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El Enemigo como Sistema: La Macroeconomía del Giro Estratégico de la Guerra

En un escenario político-militar alternativo en el que la rendición del Imperio Alemán no hubiera tenido lugar en el otoño de 1918, hoy conmemoraríamos el centenario de la mayor operación militar de la historia. Uno de los acontecimientos más representativos de la escala destructiva de la guerra moderna y, teóricamente, la campaña terrestre que hubiera otorgado al bando aliado una victoria definitiva en Europa.

El –comúnmente desconocido- Plan 1919 se concibió como el vector militar definitivo que penetraría el frente occidental de una forma y a una magnitud tal que Berlín nunca sería capaz de volver a estabilizarlo. Una campaña que traduciría las lecciones operacionales de las unidades de choque a la realidad escalar de los cuerpos de ejército. A la dimensión militar masiva bajo un paradigma ontológico-militar fundamentalmente nuevo.

Para llevarlo a cabo, el alto mando de la Entente emplearía un planteamiento que bebería material y teóricamente del espacio temporal y reflexivo generado por un año 1918 estratégicamente letárgico. La contención operacional -derivada del colapso del flanco oriental y de la preocupante preparación del contingente norteamericano- permitiría a los Aliados formalizar las bases de una manera de hacer la guerra eminentemente distinta a la práctica operacional previa. Desarrollar un paradigma doctrinal alternativo y manufacturar los activos militares apropiados para poderlo explotar sobre el terreno.

Detrás de la revolución teórica que inspirará el Plan 1919 se encuentran las ideas y el genio militar de John Fuller, el comandante en jefe de las fuerzas acorazadas británicas. Según Fuller, para derrotar al Heer alemán y abolir el estancamiento militar del frente occidental, los Aliados debían negar la centralidad estratégica del mismo ejército del Káiser. Entender que, bajo la realidad estratégica moderna, ganar la guerra y eliminar –físicamente- al contingente militar rival no necesariamente constituyen supuestos ontológicos equivalentes. Abandonar, en esencia, el paradigma napoleónico por el cual el desenlace final de una batalla determina el equilibrio estratégico de la guerra.

Para Fuller, la guerra moderna –industrial- puede aproximarse teóricamente como una contienda violenta entre dos ecosistemas funcionalmente especializados a múltiples niveles. Como un enfrentamiento entre dos arquitecturas sistémicas complejas cuyo funcionamiento les hace poseer una alta integridad estructural frente a la compresión simétrica. Realidades de las que un ejército solo percibe –cinéticamente- la superficie más inmediata de la cáscara marcial rival.

En base a este marco, Fuller defendió la tesis de que, a partir de 1915, el frente occidental se había convertido en un masivo y monótono combate de boxeo. Un escenario absurdo en el que ambos bandos intentaban desplazar al rival por medio de la fricción ilimitada. Su receta teórica derivada de esta conceptualización devino obvia: los Aliados no debían perder el tiempo centrándose en –intentar- destruir los guantes del oponente, debían aspirar a alcanzar la cabeza para doblegarlo de manera fulminante y definitiva. Abandonar el plano táctico y adoptar un esquema holístico y verdaderamente estratégico por el cual destruir la capacidad del rival de oponer resistencia.

La traducción militar de esta aproximación escaló al alza algo que ambos bandos ya ponían en práctica a un nivel táctico. Tanto las sturmtruppen (tropas de asalto) alemanas como el uso del tanque por parte de los Aliados (Cambrai) explotaban la creación de puntos de ruptura para forzar al rival a improvisar una reorganización retrasada del frente. Mordiscos geográficos que, si bien podían resultar localmente efectivos, no generaban un impacto agregado significativo.

Fuller, en cambio, quería conseguir este efecto a una escala cualitativa y cuantitativa inmensamente mayor. Quería romper la línea de frente alemana en un único punto y lanzar una ofensiva general que penetrara la espacialidad logística y organizativa del enemigo de manera decisiva. Entrar de lleno dentro de la mecánica funcional del Imperio Alemán y cortar toda relación operacional del Heer con la armonía gerencial y la reproductibilidad de su suministro material.

Para conseguirlo, el Plan 1919 se diseñó en base a una masiva fuerza acorazada binaria construida modularmente a estala trans-atlántica. Un contingente pesado de ruptura y escuadras de tanques medios concebidos para penetrar y explotar espacialmente la “ventana” estratégica. En aras de concentrar en un mismo punto el mayor poder destructivo posible, se diseñaron también aviones blindados de apoyo aéreo cercano y se hizo acopio de cientos de miles de proyectiles de carga convencional y química. Un vector de choque encabezado por una masiva “lanza” acorazada que utilizaría a miles de unidades de infantería motorizada para ir asegurando su borde perimetral.

