medio de la negación política del individuo puede la esfera económica expandirse y prosperar.
La econocracia como sistema de gobernanza de nuestra estructura social de acumulación constituye el desarrollo lógico de un modo de producción que, experimentando serios problemas reproductivos bajo su configuración operativa actual, es incapaz de permitirse derivas sociales anti o extra-acumulativas. El impreso político de un ecosistema circulatorio que lucha por resolver sus desequilibrios orgánicos e intenta sobreponerse regresivamente al agotamiento espacial de la fuente de su dinamismo. Consecuentemente, podemos definir la economía política neoliberal como el ajuste socio-político y distribucional acontecido como consecuencia de una macroestructura sistémica bajo la cual la producción no puede expandirse más. Un cuerpo mecánico que se debate entre la violenta articulación del brazo financializado y una geografía real fagocitada por el poder de mercado y la represión distributiva. Una estructura circulatoria cada vez más polarizada y sobreacumulada en la que la deflación puede convivir perfectamente con la híper-riqueza. Donde, en respuesta a una crisis del volumen de apropiación modal del plusvalor, la represión política del trabajo y del Estado ha borrado a la gestión de la demanda del instrumental sistémico como medida de inyección de tracción desarrollista.
Frente a las dinámicas macroeconómicas que experimentamos hoy, son muchos quienes argumentan que la causa de nuestra impotencia expansiva radica en una demanda agregada teórica e institucionalmente desatendida. Una visión que, generalmente, tiende a contraponerse política y teóricamente a la receta sistémica neoliberal y que se auto-enmarca fuera de la frontera operativa de la estricta y anti-laboral gobernanza econocrática. Según este prisma, exceptuando el –artificialmente- desastroso puzle macroeconómico europeo, la economía global necesita del empoderamiento consumidor del ciudadano y del Estado para retomar la trayectoria alcista. Necesita que el sistema y su clero “economista” dejen de valorar en exclusividad las necesidades inmediatas del gran cliqué corporativo, tomen perspectiva y reconozcan la complejidad causal de la mecánica que compone y articula la reproducción del capital. El primer paso para dejar de errar en el diagnóstico y poder así reflotar el bote macroeconómico planetario.
Al contrario que dentro de la interpretación macroeconómica hegemónica, bajo la visión en la que la demanda agregada constituye la pieza central dentro del puzle lógico del estancamiento secular, la economía política neoliberal es, en esencia, un suceso socio-político coyuntural. Un secuestro temporal de la gestión sistémica por parte de las élites corporativas y financieras que ha derivado en una realidad distribucional completamente anti-económica. En base a esta interpretación, la solución causalmente lógica para abordar este peligroso bias pro-oferta pasa por cercenar la relevancia acumulativa de la reproducción financializada, reprimir la esfera gravitatoria del gran capital y empoderar una arquitectura distribucional bajo la cual el consumo público y privado puedan realmente re-activarse y prosperar.
Consecuentemente, el cóctel reformista propuesto pretende crear un contexto macroeconómico en el que la resurrección de la demanda agregada, en combinación con la imposibilidad reproductiva de abandonar la esfera real, cree un circuito económico capaz de abolir las raíces causales de la sobreacumulación. Un escenario en el que un vector de consumo reforzado genere su propia oferta modulando al alza los ratios de rentabilidad y reduciendo al mínimo el hoarding crematístico y distribucional dentro del sistema. En definitiva, al contrario que la doctrina que hoy definimos como capitalo-céntrica –la cual aboga por un mayor grado de extractividad como solución sistémica-, esta visión pretende contribuir a la expansión económica por medio de una distribución de la agencialidad sistémica más equitativa. Una fórmula causal que suele venderse políticamente como una solución de suma positiva.
