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Una Breve Historia del Liberalismo: ¿Es Posible la No-Explotación?

Podemos definir la explotación como la relación entre dos o más personas por la cual un polo, el explotado, cede la gestión de toda o parte la vectorialidad de su trabajo al otro sin contraprestación alguna. Y entendemos la vectorialidad del trabajo como la determinación del objeto al cual se le aplica este, a la determinación del tiempo en el que esto ocurre, a la determinación de la razón por la que esto ocurre y al dictado de la distribucionalidad del resultado productivo de su aplicación. Esta relación puede ocurrir tanto en el marco de una relación de fuerza como también de una relación consentida, sea este consentimiento válido o manufacturado por terceros. Dado que, salvo en contadas excepciones, la realidad material solo puede ser transformada mediante el trabajo humano en aplicación o no del resultado del trabajo humano -herramientas-, la relación de explotación es, generalmente, el marco que define la relación entre productores -trabajadores-  y rentistas. Entre quienes crean la riqueza y quienes gestionan su creación mediante la negación política del contrario. Entre quien produce valor-trabajo y quien administra el trabajo ajeno en su propio beneficio. La base ontológica de una realidad social en la que conviven clases sociales caracterizadas por sus asimétricas posiciones con respecto al acto de trabajar y a sus circunstancias.

La explotación es una relación que no está vinculada per se a un sistemas socio-económico o a un modo de producción. Y es independiente de la naturaleza del sujeto que la gobierne o institucionalice, sea este el Estado, un colectivo definido por la propiedad de los medios de producción, la raza, el sexo, la edad, la potestad monetaria o incluso la especie. En ese sentido, la búsqueda de la emancipación, la fusión del polo productor con la gestión activa de la vectorialidad del trabajo, puede tomar infinidad de formas. Podemos hablar de revueltas esclavas, revoluciones anti-feudales, socialistas, feministas o anti-coloniales. El fondo económico extractivo es el mismo y este es siempre un espacio político. Lo que definimos como «la economía» es el reflejo material de un orden social, no una verdad independiente de la dimensionalidad conflictiva política. Si la Ilustración y el liberalismo tienen como objetivo el exterminio de la renta extractiva y la emancipación en términos antropocéntricos, cabe entonces preguntarse, ¿es posible crear un contexto socio-económico en el que no exista explotación?

La respuesta más simple e inmediata es negativa. La razón es que, si bien la dimensión de las ideas es virtualmente ilimitada y los conceptos allí carecen de muchas restricciones, la realidad material está sujeta a innumerables condicionantes de los que no es posible escapar. Al menos al nivel de desarrollo tecnológico en el que hoy nos encontramos. Para articular densidad material, lo que generalmente consideramos como riqueza, es necesario generar productividad. La productividad es, como norma general, una función de la gestión de la escala y la escala es, a su vez, una derivada de la complejidad e interconectividad de la red productiva. Este hecho supone que, si queremos maximizar nuestra producción al tiempo que optimizamos nuestra huella termodinámica -siendo eficientes-, estaremos vinculados, queramos o no, a una estructura productiva cada vez más centralizada. Y ello plantea una serie de problemas. De hecho, esta consecuencia es la base material del nacimiento de la fórmula estructurada en el marxismo frente al recetario liberal originario.

