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Nada es Gratis: Complejidad Económica, Dinero y Civilización

La idea de que la ontología neoliberal es diametralmente opuesta a las máximas de la doctrina socialista es un punto de vista interpretativo bastante generalizado en el campo político contemporáneo. El neoliberalismo proclama la supremacía instrumental del dinero como el mecanismo motor de la espontaneidad humana, defiende la autarquía política individual y fundamenta su moralidad en una concepción escasa de la realidad material. Bajo el prisma neoliberal, todo en este mundo tiene su precio, nada es gratis. El imperativo del sacrificio es consecuencia directa de la dimensión natural de las cosas y el plano de la productividad marginal monetaria es el ideal de justicia más objetivo al que la especie humana puede aspirar. En un principio, parecería que esta construcción lógica es totalmente ajena a las bases causales que dan vida la receta socializadora. Pero, ¿es posible que el híper-monetarismo neoliberal pueda llegar a validar las tesis ontológicas socialistas?

Para responder a esta pregunta es necesario retrotraernos a los inicios funcionales del mercado. Los inicios de la explotación productiva escalar y la irrupción de la complejidad económica trajeron consigo en el plano social el abandono gradual de las relaciones político-productivas inter-personales. En su lugar, la nueva economía política de la gestión indirecta de la productividad impondría el inexorable ascenso de los mecanismos de coordinación de mercado regidos por el dinero. El instrumento monetario constituiría a partir de entonces el medio por el cual todo agente económico se integraría como una pieza más en un sistema de producción más denso, flexible, descentralizado y eficiente. Una configuración material que sentará las bases de un futuro en el que, aquellos que por su posición como gestores de los medios para producir controlan su reproducción, llegarán a monopolizar la dirección política de la sociedad.

Durante la Gran Transformación, el mecanismo de mercado vinculado al apetito reproductivo del capital gobernó la trayectoria arquitectónica de las sociedades modernas. Desplazo lógicas distribucionales y morales alternativas y provocó que la esfera del intercambio y del poder de compra colonizara un espacio social cada vez más profundo y extenso. Un espacio cognitivo en el que la ontología crematística alcanzará una posición interpretativa sistémica suprema como piedra angular del juicio y la interacción social. La ley del valor como el vector de lo posible y la métrica del mérito personal y la utilidad social.

Dentro de este marco ontológico, la combinación de una densidad material en crecimiento y la inescapable interacción mercantil instrumental entre seres humanos producirá otro de los pilares ideológicos de nuestro tiempo, la idea de la autonomía personal. La noción de independencia agencial dentro del sistema se deriva de la proyección mercantil de la persona. Una interpretación para la cual todo sujeto constituye un átomo productivo que navega una geografía monetaria con la que interactúa por medio de la creación o parasitación del valor. La geografía ontológica sobre la cual se erigirá después la noción de la responsabilidad individual, la pieza central de la moral pública de nuestro tiempo.

La primacía ontológica de la dimensión crematística y la noción de la autonomía operacional sistémica total del individuo alcanzaron su cenit interpretativo social con la revolución neoliberal de 1980. La nueva concepción de lo social, apoyada en la arquitectura conceptual de la libertad negativa y firmemente anclada al monetarismo más restrictivo, nos inculcó que no existe legitimidad política más allá de nuestro poder de compra. El cambio socio-productivo debe ser gobernado por las preferencias de consumo y todo intento por cambiar la realidad por medios alternativos constituye una injerencia ilegítima que subvierte la libertad individual de personas terceras. El poder del acto de consumo determinado por la renta representa la cuantificación crematística de la justicia, la contribución personal a la dinámica acumulativa cuyo vórtice causal se encuentra en la mejor satisfacción de las necesidades humanas. Una relación de base religiosa por la que todo placer humano debe ir precedido por un episodio de sacrificio personal. Austeridad, ética de trabajo y la distribucionalidad propia del modo de producción capitalista constituyen así los requisitos fundamentales de cualquier marco socio-económico que combine libertad personal, justicia objetiva y progreso socio-económico centrado en el mejor servicio –indirecto- de la sociedad.

Consecuencia directa de la ontología neoliberal-neoclásica será la negación funcional y política de la figura del Estado. El Estado se nos presentará como una entidad necesariamente parasitaria cuya única función es la de desvirtuar salvajemente el marco de la libertad negativa. Un asalto a la autonomía agencial de la persona que opera con el agravante de articular movimiento político extra-mercado financiado por medio del saqueo injustificado del sector privado. Una organización inherentemente incompatible tanto con el concepto de autonomía operacional sistémica del individuo como también con la proyección política exclusivamente transaccional-mercantil.