Sin embargo, más allá de su discutible viabilidad técnica y contrariamente a lo que opina el normal interpretativo contemporáneo, por muy operativa y diagnósticamente distintas que puedan parecer, estas dos corrientes comparten una misma conceptualización de la agencialidad política y de la demanda económica. Optemos por la visión (post)Keynesiana de la activación consumidora o nos inclinemos por la perspectiva neoliberal de la manufactura de la prosperidad, ambas posiciones parten de una arquitectura teórica con respecto a la gestión de la satisfacción de la utilidad totalmente idéntica. Tanto la visión oferta-céntrica como el prisma “progresista” interpretan la expansión de la densidad material de nuestras sociedades como una derivada de la mejor o peor administración de las fuerzas internas del marco de la ley del valor. Como el resultado obtenido de un mejor o peor alineamiento de la distribucionalidad sistémica con las necesidades reproductivas del capital. Así, el mecanismo detrás de un ecosistema material ascendente radica en la administración eficiente del equilibrio entre el capital, el trabajo y el sector público. En la óptima gestión del aparato circulatorio –el dinero- y en la mejor regulación de las condiciones de acceso a las distintas espacialidades reproductivas. Ya sea en una dirección socialmente regresiva o mediante una ruta macroeconómicamente expansiva, el tablero operativo para ambos casos es esencialmente el mismo, con su misma lógica y sus mismas limitaciones.
De esta manera, compartiendo gran parte del diagnóstico con respecto a la espacialidad y centralidad de la arquitectura acumulativa, estas dos perspectivas difieren primordialmente en el posicionamiento temporal de los segmentos que componen el tracto reproductivo. Mientras que el foco pro-oferta otorga la primacía causal al ecosistema interno de la empresa –igual que el marxismo-, el sector “moderado” nos recuerda que no existe impulso reproductivo sin un vector de satisfacción de utilidad. Que sin demanda no hay rotación mercantil y por tanto ejercicio contable capaz de generar beneficio económico. Nos encontramos así ante dos conceptualizaciones del tracto acumulativo que dan a lugar a infinitos debates sobre las múltiples interrelaciones que existen entre el plano de la productividad, de la inversión, de la renta y del acto de consumo. Debates académicamente prolíficos cuyo valor antropológico real resulta, tristemente, totalmente nulo.
Esta –falsa- pugna interpretativa sobre los inductores causales de la prosperidad obvia deliberadamente que la demanda tal y como la definimos actualmente no es más que un componente auxiliar dentro de un circuito económico cuyo centro de gravedad se encuentra en el contexto socio-lógico del acto de producir. Toda producción dentro del ecosistema privado sirve ante todo a una “demanda” política primaria de la que depende causalmente para operar, la existencia de una producción orgánicamente vinculada a las opciones reproductivas del capital. El elemento fundamental que caracteriza nuestro potencial transformador del plano material. Sin contribuir a la dinámica acumulativa –sin rentabilidad- , no existe ni vector de demanda – la renta se deriva de una base productiva previa- ni vector de oferta. El beneficio económico constituye así un “peaje” socio-político y distributivo que toda la sociedad debe satisfacer en aras de emprender cualquier iniciativa económica –sostenible- dentro de la esfera operativa de la ley del valor.
En este sentido, la realidad crematística y el imperativo de la rentabilidad representan un marco econocrático disciplinario que tanto la ortodoxia neoclásica como la heterodoxia plástica comparten y defienden con la misma intensidad política. No existe ningún apéndice ideológico dentro de la corriente acumulativo-expansiva que abogue por abolir el hecho de que, para satisfacer las necesidades de consumo del ciudadano, la sociedad deba satisfacer antes el interés reproductivo del capital. Nadie denuncia la ley del valor como un esquema que impone una camisa de fuerza lógica a la satisfacción social de las necesidades del individuo. Nadie reclama la instauración de un prisma interpretativo político que nos ofrezca una perspectiva nítida sobre el círculo causal de la función económica y ello no solo oculta nuestro pasado histórico, también secuestra el futuro de una demanda funcionalmente liberada de cualquier condicionante social.
Siguiendo la dinámica macroeconómica paralela a nuestra historia política, la orografía ontológica bajo la cual el desarrollo material de las sociedades humanas ha tenido lugar como consecuencia de una mejor o peor administración de los elementos internos al ecosistema mercantil deviene cómica. La visión que tanto el prisma neoliberal como el del empoderamiento de la demanda agregada aprueban y operan únicamente constituye la representación causal del segmento socio-político más reciente de nuestra historia. Un episodio que, lejos de ser definitivo, nos ofrece una perspectiva sorprendentemente válida sobre el efecto acumulativo de la democratización de la agencialidad política. En esencia, el volumen de la iniciativa productiva constituye una derivada directa de la voluntad sistémica de quien ostenta gran parte de la agencialidad política dentro la sociedad. Se produce debido a una razón o necesidad vinculada al actor social productor de gobernanza y la lógica operativa para producir refleja la naturaleza misma de dicha supremacía.