La escala de la operación que los Aliados tenían mente hubiera superado cualquier marca numérica pasada o futura. Si en 1941 Barbarroja invadió la Unión Soviética con 3.300 tanques –en un frente de 2.900 kms-, el “puñetazo” de Fuller contaría con 5.000. Y ello asumiendo que el bando francés no hubiera aprobado la propuesta británica de emplear 10.500 blindados concentrados en tan solo 8 kilómetros de frente.  Ante a la ineficacia de la compresión derivada de una concepción táctica de la guerra, la lección era clara: concentración, penetración y desmembramiento funcional del enemigo.

Si bien el Plan 1919 y sus masivas escuadras mecanizadas nunca llegaron a materializarse, las ideas de Fuller tuvieron un gran impacto en la forma en la que múltiples estamentos militares interpretaron el centro de gravedad del conflicto moderno. En este sentido, Alemania y la Unión Soviética fueron pioneras en el desarrollo operativo y teórico de la ruptura violenta del ecosistema bélico rival. Juntas, ambas potencias explotaron diversas perspectivas en torno al concepto del “schwerpunkt” (Guderian) y a la potencialidad estratégica de la “guerra continua” -o profunda- (Tujachevski). Berlín se entregó al prisma doctrinal de la Blitzkrieg y, en 1935, Moscú ya disponía de un contingente acorazado de choque de 10.000 unidades. Definitivamente, el contexto causal y la trastienda teórica de 1919 no murieron con el armisticio.

Más allá del aura revolucionaria de esta forma de gestionar el conflicto militar industrial, la mentalidad del Plan 1919 y su desarrollo teórico y práctico posterior no fueron realmente –tan- innovadoras. Esencialmente, Fuller y sus apóstoles importaron al campo doctrinal de la guerra terrestre un prisma bélico que ya existía desde hace tiempo en el campo de operaciones más fluido y estratégicamente intenso de todos: el mar. De hecho, la respuesta acorazada concentrada a la concepción Fuller-iana del frente occidental no llegó a tiempo, irónicamente, a consecuencia de la efectividad estratégica del bloqueo marítimo. De la capacidad de los Aliados de estrangular calóricamente al Imperio Alemán bloqueando su acceso al Atlántico. La derrota “civil” de Alemania que posteriormente utilizaría el partido Nazi para diseñar gran parte de la sádica ontología del Tercer Reich.

Por facilidades tecnológicas y de fricción obvias, el paradigma estratégico de la ruptura funcional del enemigo llegó mucho antes a la espacialidad marítima que a la realidad terrestre. El mar devino un escenario estratégico de una centralidad geopolítica creciente gracias en gran medida a la transformación macroeconómica que experimentó Europa a partir del episodio renacentista. A partir de la explosión de la productividad que desvinculó la trayectoria acumulativa del viejo continente del otrora inescapable límite maltusiano. La gran divergencia por la que este abandonó el normal macroeconómico mundial adoptando un funcionamiento económico comparativamente más especializado.

Bajo cualquier modo de producción, el abandono del estancamiento pre-industrial debía tener lugar dentro de un esquema socio-político –y tecnológico- que permitiera incrementar de manera drástica la productividad agrícola. Producir el suficiente alimento como para vertebrar el nacimiento de una realidad mercantil manufacturera operada por un volumen de trabajo que resultara laboralmente ajeno al plano productivo del campo. El ascenso macroeconómico de los ecosistemas sociales y funcionales de las ciudades como variable indicativa de un sector primario “resuelto”.

En el caso europeo, el desarrollo mercantil medieval tardío vino complementado por la comodificación de la tierra y la sujeción general de la esfera productiva al imperativo de la maximización de la rentabilidad. La Gran Transformación expulsó al excedente laboral del campo, le privó del rédito distributivo asociado y lo condenó a la búsqueda de opciones salariales dentro de la esfera de la ciudad. De esta manera, la revolución agrícola derivada del consolidamiento funcional de la mecánica capitalista no solo contribuyó decisivamente a proveer de sustento vital a la concentración poblacional y económica urbana, también creó la masa laboral desposeída que posteriormente se encuadraría dentro de tractos productivos manufactureros ajenos a la utilidad calórica. En esencia, este es el desarrollo que hizo causal y funcionalmente posible el despertar operativo de la fábrica a finales del siglo 18.