Las revoluciones liberales nacieron como respuesta a la explotación de base feudal-personal, al poder real y a su legitimidad para con toda la geografía económica. Un control de la vectorialidad del trabajo articulado mediante la herramienta fiscal y la jurisdicción gremial y terrateniente. En este contexto, la operatividad sin injerencias impositivas o funcionales dentro del mercado es sinónimo de emancipación. En este contexto, la libertad del dueño de los medios de producción es sinónimo, en gran medida, de un mercado libre de rentas. La fuente ontológica del concepto originario del libre mercado. Y ello es así porque en el s.XVIII, más allá de los terratenientes a los que el liberalismo se opone, no existen capitales lo suficientemente grandes como para centralizar la producción y en consecuencia también el trabajo. En otras palabras, en un mundo caracterizado por «compañías» unipersonales, la relación de producción capitalista -de control del trabajo ajeno- no existe o no tiene la masa crítica suficiente como para dar a luz a una crítica liberal a su naturaleza. Esta es la realidad de Adam Smith. Una realidad para la cual la teoría del valor-trabajo no articula ni puede articular una crítica anti-capitalista consolidada. En su lugar, el centro de gravedad emancipador gira en torno a la relación feudal. A aquellos que por su condición noble son capaces de dirigir la vectorialidad del trabajo ajeno sea este campesino o mercader. Por ende, su fórmula emancipadora contendrá todo aquello que impida el flujo extractivo de esta configuración socio-económica. La crítica Smith-iana se centrará en liberar a la clase productora de las imposiciones funcionales gremiales, la división del trabajo como fuente de libertad y prosperidad. Se centrará en el laissez faire mercantil, el trabajador como gestor de su propia vectorialidad laboral. En el libre comercio como extensión de la voluntad de las personas y en las bondades de la competencia como motor agencial de la prosperidad.

Si bien esta receta constituye el tronco principal del liberalismo primitivo, sus defensores no se quedaron ahí. Ya entonces Smith y Ricardo argumentarían que el establecimiento de una propiedad excluyente sobre los medios de producción y el -alto- beneficio empresarial son fuentes de miseria humana. Expondrían el giro capitalocéntrico y plutocrático del Estado. Defenderían un control exhaustivo del poder de mercado del comerciante y dejarían bien claro que un mercado libre es, también, incompatible con los esquemas rentistas derivados de la nueva geografía propietaria privada. Al hacerlo, aquellos que construyeron las bases de la economía política como disciplina en esta fase transicional, estarían anticipando la naturaleza de un nuevo modo de producción. Un nuevo sistema socio-económico que se fundamentará y reproducirá en una realidad productiva de una base escalar más sofisticada. El capitalismo.

La relación de producción capitalista fue posible gracias a la gradual centralización de la producción, a un incremento de la escala en la que el ser humano era capaz de crear cosas. La base material que hizo posible la explosión de la riqueza agregada disponible a partir de la segunda mitad del s.XIX. El mundo occidental pasaría de operar bajo el marco de la “compañía” unipersonal del universo Smith-iano a la temprana fábrica decimonónica. De la extractividad feudal minorista “por la gracia de Dios” a un esquema rentista basado en la propiedad de las unidades de producción escalares. En la institucionalización de una relación de dependencia de la que posteriormente se deriva la apropiación capitalista del valor-trabajo. Con esta transición, la clase productora habrá sido desplazada a unas coordenadas socio-económicas en las que quedará funcional y políticamente subsumida a la estructura de poder de una nueva clase dirigente. La reproducción de una sociedad de clases en la que, lejos de acceder a un grado de espacialidad política expandido, la clase productora será nuevamente privada de la capacidad de gestionar la vectorialidad de la acción de trabajar.

