La sociedad del siglo 21 se caracteriza por cabalgar políticamente la tensión entre una conciencia indignada cada vez más intensa y el conservadurismo ontológico más inflexible. De alguna manera, somos capaces de intuir que los resultados sociales, distribucionales e incluso medioambientales de nuestro tiempo son inherentemente injustos. La asfixiante (y asimétrica) deriva socio-económica actual nos enfurece, la inacción ante el calentamiento global nos escandaliza y perdemos las formas ante la falta de soluciones que nos ofrecen “los políticos”. Aun así, llegado el momento, somos conceptualmente incapaces de presentar lógicas alternativas que rompan con esta contradicción; de imaginar tractos causales que no generen aquello mismo que pretendemos erradicar.
Derivada por esta impotencia, frente al tribunal de la ortodoxia, nuestra mente opta sistemáticamente por tirar la toalla. Por aceptar la resignación como el hilo conductor de su ethos político-social. En el contexto actual, la creciente distancia entre nuestra aproximación a la realidad y el giro interpretativo necesario para corregir nuestro presente han convertido a la razón más elemental en locura. A todo ajuste lógico en algo tan ontológicamente irreal como psicológicamente terrorífico. Así, a medida que esta separación retroalimentada tiene lugar, en paralelo a la perpetuidad del enfado, nada, nunca, llega a cambiar.
El hecho de que hoy, más allá de la difusa protesta espontánea, solo exista el vacío conceptual nos ha llevado a desarrollar un particular zeitgeist que ha marcado profundamente nuestro auto-reflejo cultural. Tanto por su naturaleza como su impacto identitario y estético posterior, V de Vendetta (2006) constituye probablemente el ejemplo más paradigmático de un género cinematográfica cuyo último exponente lo encontramos en Parásitos (2019). Desde su bautizo funcional con el crash de 2008, la máscara de Guy Fawkes ha capitaneado artísticamente la resistencia frente al (des)gobierno financiero del mundo, ha representado al hack-tivismo anarquista y ha acompañado al movimiento indignado allí donde este ha optado por decir basta. Sin embargo, en perfecta sincronía con el guion de la propia película, esta corriente y sus sub-productos políticos (como Podemos o Syriza), aun y cuando disponen de una potestad real, carecen de recorrido alguno en términos de policy. La indignación, tanto en la vida real como en la gran pantalla, se funde en la nada cuando diseñar un futuro mejor resulta ejecutivamente posible.
Atendiendo a este fenómeno, Slavoj Zizek afirmó en una ocasión que ofrecería a su madre como esclava si ello le permitiera acceder al hipotético estreno de V de Vendetta 2. Un guion en el que, necesariamente, conoceríamos como el pueblo británico ha resuelto la distribución del poder y la nueva mecánica sistémica; la arquitectura social post-actual a la que aspira nuestro subconsciente rebelde. A pesar de esta expectación, catorce años después y con el factor socio-económico y medioambiental reclamando su revolucionaria inclusión, seguimos sin la esperada respuesta. La integridad de la ortodoxia que gobierna nuestra lógica social sigue intacta, y ningún movimiento político ha logrado librarse del peso gravitacional de su ontología. Todo a nuestro alrededor ha cambiado, pero nuestra plantilla interpretativa permanece inalterable.
En relación a este conflicto entre la consciencia político-moral y los límites de la imaginación, en el año en el que se estrenó V de Vendetta, el antropólogo ruso Alexei Yurchak presentó su libro “Everything was Forever, Until it was No More: The Last Soviet Generation”. En él, Yurchak esbozaba por primera vez el concepto de la hipernormalización; un término que posteriormente popularizó Adam Curtis con su ecléctico y homónimo documental del año 2016. Anclado en la URSS tardía, la obra de Yurchak describe cómo la sociedad soviética desarrolló una realidad plástica gobernada sociológica e interpretativamente por una mentira consensuada. Una lógica circular en la que la contracción espacial de lo posible garantizó la irreformabilidad -y el colapso último- de la unión.
Según Yurchak, llegados a la década de los ochenta, la narrativa oficial había perdido toda credibilidad a ojos de la población. El estancamiento socio-económico contrastaba con la promesa de un futuro mejor y el velo de infalibilidad de la planificación garantizaba la reproductibilidad de una visión totalmente ajena a la realidad. En este escenario, tanto quienes lo producían como quienes lo consumían conocían de la falsedad del discurso proporcionado por el sistema. Sin embargo, afirma Yurchak, ninguno de estos se encontraba en una posición desde la cual intervenir y deshacer el hechizo; encadenados a la mecanicidad del statu quo, nadie era capaz de desarrollar una alternativa transgrediendo interpretativamente el orden establecido. Como producto mismo del este, el homo-sovieticus había perdido la capacidad de emanciparse mentalmente de un sistema que se auto-proclamaba como el estadio último de la humanidad.