En base a este marco, podemos trazar el desarrollo económico como la función material de la gradual democratización de la agencialidad sistémica –siempre y cuando exista la capacidad técnico-gestora-. En un principio, la híper-concentración subjetiva del poder en torno a un dirigente absoluto y un bajo nivel tecnológico-gerencial impidió la articulación de un vector de demanda (de utilidad sistémica) que revolucionara la geografía macroeconómica. Sin embargo, desde un principio, este candado estuvo predestinado a desintegrarse. En la medida en la que la reproducción del orden social de la polity vinculó el futuro del sistema al de su propia competitividad geopolítica, ello introdujo un mecanismo darwinista que inevitablemente otorgó dinamismo evolutivo a los distintos modos de producción. Como consecuencia de esta tensión, ante la trampa retroalimentada entre una pobre capacidad de Estado y una reducida base fiscal, la figura del gobernante absoluto encontró en el modelo de desarrollo descentralizado tributario-germánico una fórmula expansiva relativamente efectiva. El empoderamiento político de la clase mercantil que expandió el ámbito subjetivo de la gobernanza sistémica en aras de conseguir la base económica sobre la cual manufacturar rentabilidad militar.
El parlamentarismo reflejará la claudicación del ideal agencial híper-concentrado como método para producir expansividad macroeconómica en un contexto técnico-gerencial rudimentario. El monarca habrá descentralizado el activo diseño de la lógica para producir ante una red comerciante a la que ahora tendrá que servir con el fin de generar el ecosistema acumulativo que le permita desplegar un brazo fiscal y militar cada vez más capaz. Llegados a este punto, la lógica de la ley del valor contenida dentro de la esfera mercantil desplazará el gobierno gerencial puro como sistema de gestión de la economía y la clase propietaria se hará con el control político de la sociedad. En consecuencia, el imperativo de la rentabilidad –la utilidad reproductiva de la clase mercantil- y el bias pro-productividad dominarán por completo la esfera de la producción. La plasticidad subjetiva de la figura del capitalista provocará una explosión en el volumen y la escala de la realidad manufacturera y ello, junto con la paralela desposesión, derivará en un grado de movilización del trabajo nunca antes visto. La base funcional político-social de la ruptura magnitudinal con el orden maltusiano, la plataforma operativa de la revolución industrial.
Respecto a este episodio histórico, algo que la mayoría de economistas tiende a obvia deliberadamente es que nada de esta transición tuvo que ver con el deseo material o la voluntad política de las clases populares. La Gran Transformación y la revolución industrial no sucedieron porque la mayoría de la población buscara legítimamente aumentar sus niveles de consumo. Ambas acontecieron debido a que, por circunstancias varias, la subjetivamente rígida e híper-concentrada agencialidad sistémica feudo-monárquica transicionó hacia un modelo de gobernanza dominado por la propiedad privada de los medios de producción. Un relevo en la cima de la agencialidad política de la sociedad por el cual una la administración macroeconómica descentralizada y subjetivamente neutra impuso, en interés de la clase propietaria, un imperativo reproductivo al acto de producir. Un nuevo statu quo que, gracias a su solución del impedimento gerencial y por medio de la maximización de la producción rentable, nos llevó a la consecución de un plateau material de un orden de magnitud muy superior a cualquier normal hasta entonces conocido.