En este contexto nacerá el recetario socialista, el instrumento ilustrado mediante el cual los autores del momento pretenderán cortar los tractos extractivos ilegítimos de su tiempo. Un ideario que combatirá las relaciones de poder y la distribucionalidad de un modo de producción que ahora gobernará una geografía económica marcada por una alta centralización de la producción y una mejor aplicación escalar del trabajo. Inicialmente, el socialismo Ricardiano y la tradición Owenista apostarán por el cooperativismo como vía para abolir este nuevo marco de explotación. La razón de esta respuesta teórica será muy simple. Por entonces, en la fase competitiva del capitalismo de principios del s.XIX, la geografía productiva estará compuesta por capitales de un tamaño relativamente modesto. Ninguna unidad de producción -asociación mercantil- tendrá el poder suficiente como para imponer resultados distribucionales al resto de la sociedad mediante su poder de mercado. Por consiguiente, el cooperativismo será la fórmula perfecta para solventar tres problemas mediante un solo instrumento. Una geografía cooperativa conservará la libertad mercantil. El instrumento cooperativo emancipará a los trabajadores frente a un Estado extractivo por medio de un mercado en el que estos retendrán el control sobre la vectorialidad y distribucionalidad tanto de su trabajo, como también sobre el resultado material del mismo. Por razones prácticas obvias, la existencia de los tributos sería la excepción a esta regla. Al mismo tiempo, la cooperativa abolirá la explotación que tiene lugar también intra-mercado. Desarticulará la relación de producción capitalista por la cual, en la vida mercantil, los trabajadores son privados de ser dueños de la vectorialidad de su esfuerzo. Por último, la cooperativa institucionalizaría una gestión de la nueva escalaridad relativamente horizontal pero también ordenada. Esto convertirá a la doctrina cooperativista en un esquema más práctico que el resultante de la aplicación de las tesis del incipiente anarquismo. Una doctrina para la cual el antropocentrismo radical impondrá costes transaccionales astronómicos a la articulación de coordinación escalar. En cierta medida, el cooperativismo pudo haber sido considerado como el concepto “Fin de la Historia” de su tiempo. La solución a todos los problemas extractivos de la época y un mecanismo de gestión eficiente del incipiente potencial escalar.

Pero el desarrollo de las fuerzas productivas no se detendría en el espectro socio-económico en el que el cooperativismo tuvo su momento de aplicabilidad total. La revolución industrial lo cambiaría todo. Utilizando la teoría del valor trabajo como hilo conductor, Marx adaptó el recetario liberal a esta realidad. A la sociedad industrial. Volvió a constatar, por si hiciera falta, que la propiedad -del capitalista- no es fuente de valor alguno y que, por ende, el beneficio empresarial, la base de la acumulación, no es más que el resultado de la utilización de una masa de trabajo no remunerada. Expuso cómo la legitimidad extractiva feudal emanada de la consanguinidad y la teología había sido sustituida por una relación de dependencia funcional entre una clase propietaria y una clase obrera desposeída. Una relación de dependencia que, lejos de legitimizar la apropiación del beneficio por parte del capitalista -por poner los medios para producir-, refleja un marco de producción diabólico por el cual el trabajador es un constante rehén de su propia creación: el capital.

Marx produciría su crítica a los paradigmas de la economía política de su tiempo en un contexto productivo en rápida transformación. Toda su obra puede resumirse como un intento por demostrar la obsolescencia práctica tanto del recetario liberal primitivo, como también de la solución cooperativa. Un intento por construir una respuesta ilustrada anti-rentista adecuada a una geografía escalar en la que la compañía mercantil ha alcanzado unas proporciones tales que resulta imposible desvincularla de la sociedad -en su conjunto- sin crear nuevos escenarios rentistas. Es aquí cuando el socialismo Ricardiano, eminentemente asociativo y cooperativista, dará paso a su reinterpretación Marxista. Marx entenderá y sistematizará en su obra las distintas corrientes lógicas de la dimensionalidad acumulativa. La centralización y expansión del ratio de capital, esencialmente la construcción de escala en busca de productividad, será la base del movimiento temporal de un sistema que, lejos de ser estático, constituye una entidad que se regula dinámicamente. El propio Marx accederá a este descubrimiento gracias a la perspectiva que le habrá otorgado una trayectoria centenaria de desarrollo capitalista, particularmente las experiencias relativas al salto escalar de la revolución industrial. En base a esta noción, Marx trazará el catastrófico final de un sistema cuya contradicción originaria será la fuente de una inevitable y creciente disfuncionalidad. El hecho de que -a la larga- los incrementos de productividad repercutan en un escenario depresivo y anti-obrero cada vez más intenso, invalidará los recetarios liberales previos. Habrá entonces que buscar una solución distinta y potencialmente permanente a la cuestión escalar y a la gradual centralización del trabajo. Esa respuesta, argumentará Marx, será el comunismo.