Derivada de esta tensión, en aras de racionalizar y conjugar esta contradicción, Yurchak defiende que la sociedad soviética firmó un contrato social colectivo tácito consigo misma. En base a este, el ciudadano medio acordó fundirse con la rutina y el prisma interpretativo existente aceptando operar socialmente dentro de una realidad irreal; la “hipernormalización” consciente de una farsa. A partir de ese momento, el conocimiento de la falsedad del ecosistema que gobierna la vida social convivirá en perfecta armonía con su resignada y práctica aceptación. El fin del tiempo político y el nacimiento de un automatismo interpretativo potencialmente eterno.

Lejos de constituir un supuesto exótico ajeno a nuestro ecosistema social, el relato de la hipernormalización soviética nos ofrece un marco sociológico de perfecta aplicación a la realidad occidental contemporánea. En lo referente a nuestro caso particular, bajo el reinado del paradigma social neoliberal, la política como tal ha dejado de existir. La lógica acumulativa regula totalitariamente el mundo de la posibilidad, la ontología ciudadana ha sido sustituida por una agencia confinada al acto de consumo y tanto las relaciones sociales como la noción de justicia se rigen y retroalimentan en base a la crematística. En este universo Polanyi-ista tardío, el difuso concepto del mercado ha sido entronado como un descentralizado politburó contable de naturaleza objetiva e infalible. La ilusión de un mundo post-político en el que las discusiones sobre la legitimación, la moralidad y el plano distributivo se auto-resuelven mágica e inmediatamente por el ecosistema mercantil. En términos operativos, nuestro mundo se rige por un administrador de justicia cuya (conveniente) naturaleza aniquila la existencia de toda contestación.
Al igual que en el relato de Yurchak, la impenetrable y anti-política religiosidad de un sistema que se dice omnisciente y sociológicamente final requirió de la manufactura de un nuevo concepto de hombre que sostuviese y reafirmase la mecánica interpretativa de este. En el caso neoliberal, el homo economicus emergió como el pilar fundamental de una ontología individual bajo la cual la noción de la política como fenómeno social sería erradicada. Bajo la cual, la causalidad, en toda su complejidad, sería sustituida por un sueño sobre-humano y anti-físico de agencia. Disciplina, sumisión y, sobretodo, trabajo constituirán las bases de un proyecto de hombre que, liberado de toda atadura extra-mercantil, proyectará un potencial nunca explotado por los sistemas económicos pretéritos. La entronización de la lucha competitivo-agencial mercantil total como la formula mecánica de la prosperidad y de la emancipación.
Si bien esta nueva sociedad, en colusión económica e identitaria con la digitalización, la globalización y las altas finanzas, prometía una trayectoria civilizacional marcada por la bonanza y la libertad, las promesas que una vez llevaron al mundo a confiar en las posibilidades sociales y económicas de la ingeniería neoliberal han resultado ser tan falsas como mecánicamente imposibles. A consecuencia del advenimiento post-industrial moderno y de la deslegitimación de los flujos económicos extra-mercantiles, la mediana social ha sido desposeída de la estabilidad y de las prerrogativas distribucionales fordistas. El suma-cero distribucional ha erosionado la legitimidad de la moral mercantil y, lejos de constituir una excepción, las “crisis” se han demostrado como una necesidad sistémica recurrente.
Derivado de esta fenomenología y de la distópica colección de acontecimientos que ha salpicado esta última década, la credibilidad de la virtud civilizacional del fundamentalismo de mercado y su atractivo político han caído bruscamente. En gran medida, como ocurrió en el supuesto terminal de la URSS, los fundamentos conceptuales y el ecosistema de paradigmas que articulan la geografía interpretativa neoliberal existen y dominan nuestra era de una forma rara vez militante. Así, a día de hoy, podemos afirmar que la proyección de la ortodoxia neoliberal tiene más que ver con la aplicación desnuda de la fuerza que con el marco político de la convicción. Su aplicación no se deriva de que creamos en su capacidad para generar un mundo mejor, sino de imperativos acumulativos y/o asimetrías políticas estructuralmente inexpugnables.