Al constituir un sujeto político que dispone de agencialidad sistémica ajena a la realidad del dinero –la soberanía-, el Estado está condenado a desvirtuar el orden cósmico de la moral penitente. Bajo la concepción monetaria cerrada de la economía, el Estado es una entidad que gasta lo que no genera mediante la satisfacción comercial de necesidades. Es un free-rider cuya única utilidad es la de gestionar redes de relaciones clientelares. Un agujero negro de arbitrariedad, colectivismo y agencialidad ajena a la justicia distribucional de la satisfacción mercantil que debe ser reprimido en aras de un desarrollo social más armonioso. La fuerza ideológica detrás del sistemático crecimiento relativo de la riqueza privada que ha deformado el equilibrio fordista de la economía.

Al contrario de lo que podría parecer, la deriva neoliberal de la historia en la que la centralidad de la autonomía individual crece paralelamente a la importancia instrumental del dinero no es un diagnóstico antagónico a la cosmovisión del campo socialista. Que el plano monetario haya ocupado casi en su totalidad el espacio económico entre el individuo y sus deseos materiales es un punto de partida conceptual perfectamente compatible con las tesis de la economía política crítica. De hecho, la geografía causal que justifica el distópico modelo social del neoliberalismo puede construir una defensa del socialismo más clásico sin necesidad de emprender un viraje interpretativo de calado.

Para entender este mimetismo ideológico debemos atender a la evolución histórica reciente de la geografía de la producción humana. Ambas doctrinas parten de un sustrato productivo-escalar común, el de la complejidad económica como la plataforma material de una sociedad de una alta productividad. Parten del vínculo interdependiente que surge del activo gobierno de la especialización productiva en aras de diseñar tractos productivos más eficientes. Un contexto escalar por el que  todo producto que consumamos hoy contiene infinidad de componentes manufacturados e integrados en cadenas de suministro transnacionales. Un grado de interdependencia sin el que es imposible concebir nuestro actual nivel de densidad material.

Si operáramos en un contexto productivo pre-civilizacional en el que todo aquello que separa a un individuo de la satisfacción de sus deseos materiales fuera un tortuoso proceso manufacturero auto-suficiente, tanto el ideal organizacional social neoliberal como el socialista se volverían teóricamente inaplicables. El concepto de autonomía personal como unidad productiva agencialmente independiente dentro de un sistema regido por el dinamismo de la ley del valor no tendría sentido y la realidad instrumental relacional del dinero carecería de sustrato funcional alguno. El diagnóstico de la explotación no podría concurrir y la democratización del gobierno de los medios para producir no alteraría en ningún caso el statu quo material ni político existente. Ambos ideales parten pues de un supuesto material equivalente ligado a la productividad, el desarrollo gradual de escala y coordinación económica que integra toda sociedad moderna.

Bajo el sistema monetario de la ley del valor, dicha coordinación crea una concepción ontológica del tráfico productivo que justifica la imposición del manto narrativo y real de la escasez. Un juego de suma-cero distribucional donde la interdependencia productiva no se traduce en marcos manufactureros armónicos-cooperativos, sino en esquemas competitivos donde la geografía del dinero obliga a los distintos actores económicos a perfeccionar el sangrado crematístico de todo su entorno. Así, la optimización del posicionamiento propio dentro de un marco de interdependencia de suma-cero distribucional por imperativo monetario, obliga a que toda unidad productiva deba reprimir la distribucionalidad –en dinero- ad-extra de sus procesos. El perfeccionamiento de la capacidad de reproducir masa monetaria dentro del tracto productivo es pues el motor de la explotación tanto en su plano salarial, como en el del poder de mercado para con sus clientes –sean estos consumidores finales o no-. La también fuente causal última de los límites de la utilidad rentable, el marco operacional por el cual sin valores de cambio simplemente no existe producción.

El producto ideológico de la administración monetaria de la escala económica constituye, inevitablemente, el refuerzo moral de las mismas cualidades sistémicas que le otorgan su distintiva naturaleza. Un recordatorio implícito de las características de sus mecanismos internos y una oda a los resultados distribucionales de una red productiva económica gestionada por el dinero. Así, el “nada es gratis” que se empuña contra toda ambición distribucional del trabajo nos inculca que satisfacer nuestros deseos materiales requiere de una vinculación total a la realidad distribucional del modo de producción capitalista. Una realidad donde el reconocimiento absoluto de la autonomía agencial de unidades productivas terceras las legitimará para imponer su interés egoista sobre el individuo trabajador, donde el valor social de este dependerá de su capacidad para contribuir a reproducir masa monetaria y donde todo esquema relacional que gobierne la satisfacción de una necesidad –sea acumulativa o humana- estará mediado por la lógica crematística. Capacidad de obrar mercantilizada que hoy llamamos libertad.