El comunismo se presenta como el instrumento socio-económico de alta flexibilidad institucional capaz de ofrecer un marco de agencialidad política y económica que garantice la nulidad de los marcos rentistas previos. Para Marx el marco de la explotación capitalista es un marco de clase y por tanto este constituye un flujo extractivo indivisible. La idea de la indivisibilidad no solo encuentra su razón de ser en la complejidad e interdependencia causal de la geografía social que existe más allá del trabajo, sino también en la problemática  politico-económica que se deriva de la gradual centralización de la producción. Si, por ejemplo, una unidad productiva gestionada por sus propios trabajadores controla el 50% del comercio online, entonces estos podrán imponer su poder de mercado y crear un escenario extractivo con el que extorsionar distribucionalmente al resto de la sociedad. Consecuentemente, la teoría marxista concluye que el desarrollo de las fuerzas productivas y la compleja causalidad extra-económica sentencian al cooperativismo a recrear en su aplicación el marco rentista que pretende destruir.  Al fin y al cabo, afirma la doctrina marxista, el iusnaturalismo ilustrado reconoce la misma agencialidad política a todas las personas. Una agencialidad agregada que solo puede ser acomodada si es la sociedad en su conjunto la que gobierna la realidad productiva de una manera mancomunada.

Dentro de ese concepto de gobernanza de la economía, el marxismo introducirá por primera vez una crítica a lo que otrora se consideró un instrumento de liberación obrera frente al control feudal de la vectorialidad del trabajo. Previamente y por razones obvias, el liberalismo entendió la ley del valor -la mercantilización- como un medio por el cual democratizar la geografía económica. Un esquema por el cual el espectro de necesidades cubierto mediante la producción dejaría de estar vinculado a la realidad personal-sanguínea feudal para depender de vectores de consumo articulados en torno un medio independiente de las condiciones subjetivas de la persona, el dinero. El marxismo criticará esta máxima. Bajo el prisma marxista, el dinero habrá impuesto una geografía subjetivamente neutra, pero su articulación en ningún caso será independiente de las necesidades reproductivas del modo de producción capitalista. Por medio del control sobre su distribución -endógena y salarial-, el capitalismo habrá convertido al dinero en la correa de transmisión de su relación con el trabajo. En la base de la gestión de su explotación. El dinero exigirá que sea el valor de cambio, la rentabilidad, quien determine la legitimidad de existir de las cosas. Solo se producirá aquello que sea rentable en términos de acumulación monetaria. El dinero es pues un mecanismo de suplantación de la agencialidad política iusnaturalista, del derecho a gestionar la realidad económica inherente a la persona. Bajo el marco de la ley del valor, la agencialidad política está entonces supeditada al servicio del interés acumulativo, al servicio del interés del guardián distribucional del dinero. Para el marxismo, un modelo que utilice el valor de cambio para desvincular la dimensión distribucional de la satisfacción de los valores de uso expresados democráticamente nunca será digno de poder llamarse liberal y por ende ilustrado. Aun así, el marxismo evitará concretar las vías de materialización de este hipotético sistema y dejará abierta la puerta a un debate democrático ulterior sobre la realidad mercantil de una sociedad post-capitalista.

Por último, en lo que respecta al plano institucional, el marxismo reproducirá los miedos del liberalismo clásico y recelará del Estado como piedra angular de la vida social. La toma del Estado será testigo del reconocimiento de su practicidad en la pugna extractiva, pero el ideal comunista tendrá como objetivo último su abolición -la abolición de su raison d’être marxista para ser más precisos-. El ideal anarquista incorporado en el manifiesto será un constante recordatorio a futuro sobre la capacidad humana de generar esquemas extractivos ajenos a la ley del valor e independientes de la figura del capitalista. Un recordatorio particularmente valioso para aquellas generaciones que hayan perdido el contacto interpretativo con la realidad que dio vida teórica al liberalismo económico.