En el plano de la interpretación social, la ontología ciudadana ha experimentado una transición paralela. El espíritu utópico-tecnológico de los años noventa se ha desvanecido, su argumental ha perdido la habilidad de convencer y sus resultados socio-económicos reciben hoy un volumen de crítica cada vez mayor. Aun así, a pesar de esta resistencia adquirida, nuestra sociedad continúa operando una arquitectura interpretativa marcada y regulada por las máximas econocráticas del fundamentalismo de mercado. Al igual que en el relato de la URSS, a falta de un horizonte alternativo, la hipernormalización de la farsa neoliberal ha fusionado la indignación y el conservadurismo lógico en un impasse político-ontológico permanente. Una fábrica de resignación cuyo resultado periférico es la polarización identitaria y el darwinismo social más desenfrenado.
Como consecuencia de la hipernormalización econocrática, el mundo de la posibilidad ha quedado estructuralmente limitado y condicionado a que nada cambie. En el terreno de la sostenibilidad medioambiental, la ortodoxia científica nos ha convencido de que la única forma de regular nuestra huella termodinámica pasa por el gravamen gradual de la contaminación. Que toda alternativa es tan operativamente absurda como irreal y que nuestra única esperanza pasa por una revolución tecnológica que llegará “porque tiene que llegar”. En relación a esta cuestión, nuestra sociedad ha terminado por asumir también que la “sensatez presupuestaria” y la represión de la agencia del Estado son la mejor forma de aplacar la necesidad y optimizar la eficiencia económica. Para el colectivo imaginario de nuestro tiempo, la demanda efectiva constituye así un dios etéreo al que le hemos encomendado ciegamente la gestión del movimiento social. Una entidad a la que no hace falta cuestionar ni su legitimación ni tampoco la fuente funcional de su poder. Por último, en el plano de los resultados socio-económicos, nuestro prisma interpretativo defiende firmemente que el valor social y la legitimidad distribucional obtienen su justa graduación dentro del ecosistema mercantil. La composición de la pirámide gerencial y propietaria existente es, consecuentemente, una representación fiel del esfuerzo y del compromiso para con el progreso social. El elemento normativo que auto-justifica (circularmente) la actual geografía del acceso al rédito económico.
En base a esta tríada ontológica, el normal social que interpretamos como natural se ha conformado en torno al trabajo permanente, la escasez financiera y jerarquía “top-down” del valor. El tracto acumulativo constituye el epicentro causal del todo y esta jerarquía representa un ordenamiento social que nada ni nadie puede ni flexibilizar ni reconfigurar. En gran medida, esta aproximación de la arquitectura social se ha mostrado inmune a la política. Durante décadas, su integridad lógica ha resistido frente a shocks acumulativos masivos y ningún vector contra-hegemónico ha logrado ni la menor victoria contra la muralla de lo hipernormal. Sin embargo, en vista de los acontecimientos recientes, esta estabilidad ontológica puede cambiar. De la mano de un “cisne negro” tan particular como el coronavirus, resulta posible que tengamos la oportunidad de racionalizar un mundo gobernado por lógicas post-econocráticas. La puerta a la relativización del presente que estimule nuestra capacidad de construir imaginariamente escenarios político-económicos alternativos.
Potencialmente, la pandemia del coronavirus constituye uno de esos momentos históricos en los que, atenazado por una amenaza existencial irresistible, un determinado orden social se reinventa a sí mismo por necesidad. De la misma forma que Aníbal forzó a Roma a liberar y movilizar a esclavos en sus legiones o de cómo el pánico geopolítico ha regulado históricamente los distintos modos de producción, el coronavirus atenta orgánicamente contra la sostenibilidad política de nuestro mundo. Consecuentemente, hablamos de un acontecimiento cuyos efectos desbordan causalmente la dimensión médica; la crisis del coronavirus es, también, un evento social anclado en la geografía del poder.
En este sentido, al romper -por criterios preventivos- el vínculo entre la maquinaria distribucional capitalista y la participación laboral modal, el coronavirus amenaza directa y orgánicamente la cima social de las élites propietarias contemporáneas. En una arquitectura acumulativa en la que, por motivos extractivos, una persona puede únicamente acceder a renta por medio de la producción de valor nuevo (ya que es privada gerencial y distribucionalmente de todo el valor pretérito acumulado), el congelamiento general de la producción inicia automáticamente una cuenta atrás sistemáticamente final. El mecanismo de la desposesión que nos compele a trabajar aplica su castigo distribucional y, con todo acceso a la utilidad comodificado, la consecuencia social última es, necesariamente, la implosión.
