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El Dilema de la Reforma Sanitaria en Estados Unidos

Este otoño los Estados Unidos se enfrentan al que probablemente sea el episodio electoral más polarizado y volátil de su historia reciente. Las divisiones étnico-raciales, territoriales, inter-generacionales y de género prometen una contienda ontológica de extremos en la que el abandono de la lealtad “bipartisana” volverá a marcar la estrategia discursiva de los rivales presidenciales. En esta ocasión, además, parece que el electorado ponderará también cuestiones socio-económicas a la hora de decidir a quién confía su apoyo. A diferencia de lo acontecido interpretativamente en 2016, el próximo ciclo electoral podrá analizarse, también, como un plebiscito nacional sobre el modelo de economía política al que la sociedad estadounidense pretende aspirar.

En lo referente ontología socio-económica norteamericana, la pugna entre el distópico statu quo neoliberal doméstico y la cada vez más ruidosa resistencia socialdemócrata abarca un frente político enorme: desde la pugna fiscal y el empoderamiento sindical a la represión y contención de la arquitectura acumulativa financializada. Sin embargo, por encima de toda esta potencial complejidad programática, una batalla en particular se ha alzado como el escenario simbólico principal de la lucha por la justicia social. Ante todo, el debate sobre la arquitectura operativa y la gratuidad del sistema sanitario estadounidense representa hoy gran parte de la dicotomía electoral que se resolverá en las futuras elecciones presidenciales.

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Para los europeos, el sistema de salud norteamericano representa el divorcio transatlántico en lo que se refiere a la moral social y a la territorialidad mercantil de la economía política. El paradigmático sector de utilidad que certifica una división irreconciliable entre un mundo barbárico y un modelo de sociedad construido en torno a los valores cristianos. Para la economía norteamericana, la (eugenésica) comodificación del acceso a la salud supone, en cambio, un titánico tesoro. Un cuello de botella extractivo sobre el cual se contabiliza un valor financiero inmenso que posteriormente computa como “riqueza” en la narrativa macroeconómica nacional.

Por lo general, el debate sobre el sistema sanitario estadounidense pivota en torno a dos cuestiones ontológicamente independientes. Atendiendo al frente moral, los resultados distribucionales y médicos de la opción política norteamericana son siempre motivo de una acalorada discusión tanto en el plano doméstico como en la sociedad internacional. Para un segmento creciente del público estadounidense –y para la gran mayoría de las sociedades del planeta-, el acceso a la utilidad médica debe permanecer excluido de la extorsión financiera. El iusnaturalismo debe prevalecer sobre la ontología anti-ciudadana anarco-capitalista y resulta moralmente imperativo que la provisión de la utilidad sanitaria esté gobernada tanto por la gratuidad como por la universalidad. Sin embargo, en el particular ecosistema interpretativo norteamericano, adquirir la tracción sistémica necesaria para impulsar reformas socio-económicas de calado constituye un reto que ningún argumento normativo parece superar.

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Fuente: OCDE

A consecuencia de este bloqueo, el segundo caballo de batalla de las fuerzas progresistas apela a la lógica financiera más egoísta para alcanzar la victoria en el campo de la legitimidad. De esta manera, a la hora de defender el modelo europeo y abogar por una completa reinvención radical de la arquitectura Medicare, son muchos quienes no tardan en señalar que el sistema de provisión médica privado es comparativamente –mucho- más ineficiente que sus homólogos públicos. Se demuestra que, bajo una operativa de provisión “europea”, la gran mayoría de norteamericanos experimentaría un aumento -significativo- de su renta disponible y, consecuentemente, se considera que el coste de mantener este sistema draconiano supone un embargo financiero “que el país no se puede permitir”. Tanto por el volumen administrativo que consume este como por su apetito distribucional, el sistema de salud norteamericano equivale un gigantesco un pozo sin fondo.

A pesar de su alta utilidad dialéctica, esta verdad a la que Bernie Sanders y otros líderes Demócratas se encomiendan a la hora de combatir la distópica geografía económica norteamericana plantea una serie de dilemas que no deberían obviarse. Particularmente, si tenemos en cuenta el estadio macroeconómico en el que nos encontramos. En este sentido, resulta incontrovertible afirmar que el sistema de salud estadounidense, por su naturaleza descentralizada y privada, genera infinidad de papeleo, disputas contenciosas y duplicidades procesales que –más allá de la propia rentabilidad- encarecen sustancialmente la prestación del servicio médico. Esta es una cualidad que, si coincidimos en que la productividad es un valor social a promover, constituiría una pérdida de eficiencia injustificable. Sin embargo, si exploramos más allá del mapa interpretativo tradicional, pronto comprobaremos que esta geografía constituye también un colchón socio-económico cuyo impacto modal tiene un valor crítico. Y es por ello que el desmantelamiento del statu quo médico estadounidense no debería debatirse a la ligera.

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Fuente: Federal Reserve Economic Data

Si atendemos a los datos, en el año 2000, la industria manufacturera norteamericana empleaba a 7 millones de trabajadores más que la sanidad privada. Asimismo, al principio de la Gran Recesión, el retail superaba al sector sanitario en 2.4 millones de empleados. Pero hoy las tornas han cambiado, y ninguna de estas dos espacialidades económicas moviliza actualmente tanto trabajo como el sistema de provisión medica estadounidense. Tras el meteórico ascenso empleador del sistema sanitario en EE.UU. no solo se encuentra la tracción global de la “economía gris” –el envejecimiento poblacional-, también existen otros factores que hacen del ejemplo norteamericano un caso único. La clave está en su naturaleza privada.