Llegados a una hipotética realización del ideal comunista, cabe preguntarse si la sociedad resultante de la aplicación de la democracia económica podrá al fin considerarse libre de toda explotación. La respuesta es, de nuevo, negativa.  La  razón se deriva de la misma tensión estructural entre la escala económica y la escala de la circunscripción democrática que descartó al cooperativismo como «Fin de la Historia» liberal. Si la sociedad en su conjunto decidiese en ejercicio de sus derechos el contenido material del agregado de los valores de uso a satisfacer, entonces el polo perdedor de la votación estaría sometido a una vectorialidad de su trabajo impuesta por un grupo tercero. Evidentemente, la naturaleza de una imposición articulada mediante un proceso democrático no es la misma que aquella en la que la imposición se lleva a cabo mediante un procedimiento en la que un sujeto no tiene ni voz ni voto. Pero ello no elimina el hecho de que una persona sea efectivamente desposeída del control sobre la vectorialidad de su trabajo. En puridad teórica, la respuesta a la problemática cuestión de la heterogeneidad política pasa por la descentralización. Mientras que el anarquismo lleva este arreglo conceptual al extremo, el marxismo se sitúa en una ambigüedad deliberadamente buscada. Sorprendentemente, ambos obvian que la puridad ideológica impone un alto coste material a toda la sociedad.

El coste de optimizar teóricamente a la impresión material de la Ilustración es el que se desprende de impedir en mayor o menor medida la explotación óptima del desarrollo escalar de nuestra geografía productiva. Si, hipotéticamente, fuéramos a crear un esquema por el cual la proyección de nuestra agencialidad política fuera homogénea, necesitaríamos tantas esferas productivas como combinaciones de preferencias en valores de uso pudieran emerger. Nacería entonces una realidad productiva kafkiana, irrealizable y tremendamente ineficiente. En consecuencia, seríamos relativamente más pobres. Nada ejemplifica el fundamentalismo liberal en lo relativo a esta cuestión como el miedo a la figura el Estado compartido por todas y cada una de las ramas del pensamiento ilustrado. Una sociedad comunista nunca será capaz de articular tanta riqueza material como un socialismo democrático de explotación «legítima» que haga uso del instrumento de desarrollo más sofisticado que la especie humana haya diseñado jamás: el Estado. Irónicamente, tanto la explotación como la potencial no-explotación acaban imponiendo restricciones de naturaleza material a la sociedad, por muy distintas que sean en sus características. ¿Estamos condenados entonces a una diabólica elección entre dos polos imperfectos?

En términos de explotación puros sí, pero es posible que el mismo concepto de la explotación pierda todo su sentido material en el futuro. Si la especie humana es capaz de crear una arquitectura productiva totalmente robotizada mediante el desarrollo de una inteligencia artificial avanzada, la problemática anteriormente descrita adquirirá un significado completamente distinto. Ya no hablaremos de la noción trabajo-céntrica de la explotación, sino de nuestro derecho individual a determinar qué producen los robots. La noción teórica del valor-trabajo debatiría ahora sobre el grado de agencialidad política y los derechos de una IA altamente capaz, sobre la cuestión C3PO. Ningún humano trabajaría bajo una vectorialidad impuesta por un tercero porque, simplemente, nadie haría uso de su propia fuerza de trabajo. Sin embargo, esta post-explotación humana no alteraría el dilema entre el problema emancipatorio y la cuestión escalar. La robotización traerá abundancia, pero no riqueza infinita -suponiendo que tengamos necesidades expandidas y que esta cuestión importe-. Los robots eliminarán la cuestión Veblen-ita, pero introducirán nuevos debates sobre la legitimidad política, la gestión de la escalaridad y, muy especialmente, sobre qué nos hace humanos.