Derivado del reconocimiento de un escenario en la que esta situación puede alargarse durante meses, el capitalismo global se ha visto forzado a improvisar todo tipo de contramedidas sistémicas que aborten o palien su propia operativa extractiva. A entrar, en su propio interés, en un estado de hibernación. Durante estas últimas semanas, como consecuencia de esta particular necesidad, hemos acontecido presencialmente al desmembramiento gradual e improvisado de todo lo que otrora considerábamos normal, justo y naturalmente imperativo. La descomposición parcial de la mecánica lógica del paradigma econocrático neoliberal.

Temiendo en el plano financiero (el valor nuevo futuro esperado) la colusión mortal entre unos (ya) débiles fundamentos macroeconómicos y la hibernación productiva, los gobiernos han desplegado preventivamente un volumen de artillería crematística superior incluso al movilizado en el año 2009. Frente a la amenaza del coronavirus, la Reserva Federal ha tocado el suelo monetario, Washington ha presentado el paquete de estímulos más grande de su historia y el BCE ha tenido que repetir su famoso “lo que haga falta” en defensa del Euro. Sin embargo, dada la estructuralidad real de este impacto exógeno, existe un alto riesgo de que esta proyección monetaria indiscriminada no logré evitar un episodio recesivo global. Algo que ya prevé el FMI.
Más allá de la salvaguarda de la cúspide financiera del sistema, en el plano productivo-operacional, el rescate contable parcial de la acumulación capitalista está teniendo lugar en torno a distintos mecanismos. En las economías avanzadas, las líneas de crédito excepcionales y a la amnistía fiscal han dominado la respuesta modal y, en casos como el de Dinamarca, el Estado se ha lanzado incluso al aseguramiento del beneficio (para las pequeñas empresas) y a la financiación (temporal) de los costes fijos. En este terreno, a medida que la cuarenta persista y la presión financiera se funda con la recesión, resulta probable que nuevas fórmulas de soporte tengan que ser consideradas. Desde los rescates sectoriales más agresivos a creativas innovaciones contables que, al menos sobre el papel, garanticen la sostenibilidad de la reproducción del capital.
Como no podía ser de otra manera, en el centro causal del colapso mecánico de la ontología del cash-flow, la mayor transformación funcional-económica provocada por la pandemia del coronavirus ha tenido lugar en el plano laboral; la fuente de valor sobre la que se asienta tanto el beneficio empresarial como el valor financiero. En aras de evitar un desarrollo infeccioso exponencial políticamente inasumible, la dinámica social se ha visto forzada a replegarse hasta hacer de la actividad laboral normal un imposible práctico. Así, si bien existen sectores susceptibles de operar bajo operativas a distancia, gran parte de la actividad económica (no esencial) ha tenido detenerse y encomendarse a una indefinida y nerviosa hibernación.

Para la clase trabajadora, la adopción forzosa de este “degrowth” sobrevenido ha supuesto una situación sistémica peligrosamente incómoda. Con su fuente de renta amenazada, la ejecutividad de las facturas intacta y la imposibilidad de acceder a un empleo alternativo, la vulnerabilidad económica (masiva) del motor mecánico de la acumulación ha supuesto un escenario de riesgo a ambos extremos del espectro social. Debido a la severidad de este potencial desmembramiento sistémico, la respuesta pública ha sido tan rápida como funcionalmente disruptiva del normal operativo al que estábamos acostumbrados. En este sentido, distintos gobiernos han optado por implementar rentas básicas universales de facto de alcance y masa crítica superior al desempleo tradicional, en particular el Reino Unido y Canadá. EE.UU. ha experimentado con un “adelanto fiscal” de 1.200$ al contado y otros, como Dinamarca, han optado por esquemas de soporte paralelos ideados para conservar la relación laboral. En el caso de la periferia mediterránea, dado el limitado margen financiero del Estado y la escala doméstica de la epidemia, la Comisión Europea ha planteado un fondo de desempleo europeo de facto para poder disipar el shock. Algo impensable hace tan solo un mes.
Más allá de los esquemas salarial-céntricos de renta, los gobiernos han tenido que complementar esta revolución distribucional-operativa con un levantamiento general de los principales componentes del gasto de las familias. Estas las últimas semanas, hemos sido testigos de la implementación amnistías fiscales, de la congelación de la factura del agua, de la luz y del alquiler y de la prohibición de ejecutar desahucios en varios países. En Corea del Sur, el gobierno ha llegado a entregar a domicilio los productos de primera necesidad y Londres, la capital mundial del feudalismo financiero, se encuentra negociando un plan para alojar en hoteles a quien no posee un hogar.
