Dentro de sus limitaciones interpretativas y cognoscitivas, podemos definir la ciencia como el sistema lógico basado en procedimientos experimentales mediante el cual el ser humano puede acceder al lenguaje del universo. La ventana a través de la cual podemos aproximarnos a la programación que rige la dimensión en la que nuestra subjetividad opera y se reproduce. Si bien la ciencia nunca nos podrá revelar qué es real o qué hace que las reglas que (parecen) regular lo que (parece) existir sean las que son, el método científico constituye la palanca práctica mediante la cual la interacción con nuestro entorno adquiere tanto una mayor profundidad como también una mayor potencialidad. Un sistema de manufactura y gestión del conocimiento que, explotado racionalmente, pronto nos permitirá emanciparnos de nuestra cuna cósmica natal. En este sentido, podemos argumentar que la ciencia constituye un tipo de magia muy particular; un tipo de magia que por razones que nunca comprenderemos parece que tiende a funcionar.
De acuerdo con esta categorización conceptual de la ciencia, son muchos los argumentos que se han enfrentado al debatir la naturaleza técnica o plástico-social de la disciplina y de la gobernanza económica. Como punto de partida, resulta evidente que la forma operativa que adquiere la transformación del medio en utilidad por parte de los seres humanos difícilmente puede enmarcarse dentro de la categoría de lo “natural”. Si obviamos que toda sociedad está y opera exactamente como la causalidad cósmica ha determinado (si creemos que esta es no es aleatoria), el acto económico es un hecho regulado primordialmente por la complejidad de la dimensión social. Por una dinámica reflexiva y político-competitiva de la que formamos parte y de la que resulta imposible derivar una ley universal que dictamine la imperatividad de una estructura social de acumulación particular. En consecuencia, si nos centramos en el plano puramente ontológico y admitimos que poseemos cierto grado de agencia, el argumento científico nunca podrá utilizarse como forma de abolir el debate sobre la organización y gestión de la producción.
Más allá de este caveat inicial, la controversia sobre la naturaleza científica de la disciplina económica tiende a obviar también que la causalidad detrás de toda ordenación social posee una profundidad que la vuelve alérgica a la metodología experimental. En este sentido, por razones subjetivas y espacio-temporales obvias, el análisis de una hipótesis socialmente sistémica resulta materialmente imposible de testar. No es posible recrear escenarios causales paralelos y por tanto, a gran escala, no existe la opción de llegar a conclusiones técnicas válidas. Ni podemos dejar de ser humanos para objetivizar la realidad social ni podemos generar las condiciones necesarias para evaluar problemas económicos escalarmente relevantes. La normatividad que de aquí puede derivarse es, necesariamente, siempre parcial, política y plástica.
A consecuencia de esta problemática operativa insalvable, la disciplina económica tiende a operar con dilemas que nunca están en disposición de considerar o cuestionar la dimensión política y causal sistémica. Marcos donde el valor normativo de los resultados puede y es comúnmente explotado de forma causal e interpretativamente salvaje. En este sentido, cuando la dimensión sistémica no es considerada, la lógica propia de una determinada arquitectura social se transforma, mediante la operativa científica, en una realidad aparentemente natural. En otras palabras, si la objetividad procedimental se despliega en un entorno causal ya (social y políticamente) determinado, entonces los resultados siempre justificarán una visión de la realidad en la que dicho ordenamiento simula regir la ontología económica. Un resultado que difícilmente puede interpretarse como el discernimiento humano del lenguaje del universo.
El abuso interpretativo derivado de la exploración “científica” de una arquitectura causal humanamente determinada resulta dolorosamente visible al atender hoy a los grandes debates que dan forma a nuestra actualidad económica. Así, en 2019, resultaron premiados los avances metodológicos en el campo de la lucha contra la pobreza dejando atrás, en palabras de Esther Duflo, “a la idea de que quien es pobre lo es por ser vago o inútil”. Sin embargo, en este particular territorio causal, la “ciencia” sigue optando por el puente salarial ciega al hecho de que la pobreza actual, en gran medida, constituye una derivada de la asimétrica participación política en el gobierno de la producción. Al hecho de que, si la oferta técnicamente potencial se gestionase en interés de la demanda (real), esta podría ser total e inmediatamente satisfecha.