La arquitectura socio-económica neoliberal en la que las coordenadas sistémicas de la libertad agencial más absoluta giran en torno a una híper-interdependencia de cuyo epicentro emanan infinidad de relaciones mercantiles nos describe una realidad paralela a que podemos encontrar en las raíces teóricas del socialismo. En estas, la realidad productiva moderna en la que la escala económica combina la centralización de los vectores de la producción con la interdependencia logística constituye el punto de partida de la concepción colectiva de la economía. Precisamente, el paradigma socialista debe su lógica causal al hecho de que, a medida que la productividad construye puentes económicos cada vez más complejos, la realidad socio-económica tiende a integrarse con una intensidad cada vez mayor. Los centros de trabajo ya no son unipersonal-artesanos, sino sistemas de producción masivos que proveen a aglomeraciones urbanas en desarrollo. Todo producto avanzado requiere de cadenas de suministro cada vez más extensas en las que participan un número creciente de actores económicos y el otrora vínculo entre el trabajo y las necesidades propias ha –necesariamente- desaparecido.

El socialismo interpreta que, en un sistema de un grado de interdependencia tal, no puede existir un fraccionamiento de la legitimidad para con el plano económico. La realidad escalar provocaría el aplastamiento efectivo de derechos individuales por medio de la asimetría propietaria –la base de la relación salarial- y todo intento de crear marcos de coordinación de la interdependencia por medio del dinero terminarán por entronizar sistémicamente a quieres ostenten la capacidad de reproducirlo –incluidos los cooperativistas-. Es por ello que la métrica de la productividad marginal resulta aquí inaplicable, pues hablamos, en esencia, de relaciones de poder. La única manera de instituir un esquema gestor de la complejidad económica que respete la autarquía política individual es la democracia económica. Por ello su crítica es doble, es una crítica la realidad distribucional emergente derivada de un marco de propiedad en un contexto escalar avanzado y es una crítica también a la gestión monetaria de la interdependencia. Si la nueva realidad productiva crea asimetrías distribucionales ilegítimas y grados de intedependencia totales, la solución es totalizar también la esfera política de la agencialidad individual.

En ese sentido, el tándem de la independencia política y centralidad de la instrumentalidad del dinero que dio vida al paradigma neoliberal no hace sino plasmar esta tensión irresuelta. Cuando se proclama que “nada es gratis” no se hace otra cosa que atestiguar que, para la satisfacción de cualquier necesidad en la actualidad, la autosuficiencia no es práctica. Necesitamos de la coordinación de infinidad de vectores de trabajo para crear hasta los productos más simples. El plano monetario expone que nadie puede resolver su problema económico por su cuenta, necesita de la comunidad para gestionar un alto nivel de densidad material. El Estado, como los propios neoliberales accederían a certificar, no es fuente tampoco del flujo de valor económico principal. El centro de gravedad de todos los esquemas relacionales está en el trabajo, ya sea en el “sector privado” o en el público.

En consecuencia, el ascenso de la coordinación híper-mercantilizada neoliberal no es más que el reconocimiento de un creciente grado de colectividad de la realidad macroeconómica. Una realidad que interpretativamente nunca abandona el plano contable pero que materialmente expone interacciones económicas en las que cada vez más personas toman parte. El escenario sobre el que el socialismo espera engendrar nuevos mecanismos distribucionales que objeten el papel de la propiedad sobre la escala económica moderna y el gobierno crematístico de la interdependencia mediante el cual se impone un marco de suma-cero político y material general. Bajo la máxima de que “nada no requiere trabajo”, la autarquía agencial abandonará la proposición neoliberal pasiva y dependiente para convertirse en una institución activa e interdependiente por medio del voto. La escala e interdependencia extrema moderna justificará que todos, como productores, sean propietarios del todo. Una reorganización del plano político de la complejidad económica moderna que sustituirá el ineficiente sistema –monetario- de satisfacción accidental de las necesidades humanas por un mecanismo activo, directo y dirigido. Donde el plano crematístico y sus complicaciones dejarán de existir, pero no las relaciones económicas que le otorgaron su primitiva lógica funcional.

Si hay algo que podemos aprender de la pugna entre el modelo de gestión de la escala y la interdependencia neoliberal y su equivalente socialista es que, si la civilización es el resultado de la creciente integración económica que provoca la búsqueda de la productividad, esta deberá, llegado el momento, reinventarse para poder mantener el estandarte del progreso social. Prescindir tanto de la noción de la propiedad no colectiva como también del dinero como órgano gestor de la interdependencia vinculado a la producción. Escalarmente, la civilización será socialista o no será.

 

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