Si atendemos al conjunto de contingencias que nuestro sistema ha implementado para evitar la descomposición social y macroeconómica, podremos ver que, en el transcurso de dos semanas, todo aquello que en Febrero era operacional, humana y financieramente imposible se ha convertido hoy en una realidad. El gasto público, quien otrora se encontraba encadenado por todo tipo de límites económico-morales estrictos, hoy capitanea el ecosistema acumulativo. La UE ha suspendido los criterios de Maastricht y, dada la deriva macroeconómica actual, pronto presenciaremos la política expansiva global coordinada más ambiciosa de la historia. Los recursos financieros de los que antes no disponíamos para pagar una sanidad pública (EE.UU.), para implementar una renta básica, para complementar a las pensiones o para combatir al calentamiento global hoy existen y son reales. Y no ha existido debate político alguno sobre su sostenibilidad. De la misma forma, el Estado, a quien antes debíamos coaccionar para garantizar nuestra libertad y la prosperidad utilitaria, representa hoy la única línea de defensa frente a una catástrofe médica y el caos. Que en un país como los Estados Unidos, y no otro que Donald Trump, haya hecho uso de poderes ejecutivos de guerra para forzar a General Motors a fabricar respiradores representa la magnitud política de la amenaza epidémica. De esta forma, gracias al coronavirus, tanto en su dimensión real como financiera, la escasez económica se ha demostrado como lo que es; una variable únicamente modulada por la masa crítica laboral y su productividad.
En relación a la escasez, podemos afirmar que esta pandemia ha demostrado también que, en gran medida, la sociedad del trabajo permanente existe únicamente como consecuencia de la coacción distribucional capitalista. Como consecuencia de la desposesión y de la realidad monetaria que complementa operativamente a esta. Si una fracción del trabajo movilizado es capaz de alimentar, sanar y proporcionar las utilidades básicas actuales a centenares de millones de personas, entonces el resto del empleo resulta utilitariamente marginal; su existencia solo se debe a la manufactura de beneficios para el capital. Consecuentemente, no existe ninguna razón extra-extractiva que no nos permita racionalizar el trabajo y aprovechar el potencial tecnológico y escalar de nuestro tiempo para maximizar el volumen de ocio. Como el coronavirus ha revelado, la conquista del tiempo libre y la resolución del problema económico es, y siempre ha sido, una cuestión inescapablemente política.
De forma paralela, la trinchera económico-utilitaria esencial que hoy nos permite poder “hibernar” con relativa comodidad nos ha expuesto también la verdadera naturaleza burocrático-feudal de la pirámide del valor. Gracias al coronavirus, la contradicción entre la escala salarial y la pirámide socialmente utilitaria del trabajo ha devenido sangrantemente evidente. Quienes hoy, bajo las condiciones de cuarentena, sostienen materialmente a la sociedad son valorados salarialmente como quien menos aporta a esta; los económicamente prescindibles. Por el contrario, en el caso de aquellos cuyos salarios presuponen heroicas contribuciones al bien común, su hibernación no ha supuesto retroceso utilitario alguno. La contribución social del aparato propietario y ejecutivo-gerencial es nula y su subjetividad laboral es, consecuentemente, económicamente prescindible. Así, más allá de la obvia representación del marco del valor-trabajo, podemos afirmar que el coronavirus nos ha demostrado también que los flujos distribucionales capitalistas se rigen por criterios fundamentalmente extra-utilitarios. Por la propiedad, por el poder de gobierno gerencial y por la “utilidad” acumulativa; la capacidad de materializar el beneficio económico a costa de lo que resulte necesario.

En este sentido, más allá de la exposición del masivo volumen de empleo no utilitario existente y de la naturaleza parasitario-burocrática del valor capitalista, el coronavirus nos ha demostrado también que la contención inmediata del calentamiento global resulta perfectamente posible. En la medida en la que la lucha contra la expansión del virus ha forzado la desconexión de gran parte de la función de producción del motivo-beneficio, nuestra huella termodinámica planetaria ha decrecido considerablemente. El volumen de emisiones ha colapsado tanto en China como en Europa, la calidad del aire de las grandes metrópolis ha mejorado notablemente y la fauna retoma hoy los espacios de los que la depredación acumulativa la había expulsado. De esta forma, podemos afirmar que el coronavirus es, ante todo, la demostración real y práctica de cómo el paradigma degrowth puede y debe intervenir nuestras sociedades. De cómo el capitalismo es orgánicamente incompatible con sus principios y de cómo, aboliéndolo y organizando racionalmente el trabajo, esta sostenibilidad puede, a su vez, devolvernos las llaves de nuestro tiempo.