En esta misma línea, parecemos no aburrirnos de modelar y de debatir sobre el impacto que una subida salarial tiene en el volumen de empleo. Asumimos que triplicar el acceso (salarial) modal a la utilidad por decreto resulta económicamente desastroso por hundir (mágicamente) la movilización laboral y convenientemente olvidamos que todo este marco causal nace del imperativo (nada natural) de la rentabilidad. De un condicionamiento social provocado por un interés de clase que estrangula las posibilidades económicas a las que actualmente tenemos acceso. En otras palabras, que resulte difícil que tanto el empleo como el acceso a la utilidad modal puedan aumentar paralelamente en la realidad post-industrial moderna no es una realidad económica “natural”. Es el resultado lógico-causal de la estructura operativa socio-económica que hoy gobierna la gestión humana del plano material. Un hecho cuya causalidad nunca se menciona.
Por último, continuando con la historia reciente de los (falsos) Nobel de economía, nos hemos convencido de que la “ciencia” económica ha encontrado en los impuestos a la contaminación la solución definitiva a la descomposición de la arquitectura natural que nos permite subsistir. Aparentemente, el destino de la humanidad depende de que el precio global del carbón sea lo suficientemente alto para que los procesos económicos incompatibles con la sostenibilidad climática dejen de existir. En este plano, no solo hemos (deliberadamente) olvidado que la huella termodinámica humana constituye una amenaza igual o mayor a los gases de efecto invernadero, también hemos asumido que la función de producción es un territorio social inmune a la política en el que solo podemos influir por la vía fiscal. Así, la idea de planificar la función de producción atendiendo a criterios de eficiencia y al volumen de disrupción natural agregado parece científicamente imposible de discernir. El concepto de una sociedad en la que el acceso a la utilidad esté desvinculado de la participación laboral no existe y la fusión gerencial entre la oferta y la demanda nos resulta teóricamente inconcebible. Al igual que en los dos casos anteriores, la elección de la escala del marco a explorar deviene determinante al producir diagnósticos causales y generar una respuesta operativa. Por ende, estas aproximaciones analíticas y sus resultados normativos son siempre políticos. Estamos en el territorio de la “ciencia” social.
Como hemos expuesto, la relación entre la disciplina económica y la ciencia es compleja y argumentalmente volátil. Las cárceles causales a las que nos auto-sometemos metodológica y ontológicamente son múltiples y la falta de perspectiva causal impide el discernimiento claro de aquello que es político y aquello que resulta inherente a la dimensionalidad productivo-material. Si bien esta discusión es siempre interesante, desgranar la tradicional problemática multi-dimensional ontológica de la disciplina económica no suele conducir a aproximaciones interpretativas de fácil digestión socio-política. Al contrario, esta mecánica oscurece una problemática que, en un principio, debería ser accesible para todos. A consecuencia de esto, resulta imperativo rediseñar la presente controversia por medio de un marco que exponga la irracionalidad macroeconómica de una forma mucho más gráfica y causalmente sencilla. Que exponga y defienda la naturaleza política de la gestión económica y que produzca un modelo alternativo cuya visualización operativa no requiera de un gran esfuerzo imaginativo. Así, la pregunta a la que debemos dar respuesta es sencilla: ¿por qué no gobernamos la economía de la misma forma que gobernamos e impulsamos a la ciencia?
Como hemos mencionado anteriormente, la ciencia constituye un sistema reglado de gestión del conocimiento que, más allá de sus requisitos metodológicos, opera y avanza de una forma integrada e incremental. La disciplina científica, como la realidad que pretende estudiar, es única y total. Se construye sistemáticamente sobre sí misma y, lógicamente, si bien siempre acepta revisión, solo proyecta sus recursos en explorar aquello que desconoce. Consecuentemente, dado que la manufactura de conocimiento es la única razón de ser de su arquitectura, la operativa científica es pública y cooperativa. Un proyecto compartido cuya naturaleza libre garantiza que todo el ingenio disponible en cada generación se proyecte en una misma dirección: la de la mejor comprensión humana del lenguaje del universo.
En base a esta descripción, podemos afirmar que la forma en la que gestionamos la producción del conocimiento científico resulta fundamentalmente distinta a cómo nos enfrentamos a la resolución del “problema económico”. A como, por medio del crecimiento de la productividad, luchamos por obtener el mayor volumen de utilidad posible de nuestro medio natural. Así, si pudiéramos independizarnos del obtuso territorio de la justificación sistémica, constataríamos que el progreso económico se enfrenta hoy a infinidad de condicionantes que no existen dentro de la arquitectura del impulso científico. Un conjunto de barreras que nos condenan a una ineficiencia operativa tan letal a la hora de lastrar el potencial de nuestra especie como desconocida para el tradicional «debate económico”.