Sin embargo, la democratización parcial de la agencialidad política que devino en una nueva racionalidad para con el acto de producir y que catapultó el normal material de la especie humana hasta los estándares modernos nos dejó también un límite económico funcionalmente infranqueable. Bajo la ley del valor, la demanda agregada tiene como límite último el volumen de utilidad social cubierto y soportado por el dinero. Se produce para obtener un beneficio monetario, no para satisfacer necesidades ajenas a la realidad crematística. Este hecho, en la medida en la que la distribucionalidad crematística está íntimamente relacionada al acto de producir y teniendo en cuenta las limitaciones espaciales de la utilidad rentable, presenta una problemática reproductiva obvia. Un elemento que condiciona decisivamente el margen disponible para la expansión económica. El desafío al que tanto la vía neoliberal como –más difícilmente- la opción expansiva intentan responder teóricamente por una vía eminentemente intra-sistémica, mediante la modulación de los parámetros monetarios –salariales y del poder de compra- de la relación de producción. Nunca cuestionando el marco político que genera este muro al desarrollo.
El condicionamiento de la demanda agregada potencial a la reproductibilidad de la clase propietaria no es antropológicamente distinto al supuesto de la figura política feudo-absoluta. Fuera del interés socio-político de la clase dominante la economía no puede expandirse, la lógica política sistémica y sus arquitectura ejecutiva se lo impide. De esta manera, el volumen de utilidad que un ciudadano pueda ver satisfecho por la macroestructura productiva contemporánea siempre será sub-óptimo. Siempre estará funcionalmente supeditado al peaje político-distribucional que institucionaliza la figura del beneficio económico. La demanda agregada constituye así una variable sistémica pasiva condenada a operar muy por debajo de su máximo potencial real –utilitario-. Una fuerza económica completamente doblegada por un ecosistema interpretativo enteramente dominado por el estrato social que gobierna la función de producir.
Consecuentemente, podemos llegar a la -paradójica- conclusión de que, contrariamente a lo que el ideal econocrático neoliberal y heterodoxo nos pretenden hacer creer, la disciplina política es, irónicamente, la causa primaria de nuestro estancamiento económico. El totalitarismo invertido neoclásico y todo intento por empoderar al ciudadano como mero consumidor –y no como actor político decisor- constituyen los dos flancos de un mismo proyecto político. Un proyecto político-social de agencialidad sistémica segregada mediante el cual la esfera productiva siempre quedará encorsetada por un interés de clase subjetivamente concentrado. La ley del valor como el reflejo operativo del consolidamiento de dos utilidades institucionalmente jerarquizadas: la capitalista y la ciudadana.
De acuerdo con la lógica antropológica, el estancamiento secular no es un fenómeno que podamos caracterizar como un suceso provocado por la mecánica económica. Nuestra crisis es una crisis de agencialidad política. Una crisis que se deriva directamente del agotamiento del recorrido productivo vinculado al interés de la clase social que domina y monopoliza la agencialidad sistémica. Por su naturaleza, tanto la fórmula regresiva como la keynesiana son funcionalmente incapaces de dar una solución orgánica a este problema. Para que la economía pueda continuar expandiéndose, el sistema requiere de una agencialidad sistémica subjetivamente más amplia. La democracia, el ideal ilustrado por el cual el ciudadano es el centro causal de arquitectura social, constituye el antídoto funcional causalmente apropiado para atajar esta situación. El derrocamiento político de la econocracia. El fin de la disciplina política contemporánea y la abolición de cualquier conceptualización macroeconómica que no se apoye en una ontología político-social del impulso del desarrollo económico.
Consecuentemente, lejos de sacrificios o de políticas expansivas, para que la economía continúe expandiéndose, necesitamos el reconocimiento del peso agencial de cada ciudadano en el plano de la producción. La abolición de la jerarquía de utilidades que hoy estrangula nuestro output y nuestra productividad máxima por medio de ontologías absurdas. La entronación del valor de uso como piedra angular de la lógica macroeconómica y el aprovechamiento máximo de todos nuestros recursos técnicos y humanos. Si queremos articular prosperidad en términos de expansividad material en el siglo 21, debemos reproducir en nuestro tiempo la Gran Transformación que, mediante el reconocimiento político de la clase mercantil, multiplicó el número de utilidades sistémicamente legítimas que hizo posible la revolución industrial. El empoderamiento de la necesidad humana sin excepción ni condicionantes crematísticos que nos impulse hacia el horizonte manufacturero híper-productivo del futuro. La base política de la súper-demanda.
– Puedes apoyar a Anthropologikarl vía Paypal –