Atendiendo al futuro, la realidad socio-operativa que ha surgido de la amenaza política del coronavirus tendrá implicaciones sistémicas mucho más allá de la cuarentena. En el plano económico más inmediato, el profundo shock depresivo que experimentará el consumo privado provocará una presión deflacionaria difícil de combatir en un contexto marcado por la “liquidity trap”. La ruptura de la integridad de las cadenas logísticas impondrá un fuerte coste por el lado de la oferta y, dada la impotencia inversora estructural actual, la economía global correrá el riesgo de quedar atrapada en un normal acumulativo letárgico.
Para hacer frente a esta amenaza, es probable que muchos de los mecanismos que la pandemia introdujo en nuestra ontología económica sobrevivan al virus. Dado que el brazo fiscal constituye hoy la última palanca accionable de tracción (de la inversión) macroeconómica, debatiremos entre una mayor participación sistémica del Estado o un 2009-10 magnificado. La visión “de caja” del déficit público experimentará una (merecida) erosión interpretativa y toda economía monetariamente súbdita sufrirá; especialmente los mercados emergentes. Derivado de las características de este escenario, la diferencia entre la gestión macroeconómica “de crucero” y las políticas “de emergencia” será cada vez más sutil. La excepcionalidad monetaria no-convencional del año 2009 devendrá el normal futuro, y será el Estado quien, a través de un músculo macroeconómico propio, marque el camino de la innovación sistémica. El inicio de una deriva evolutiva cada vez más centrada en mecanismos gerenciales y financieros públicos.
La contra-ofensiva del Estado frente al Keynesianismo privatizado como forma de contribuir a la falsificación contable de la exacción del plusvalor no será la única función política de este; cuando la pandemia se repliegue, nuevos imperativos sociales requerirán de una acción pública decisiva también en el plano distribucional. Como consecuencia de la hibernación económica impuesta por la actual crisis médica, más allá del espectacular esfuerzo y coste de re-movilizar al trabajo, el sistema deberá idear mecanismos extra-mercado que palien los efectos de una geografía productiva cada vez más anti-modal. Así, con la paralización productiva actual, resulta altamente probable que una gran extinción en el universo PYME nos catapulte a ratios de asimetrías inter-capitales significativamente mayores. Una plataforma económica más concentrada y capital-intensiva en la que la polarización laboral y el poder de mercado fuercen al Estado a emplear contramedidas distributivas (igualmente) no-convencionales. En este sentido, la pandemia del coronavirus generará una economía orgánicamente más anti-laboral, pero también sentará las bases políticas y operativas para que marcos re-distribucionales desvinculados del trabajo (como la RBU) puedan existir.
En el plano de la ontología social, de las formas anteriormente presentadas, la realidad alternativa expuesta por la pandemia posee el potencial de servir como un potente catalizador de la imaginación de espacios y de lógicas extra-econocráticas alternativas. Un evento que precipite el ocaso del prisma neoliberal abriendo una ventana a un mundo operacionalmente nuevo. En este sentido, tanto desde la perspectiva “top-down” como desde un prisma “bottom-up”, son muchos quienes han vaticinado el nacimiento de una sociedad post-pandemia teleológicamente distinta a la hoy conocemos. Frente a la actual geografía política hipernormal, de una u otra manera, estas visiones comparten la necesidad de manufacturar un nuevo contrato social articulado en el gobierno activo de los fines sociales; en la primacía de causas y objetivos extra-económicos como piedra angular de un nuevo modelo de sociedad. Derivada de esta perspectiva, y teniendo en cuenta los efectos políticos de una profunda tormenta macroeconómica futura, resulta probable que los pilares de la estructura social de acumulación contemporánea sean defenestrados tanto por sus (otrora) defensores como también por sus víctimas. La crisis del coronavirus, tanto en la dimensión acumulativa como en el plano de la lógica socio-distribucional, puede constituir el primer paso del reconocimiento compartido de la insostenibilidad moderna del neoliberalismo.