En primer lugar, como consecuencia de su salvaje extractividad, gran parte del acceso médico –por medio del aseguramiento privado- está públicamente subvencionado. El Estado emplea infinidad de estructuras de bonificación y esto provoca que el sector sanitario quede virtualmente inmunizado frente a las fuerzas del mercado. A consecuencia de esta política, tanto los beneficios como la justificación acumulativa del empleo quedan garantizados, lo que explica por qué el sector sanitario estadounidense generó empleo sostenidamente incluso cuando el conjunto económico a su alrededor colapsó con la recesión.

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De igual manera, gracias a su arquitectura disfuncional, la mayor parte de este empleo no desempeña funciones propiamente médicas ni requiere de una especial alta cualificación para operar. A diferencia de los eficientes sistemas públicos europeos, el sistema sanitario estadounidense gira en torno a procesos eminentemente legales y administrativos. Trabajos de gestión, no productores de utilidad encaminada a mejorar la salud de los pacientes. Por esta razón, todo este empleo “extra” que produce la ineficiencia sanitaria norteamericana es, además, subjetivamente –más- democrático. Algo que influye en la distribución territorial y laboral de las oportunidades.

Derivado de estos dos factores, los EE.UU. son capaces de explotar los beneficios redistributivos modernos de la función médica de una forma que sus eficaces rivales públicos europeos son incapaces de reproducir. La actualidad económica post-fordista contemporánea se ha caracterizado –como hemos comprobado al tratar la distribución del empleo- por la automatización, la digitalización y la globalización. El empleo manufacturero se ha reducido significativamente tanto por factores robóticos como por la deslocalización. El retail ha sucumbido al comercio online y la recesión ha provocado que estas dos tendencias se magnifiquen. Ante esta carnicería modal, el sector sanitario es especialmente resistente. La utilidad médica no forma parte de cadenas logísticas híper-complejas, es un servicio local de provisión personal imposible de someter al arbitraje espacial. La automatización –IA médica- no presenta hoy riesgos considerables y el adjunto administrativo –particularmente la gestión del cliente- es, hoy por hoy, igualmente invulnerable.

Como consecuencia de este cumulo de factores, el sistema sanitario estadounidense se ha convertido esta última década en la mayor fuente de generación de empleo del ecosistema macroeconómico del país. Una trinchera económica frente al ocaso fordista post-industrial que, si atendemos a los mayores empleadores de toda ciudad de tamaño medio, siempre está presente. En este sentido, podemos afirmar que la naturaleza privada del sistema presenta una serie de beneficios que rara vez se tiene en cuenta en el debate tradicional. La salvaje extractividad obliga al gobierno a adoptar una política financiera expansiva para compensar, la hipertrofia administrativa garantiza una democrática empleabilidad y la tremenda ineficiencia sistémica multiplica los beneficios redistributivos -en empleo- del sector médico en la era moderna. En un contexto macroeconómico como el actual, estos resultados son algo que ningún otro sector está en condiciones de ofrecer.

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Además de su contenido fordista, el sector sanitario norteamericano opera también como una importante fuente de reproductibilidad en la cima acumulativa del sistema. En este sentido, un sector cuyo crecimiento está poblacionalmente asegurado, quien posee una extractividad salvaje y al que el gobierno mima fiscalmente por necesidad puede manufacturar rentabilidades que despuntan en bolsa. Si la comodificación de la utilidad médica en EE.UU. ya permite institucionalizar una titánica estructura –y riqueza- contable sobre la cual generar plusvalor, la eficacia acumulativa del sector aún le otorga un peso sistémico mayor. En consecuencia, como motor macroeconómico «extra», alterar la actual arquitectura socio-económica sobre la que se reproduce el sector sanitario puede tener consecuencias macroeconómicas generales severas. Algo similar a lo que ocurre hoy con la intocable centralidad sistémica del sector financiero.

A raíz de estas dos realidades, todo candidato que pretenda desarticular el distópico sistema de salud estadounidense debe hilar particularmente fino a la hora de proponer policy. Liberar renta disponible por medio de la implementación del modelo europeo supondrá un shock importante en el plano del empleo, particularmente en las zonas macroeconómicamente desertizadas. Además de esto, descomodificar la utilidad médica significará también torpedear la línea de flotación del híper-ciclo de expansividad bursátil del que actualmente goza Wall Street. Una contingencia que, dadas las circunstancias, podría poner fin a la tendencia alcista y allanar el camino para una nueva recesión –si es que esta no ha tenido lugar antes-.

Por todo ello, probablemente, la mejor opción consistiría en expandir el ámbito de la subvención dentro de la arquitectura Medicare. Financiar el acceso a la utilidad médica con cargo a déficit y, si fuera necesario, implantar un sistema de control de precios. En este caso, hablaríamos de fomentar la ineficiencia operativa, de producir –financiar- beneficios artificialmente altos y de no permitir que nadie se quede medicamente atrás. A pesar de lo que muchos puedan pensar, este arreglo no es en nada exótico, tan solo consiste en crear un canal económico más de keynesianismo privatizado. Un know-how en el que, gracias en parte a la supremacía del dólar, ya despunta la economía política norteamericana. Consecuentemente, la resolución de este dilema bien puede devenir sencilla. Si este sistema ya constituye la base reproductiva de la industria militar y de la arquitectura financiera, ¿por qué no implementarlo también en la sanidad?

 

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