La paulatina industrialización de Europa Occidental y su impacto escalar dentro del ecosistema de la utilidad disponible hicieron de la globalización –en el sentido más amplio de la palabra- un fenómeno macroeconómico inevitable. Por un lado, el rápido crecimiento poblacional y su focalización urbana tensaron los límites de la capacidad doméstica y pronto devino evidente que, en aras de obtener la mayor productividad nacional posible, el sector primario –rudimentario- debía constituir un vector productivo “externalizado”. El alimento y la materia prima tendrían que ser importados para que la base económica doméstica pudiera especializarse en el segmento manufacturero del tracto productivo. En su vertiente más industrial y productiva -por razones geopolíticas obvias-.

Por otro lado, en relación con el punto anterior, la especialización mecanizada de las potencias europeas necesitó a su vez de la creación o el aseguramiento de un mercado de salida para su propio output industrial. Si como consecuencia de su revolución institucional Europa iba a posicionarse como la fábrica del mundo, entonces el resto del mundo tendría que consumir productos europeos. Consecuentemente, las potencias del viejo continente competirían entre sí para garantizar una alta reproductibilidad a su polo industrial nacional mediante la ocupación del consumo exterior. Mediante el control de la oferta para maximizar las opciones de realización del capital patrio.

En conjunto, podemos afirmar que la manufactura de un escenario bajo el cual la realidad industrial doméstica pudiera acumular de manera óptima constituyó la base causal del diseño por parte de Europa de la arquitectura macroeconómica mundial. La razón detrás de una globalización ordenada que emergerá como consecuencia directa de una carrera geopolítica por diseñar los flujos de interdependencia internacionales lo más favorable posibles a la reproductibilidad industrial de cada metrópolis. Una testimonio histórico que expone crudamente la nula neutralidad política de la dinámica mercantil.

Utilizando el Imperio Británico como modelo, podemos trazar y explorar esta trayectoria histórica de una manera relativamente sencilla. La industrialización de las islas británicas impuso un consumo calórico-poblacional y de materia prima que pronto se vio forzado a abandonar el ineficiente paradigma mercantilista semi-autárquico de base aristocrática. El Reino Unido abolió el proteccionismo en el sector primario y empleó su boyante capacidad militar para garantizarse un suministro externalizado de gran parte de sus necesidades económicas no-manufacturadas.

La expansión colonial y el imperialismo man-of-war transformaron plataformas económicas pre y proto-industriales en proveedores especializados de materia prima cuyo procesamiento mecánico quedaba reservado a la geografía industrial de la metrópolis. Londres eliminó a la competencia –p.e. la India– y se aseguró de que sus dominios quedaran mercantilmente vinculados al output industrial británico. Un circuito reproductivo tan internacional como asimétrico para las partes intervinientes.

Más allá de la cuestión identitario-religiosa, el imperialismo constituyó, en esencia, la manufactura internacional forzosa tanto de proveedores primarios como de clientes finales de la estructura industrial europea. El diseño internacional de un contexto acumulativo propicio para coronar la espacialidad funcional de la alta productividad y explotar sus beneficios materiales y -sobretodo- militares. La industrialización creó así un esquema retroalimentado en el que la productividad derivada de la creciente interdependencia financiaba las capacidades militares necesarias para poder garantizar la supervivencia material y política del circuito. Un desarrollo que institucionalizó una la lógica bélica marítima escalar y cualitativamente distinta a la doctrina táctico-céntrica precedente.

En este sentido, la internacionalización de la interdependencia productiva otorgó al mar una centralidad geopolítica primordial en el campo de la planificación estratégica. Si el comercio marítimo era la llave de la alta productividad, entonces el control del mar devenía una prioridad militar de primer orden tanto en el plano ofensivo como defensivo. El enemigo industrial, macroeconómicamente hablando, se había convertido en un sistema espacialmente inmenso cuya capacidad para proyectar fuerza dependía orgánicamente de la posibilidad de albergar un alto nivel de especialización funcional. De un grado de complejidad económica lubricado, primordialmente, por las vías acuáticas.

No tan sorprendentemente, es en este particular momento histórico cuando Alfred Mahan escribirá su famoso “Influencia del Poder Naval en la Historia” (1890). El prisma interpretativo bajo el cual el control del mar será presentado teóricamente como la piedra angular del éxito geopolítico. El reconocimiento de la centralidad estratégica de la inter-dependencia marítima como la plataforma circulatoria de un ecosistema económico sobre el cual se asienta el grado de productividad que sustenta materialmente a toda función militar.