A partir de este potencial momento civilizacional, facilitado por el forzoso ejemplo presentado por la pandemia, la política se verá legitimada atajar el diseño de estructuras sociales de acumulación que conjuguen la sostenibilidad medioambiental, un mínimo vital extra-laboral Beveridge-iano y un concepto extra-acumulativo de ciudadanía. La lógica público-crematística centrada en la perpetua escasez perderá intensidad y de-sacralizaremos el trabajo desvinculándolo del universo moral. Ante esta reforma del plano interpretativo, el capitalismo, tal y como lo conocemos, dejará de ser tan mercantil. Su inherente descoordinación, inestabilidad y, sobretodo, su cada vez más marcada volatilidad política (dado el actual plateau tecnológico-escalar) lo habrán desvinculado de los intereses de una élite que busca el repuesto que le permita consolidar la jerarquía. En este sentido, el mundo económico-social mantendrá, en gran medida, su actual orden gerencial-político. Pero la misma artificialidad que garantizará su estabilidad contable podrá utilizarse tanto para desarrollar una política medioambiental más ambiciosa, como también para implementar, gradualmente, la separación lógica entre el trabajo y la renta.
Si bien parece probable que la deriva evolutiva del capitalismo abrace la auto-estabilización por medio de la normalización –como defiende el propio Financial Times– de lo otrora «excéntrico», conviene mencionar también que existen otros dos resultados sistémicos alternativos posibles. Dos supuestos en lo que, ya sea por hibris o por una hipernormalidad completamente rota, un capitalismo de Estado descentralizado, social y público-financiero no llegue a germinar de la presente coyuntura crítica. Al respecto, flexibilizando ligeramente nuestro marco conceptual, podemos apoyarnos en la dimensión política de la Peste Negra (1347 – 1353) para estudiar sus características.

Si bien una de las derivadas más estudiadas y comentadas de la Peste Negra es el impacto que tuvo esta en la dinámica salarial del medievo tardío en Europa, no es menos importante, para la economía política, analizar también cómo reaccionaron las élites feudales ante este crítico acontecimiento. Así, mientras que la reducción de la fuerza laboral del continente a la mitad catapultó sustancialmente el poder de negociación del campesinado, las élites terratenientes hicieron todo lo posible para contener dicha inflación. En el caso paradigmático de Inglaterra, donde “such a shortage of laborers ensued that the humble turned up their noses at employment, and could scarcely be persuaded to serve the eminent for triple wages” -crónica anónima-, las ordenanzas respondieron de forma inmediata. En este sentido, el Estatuto de los Trabajadores de 1351 obligó al campesino inglés a aceptar todo empleo que se le ofreciera, y a hacerlo por el salario medio previo a la epidemia (el de 1346). Se prohibió el arbitraje espacial laboral en busca de una mejora de las condiciones y todo aquel que osara a emprender la “huelga” haría frente a astronómicas multas. Si bien los limites gerenciales y administrativos de la época impidieron que esta batería de medidas consiguiera su objetivo a medio plazo, como consecuencia de esta política, en el periodo inmediatamente posterior a la epidemia, el statu quo se impuso.
Por razones estructurales obvias, la mecánica propia de este ejemplo no es aplicable a la crisis del coronavirus. En nuestro supuesto epidémico particular, el resultante “precio” acumulativo del trabajo, tanto por la baja mortalidad como por el plateau técnico de nuestra economía, nunca va a desestabilizar la relación entre la clase trabajadora y el polo propietario. Sin embargo, esto no significa que la presente coyuntura no haya repercutido en un amejoramiento de la posición sistémica del campesinado moderno. En la medida en la que el coronavirus ha forzado a nuestras élites a hibernar su propia lógica extractiva, gran parte de la artificialidad de nuestro statu quo ha salido a la luz. En último término, la compra de la sostenibilidad política ha evidenciado la desnudez ontológica del paradigma econocrático; la base de nuestro orden social.
En base a este marco, siguiendo con el ejemplo de la Peste Negra, existe la posibilidad de que la vuelta a la “normalidad” implique una forzosa y violenta vuelta a la estructura de acumulación social pasada. El abandono distribucional del trabajo a su suerte mercantil dentro del regresivo ecosistema económico contemporáneo. De optar por esta dirección, bajo el futuro acumulativo previsto, las consecuencias socio-económicas serán devastadoras. Al contrario que en el caso minifundista agrario del siglo 14 o que el eminentemente financiero crash de 2008, la naturaleza real, global y logística de la recesión provocada por el coronavirus asegurará un descuelgue distribucional modal masivo; el ahondamiento a largo plazo de la híper-segregación neoliberal. De seguir por esta ruta, en Europa, nos re-encontraremos con el candado de la austeridad forzosa. La metástasis de las bolsas de pobreza ganará un impulso exponencial en Estados Unidos y, en el caso de los mercados emergentes, volveremos a las crisis de deuda y a los “rescates” draconianos.