En este sentido, en el ámbito de la economía, el esfuerzo (manual e intelectual) modal se moviliza bajo productividades muy inferiores a al máximo técnico potencial disponible en nuestro presente. Salvo en distinguidas ocasiones, un trabajador del globo tiende a operar movilizado dentro de estructuras productivas salvajemente ineficientes si las comparamos con la solución productiva contemporánea ya desplegada que mejor manufacture utilidad. En este plano, no solo incluiríamos las enormes diferencias que existen entre las empresas punteras y la geografía productiva modal “pyme”, también deberíamos considerar la asimetría macroeconómica que pervive entre los distintos Estados internacionalmente. En consecuencia, podemos decir que, en la gran mayoría de los supuestos laborales, el ser humano proyecta su potencial productivo bajo esquemas gerenciales y técnicos completamente desfasados. Malgasta ingentes volúmenes de talento y energía enfrentándose a problemas que ya han sido resueltos y, además, lo hace de forma sistemática.
Tras esta sub-óptima aproximación gerencial se encuentra la fractura fundacional entre el paradigma científico y los ideales que rigen nuestro ecosistema macroeconómico. La distinta naturaleza del motor político que gobierna la estructura lógica de ambas esferas. Así, al contrario que la máxima total y humanista que gobierna la ciencia, la realidad económica no aspira a generar el mayor volumen de riqueza posible explotando la máxima productividad disponible. La lógica que hoy regula nuestra relación con la función de producción es la rentabilidad, la reproducción material del interés de clase en la forma del capital. Una estructura cuyas derivadas afectan tanto a la gestión presente de nuestra capacidad para generar utilidad como también a nuestra capacidad para continuar avanzando a través de la escalera de la productividad en el futuro.

En este sentido, la corona política capitalista contribuye causalmente a la pobre eficiencia real de la economía impidiendo que la cooperatividad (escala agencial) y la accesibilidad gratuita de la ciencia pueda reproducirse en el campo de la manufactura. La propiedad privada de los medios para producir (intelectuales o materiales), en la medida en la que esta institucionaliza la descoordinación y bloquea la ósmosis técnica, imposibilita que la economía pueda operar a su máximo rendimiento potencial. El sistema de mercado (la ley del valor) y su fragmentación alimentan una enorme burocracia productivamente sub-óptima y empleamos ingentes cantidades de recursos en sectores que no producen utilidad humana alguna (p.e. el sector publicitario). En otras palabras, a consecuencia directa de un orden socio-económico gobernado por el beneficio económico, nuestra geografía macroeconómica se ve lastrada por duplicidades inadmisibles, productividades superadas y grados escalares mucho menores de los que podemos movilizar y gestionar en la actualidad.

Considerando este escenario, en un supuesto bajo el cual la ciencia estuviera gobernada por una lógica sistémica análoga a la que hoy regula los procesos económicos, la manufactura del conocimiento devendría completamente kafkiana. Solo una fracción (mínima) de la comunidad investigadora produciría conocimiento nuevo, el científico modal agotaría su ingenio en resolver incógnitas superadas hace décadas y se darían supuestos en los que el mismo sistema reprime activamente la persecución de nuevos descubrimientos (la sobreacumulación). Un horizonte de prosperidad muy distinto al que promete la estilizada ontología competitivo-agencial neoliberal que hoy nos gobierna.
En el caso contrario, si optásemos por proyectar la dinámica operativa de la ciencia en el plano macroeconómico, podríamos desplegar una arquitectura manufacturera que optimice la explotación de la productividad con el fin de generar la utilidad máxima para nuestra especie. Bajo este nuevo supuesto, la mecánica científica garantizaría gerencialmente que ningún proceso manufacturero operara con un grado de eficiencia menor al máximo actual disponible. Además, la concepción unitaria y gerencial de la economía permitiría saturar la demanda global al coste termodinámico-contaminante mínimo. Aboliría la desigualdad inter-territorial y social y liberaría un inmenso volumen laboral que podría movilizarse después en la investigación y el desarrollo de nuevos y mejores procesos manufactureros. Procesos productivos que, de probarse su mayor eficiencia, serían inmediata y gratuitamente implementados en toda la espacialidad de la geografía económica del planeta.