Trazar la trayectoria teórica de la plasmación material de los ideales de la Ilustración a través de la escalera de la escalaridad nos permite desarrollar una perspectiva sumamente valiosa para juzgar tanto nuestro presente, como también nuestro futuro. En base a ésta, podemos concluir que crear debates abstractos que giren en torno a la contraposición de los recetarios liberal-clásicos, cooperativistas y marxistas carece de un valor heurístico alguno pues responden a escenarios materiales distintos. Podemos concluir también que dicha tríada tiene como base común la utilización analítica de la teoría del valor trabajo para exponer los marcos rentistas hegemónicos de su tiempo. Aquellos que, posteriormente, sus recetarios aspirarán a abolir. Igualmente, podemos exponer la absurdidad de contraponer el comunismo con el liberalismo, de vincular el marxismo con el estatismo, de operar bajo un binomio único entre la explotación y el capitalismo o de separar la libertad individual del temido “colectivismo”.

Analizar la historia del pensamiento económico ilustrado es particularmente útil para despiezar teóricamente a quienes hoy legitiman en nombre del liberalismo la ambición acumulativa de una clase rentista desenfrenada. Nadie que se auto-defina como liberal puede prescindir de la teoría del valor-trabajo para guiar su análisis material. La teoría del valor-trabajo es el instrumento de identificación de la renta, y no es posible entender el liberalismo sin su concepto fundacional. No es posible tampoco entender que la libertad solo puede tener un sentido «liberal» si esta va asociada a quien es el sujeto productor. «Roma creó a los hombres más libres de su tiempo» que diría Smith. Defender  en el s.XXI la aplicación de los principios liberales primitivos Smith-ianos equivale a prostituir deliberadamente la lógica y los fundamentos políticos del liberalismo con el fin de expandir la hegemonía extractiva capitalista. A nadie que se autodenomine liberal se le ocurriría en ese sentido defender la extracción confiscatoria tributaria como vía emancipatoria frente al binomio de las cadenas y el látigo, y sin embargo esta es nuestra realidad política. No cabe pues defender como liberal la libertad del explotador, porque ello repercute en una mayor opresión del oprimido (Smith). Finalmente, resulta profundamente anti-liberal intentar hacer creer al público que la esfera económica es una realidad ontológicamente separada de la agencialidad política. El liberalismo es precisamente la doctrina que reconoce al ser humano una legitimidad iusnaturalista para con su entorno social en su totalidad, político y material. Legitimidad que no conoce de barreras lógico-conceptuales y que desde luego no está sujeta a la geografía del dinero.

Tristemente, nuestra sociedad no ha alcanzado si quiera el grado de desarrollo político suficiente para ser consciente de los avances teóricos que la búsqueda de la emancipación produjo siglos atrás. Para ser capaz de echar mano de la noción de la explotación y transformar, en consecuencia, su realidad económica y social. Ello sin embargo no nos impide teorizar sobre el futuro del liberalismo en un escenario escalar, tecnológico y democrático avanzado. En un contexto en el cual el mismo concepto de la explotación pueda no volver a tener el mismo significado. En un normal político en el cual el dominio del trabajo ajeno pueda no ser la piedra angular de una sociedad de clases (humanas). Un futuro post-Veblen-ita de semejante abundancia en el que incluso ser explotado pueda no tener la más mínima importancia. De lo único de lo que podemos estar seguros es de que estos dilemas políticos pertenecen a un futuro muy (muy) lejano.

 

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7 respuestas a «Una Breve Historia del Liberalismo: ¿Es Posible la No-Explotación?»

¿Qué acepción de Heurística utilizas cuando dices: La indivisibilidad no solo encuentra su base heurística en la complejidad e interdependencia causal de la geografía social que existe más allá del trabajo, sino también en la problemática politico-económica que se deriva de la gradual centralización de la producción?
Gracias

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[…] La base política de esta relación son dos sistemas de explotación del trabajo circunscritos a dos clases dirigentes de distintas naturalezas cuyo dominio trófico institucionalizado tiene también un reflejo en el ámbito de la producción. Consecuentemente, en un modo de producción no sujeto a una estructura política de clase, -como es el caso de la arquitectura socialista-democrática-, no existe otra lógica represora de la voluntad productiva individual que aquella que se deriva de la maximización de la voluntad democrática. La única excepción a esta regla es que, en aras de minimizar la explotación legítima, dicha sociedad opte por una descentralización escalar. […]

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