Dado que los efectos políticos de estos escenarios no nos son extraños y, dado que esta crisis representa una oportunidad ideal para consolidar el tándem social entre la renta básica y la economía de los súper-capitales, existen razones para pensar que del coronavirus emergerá una respuesta evolutiva marcada por una operativa cada vez más pública y coordinada. Esencialmente, un capitalismo de Estado en el que, incluso en su aspecto formal, el ejecutivo se encuentre en los consejos de dirección de un grupo (muy) reducido de corporaciones. En consecuencia, en un contexto en el que nuestro equivalente feudal no dispone de un escenario políticamente tan simple, que la lógica econocrática de corte neoliberal sea defendida furiosamente frente a la reforma es, comparativamente, más improbable.
Por último, en el supuesto alternativo en el que el shock social y económico derivado del coronavirus consiguiera herir mortalmente al cuerpo hipernormal de la econocracia capitalista, entraríamos dentro de la trayectoria descrita por el historiador Samuel K. Cohn en su libro “Lust for Liberty”. En dicha obra, Cohn defiende que el empoderamiento distribucional y político que la Peste Negra otorgó al campesinado medieval constituyó uno de los inductores socio-políticos principales del ascenso del capitalismo. Analizando la dinámica de las protestas campesinas de la época, Cohn argumenta que, con posterioridad a la crisis epidémica, los alzamientos comenzaron a distinguirse por una narrativa construida en torno a los conceptos de libertad e igualdad. Cuestiones que, como el derecho a la libre negociación de los contratos de trabajo demandado durante el gran alzamiento campesino inglés de 1381, pronto cristalizaron en la ontología bourgeois. De esta forma, si bien las revueltas contra la operativa feudal fueron eficazmente reprimidas por la fuerza, la semilla de un orden social de facto experimentado gracias a la coyuntura pandémica perduró en el colectivo imaginario del pueblo. La fuente ontológico-interpretativa del advenimiento liberal y el principio del fin para el Antiguo Régimen.
Atendiendo a la mecánica causal provista por Cohn, no resulta difícil imaginar cómo el coronavirus podría jugar un papel central en la descomposición interpretativa del «realismo capitalista» contemporáneo. Siguiendo con la colección de falsos imperativos morales y lógicos expuesta por la adaptación sistémica a la pandemia, de una u otra forma, gravitaríamos hacia un degrowth nacional y trans-nacionalmente cooperativo en el que el trabajo será sistémicamente considerado como un mal necesario. Una variable a minimizar, racionalizar y compaginar tanto con un nivel de vida compartido objetivo como con la salud de nuestro planeta. De esta forma, gracias a que el coronavirus ha forzado una crisis imposible de contener dentro de la operativa tradicional de nuestro sistema (algo que fue posible con el crash del año 2008), habremos podido experimentar un mundo lógicamente alternativo. Un mundo donde los lunes no existen, donde los hospitales se construyen en cuestión de días y donde la reproducción económica de la sociedad es perfectamente compatible con un potencial ocio masivo.

Junto con el escenario post-coronavirus más probable, el colapso definitivo de la hipernormalidad capitalista incluido en esta proyección supondría fin a una estructura social de acumulación que se creía tan universal como definitiva. Al respecto, atendiendo a nuestra realidad contemporánea, Slavoj Zizek llegó a decir que el mundo actual se explica mejor de una forma negativa que positiva; su representación es más precisa si atendemos a qué nunca llegó a ocurrir que si nos fijamos en la cadena de eventos que desencadenó nuestro presente. Potencialmente, la crisis del coronavirus podría constituir el evento accidental que hizo perder el equilibrio a nuestra letárgica deriva social. El factor exógeno que, ocurriendo, alteró nuestra forma de ver la realidad cambiando la política. A día de hoy, resulta imposible predecir si este será el caso o si, más allá de un capitalismo renovado, esta crisis generará una consciencia humanista trans-nacional nueva. Sin embargo, existe algo de lo que si podemos estar seguros: si nada cambia, solo nos aguarda el desastre.
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Una respuesta a «La Hipernormalización frente al Coronavirus»
[…] al enfoque conceptual de la deliberación teórica contemporánea, la crisis del coronavirus está íntimamente vinculada al plano de las estructuras sociales de acumulación; al capitalismo y a sus circuitos […]
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