De esta manera, utilizando como corona lógica sistémica el ideal científico adaptado a la productividad, la economía obtendría el mayor redito (útil) posible de todo el potencial intelectual y manual que albergan sus activos laborales disponibles. La nueva relación entre la contribución laboral y la legitimidad distribucional permitiría proyectar inmensos volúmenes de ingenio a proyectos únicamente contemplativo-investigadores y la naturaleza monopolístico-total de la gestión científica abriría la puesta a escalas económicas hoy impensables. Consecuentemente, bajo esta estructura, la sobreacumulación innovadora dejaría de existir, podríamos romper con el bloqueo creativo-escalar actual de la productividad y toda persona contribuiría dentro de sus posibilidades a la prosperidad humana. En otras palabras, colocar la solución del problema económico (la productividad) en una posición sistémica equivalente a la que dispone la producción del conocimiento científico dentro de la ciencia nos otorgaría un mecanismo retroalimentado capaz de catapultarnos a un plateau de abundancia (sostenible) muy superior al que disfrutamos hoy. Un potencial macroeconómico cuyas bases técnicas y humanas ya existen en la actualidad.

Irónicamente, resulta posible argumentar que las virtudes de este modelo económico no nos son del todo ajenas. De hecho, queramos o no, ya participamos en una estructura de acumulación que hace uso de las virtudes que hemos descrito al proyectar la operativa científica al ámbito de la producción. Como seres humanos, desde nuestros mismos inicios, contribuimos intelectual y económicamente a un motor trans-generacional cuyo fin es la articulación y el aseguramiento de trabajos socialmente necesarios decrecientes. Productividades mediante las cuales accedemos a un volumen de utilidad cada vez mayor. En este sentido, gracias a nuestra naturaleza social, la operativa económica humana se asienta material y teóricamente sobre el esfuerzo manual e intelectual de las generaciones pasadas. Nuestro grado de productividad actual deviene causalmente de la acumulación gradual de soluciones a problemas que hemos socializado a lo largo del tiempo. De la liberación concatenada de fuerzas laborales que pueden después movilizarse frente a retos económicos nuevos. Consecuentemente, siguiendo con la lógica de este artículo, somos, en gran medida, unidades productivas que, de forma inconsciente, emplean una operativa económica relativamente “científica”. El problema radica en que, como hemos demostrado, lo hacemos con un nivel de desempeño dolorosamente mejorable.
Uniendo estos conceptos, podemos afirmar que forzar a que la disciplina económica se rija por la operativa que gobierna el progreso científico equivale a conseguir que la contribución individual del ser humano medio a la estrategia macroeconómica de la humanidad sea potencialmente máxima. Así, bajo un gobierno gerencial planetario de la economía cuya lógica operativa estuviera dominada por la mejor manufactura de utilidad, todo ser humano sería movilizado de acuerdo a sus capacidades. Todo ser humano emplearía su esfuerzo bajo marcos productivos que operan al nivel de productividad máximo y toda innovación útil dispondría de los mecanismos necesarios para garantizar una osmosis productiva inmediata y perfecta. La educación gratuita y el fomento sistémico (financiero y escalar) de la investigación nos permitiría maximizar las posibilidades de romper con nuestros actuales límites técnicos y conceptos como la necesidad o la inseguridad económico-vital serían borrados de nuestro imaginario. La conquista de la galaxia vendría inmediatamente después.
De la misma forma, la estrategia descrita en este artículo eliminaría el estudio de los inductores de la pobreza de la disciplina económica, rompería con el candado lógico que hoy enfrenta a la generación de empleo con el volumen de acceso a la utilidad y nos concedería también una oportunidad ideal para alcanzar la sostenibilidad natural en tiempo record. Una realidad causal que expone el contenido político de las tres controversias que dan forma a nuestro presente macroeconómico. Igualmente, la ciencia como motor operativo de nuestra arquitectura acumulativa fomentaría también la abolición de toda conceptualización política o identitaria que interfiera con la concepción universal y humanista de la humanidad y de su economía. La deslegitimación de toda lógica discriminatoria, distribucional o política. En este sentido, atendiendo a sus efectos, a su doctrina ideológica y a su mímica de la estrategia económico-evolutiva de nuestra especie, podemos afirmar que luchar por que la disciplina económica sea científica (en su sentido más teleológico-funcional) es la posición políticas más humana que podemos adoptar. Y lo es en todos los sentidos.
– Puedes apoyar a Anthropologikarl vía Paypal –