La visión geopolítica introducida por Mahan hizo que todas las grandes potencias participasen en una carrera armamentística que revolucionó por completo la proyección marítima de la fuerza. En el plano de las fuerzas navales de superficie, el nuevo paradigma operacional hará que la figura de la nave capital se vea funcionalmente asistida por naves auxiliares cuya importancia operativa será comparativamente (mucho) mayor a la de las fragatas clásicas. El crucero, en todas sus posibles configuraciones, será el instrumento responsable de negar al rival la espacialidad y la interconectividad marítima. El acorazado, el responsable de proveer de una solución táctica a la marina. El instrumento que debe intervenir en todo supuesto en el que, como en el paradigma militar clásico, el resultado estratégico se haga depender de una confrontación simétrica masiva.

La mecanización de la doctrina militar y de la teoría de la victoria tanto en el escenario marítimo como en el plano terrestre expuso la profunda inter-relación entre la frontera tecnológica de la guerra y la productividad derivada de la complejidad económica interdependiente. Con la guerra industrial, el mar y la tierra necesitaron albergar cadenas logísticas de naturaleza civil y militar cada vez más complejas. Redes interdependientes que engrasaban los sistemas funcionales sobre los cuales un Estado moderno articulaba su subjetividad –y competitividad- política internacional. Todo aquello que otorgaba a la polity el poder de convertir al capital humano nacional en un activo militarmente efectivo.

Por su posicionamiento temporal y geográfico, la Gran Guerra (1914-1945) expuso didácticamente cómo la especialización y la interdependencia económica tenían un papel fundamental a la hora de dar forma al conflicto industrial. En el plano más estructural, Alemania se enfrentó a su eterna desventaja orgánica con respecto a las potencias aliadas en términos de una espacialidad doméstica mecanizable. La permanente necesidad del Reich de adquirir un lebensraum –agrario- oriental que “externalizara” su sector primario para –intentar- competir escalarmente con sus rivales tradicionales. En este frente, Alemania siempre tuvo las de perder.

En el plano operacional, la Primera Guerra Mundial fue testigo de la globalización de la contienda bélica con operaciones y enfrentamientos en todos los mares del planeta. La odisea del Emden, la Batalla de Coronel y el despertar en 1917 de la ofensiva submarina indiscriminada evidenciaron pronto una espacialidad marítima de una volatilidad militar cada vez mayor. Un plano circulatorio tan frágil que hasta la potencia naval dominante reculó y optó por diseñar acorazados capaces de volver a operar con carbón.

El equivalente terrestre de la realidad marítima fue el desarrollo de la logística sobre raíles y la incipiente motorización del suministro. Una realidad que dejó patente que, en aras de ser geopolíticamente competitivos, los Estados debían ser capaces de movilizar ecosistemas de transporte de mercancías absolutamente masivos. La base material que posteriormente forzará el abandono del paradigma tradicional-táctico de la guerra terrestre y la adopción de la noción Fuller-ista de la disrupción funcional –multidimensional- de las fuerzas armadas del enemigo.

En esencia, la Primera Guerra Mundial expuso que, en aras de obtener la suficiente productividad militar para triunfar, la guerra moderna necesitaba de un soporte macroeconómico sin precedentes en la historia bélica. La diversificación y la longitud de los vectores de logísticos crecieron exponencialmente y el petróleo se convirtió en el componente principal del dinamismo mecánico. La guerra devino, en consecuencia, un fenómeno cada vez más denso. Un territorio funcional en el que el centro de gravedad de la competitividad geopolítica no quedaba vinculado al genio táctico individualizado, sino a la integridad sistémica que posibilitaba dicha masa crítica bélica y semejante potencia cinética.

En su fase más moderna (1931-1945), la Gran Guerra reprodujo dicha fenomenología bajo un estado de maduración más avanzado. Tanto la guerra en el mar como las operaciones terrestres experimentaron aquí una creciente deriva hacia la fluidez operacional, hacia un paradigma en el que el centro de gravedad del enfrentamiento giraba en torno a la ruptura de la capacidad de oponer resistencia –competitiva- del rival. Los grandes cercos – Las Ardenas, Kiev, Smolensk, Stalingrado, Falaise- convivieron con la Batalla del Atlántico y el nacimiento del bombardeo estratégico. Para 1940, todo el sistema, incluida su población laboral y su moral, constituían objetivos militares tan causalmente válidos como técnicamente accesibles. Consecuentemente, no parece valido afirmar que la  guerra devino total como resultado del fanatismo nacionalista.  La guerra devino absoluta por la conjunción sistémica entre un brazo militar altamente capaz y la plataforma macroeconómica que posibilitaba escalarmente su existencia.

En este sentido, el plateau competitivo capital-intensivo de la guerra industrial forzó un tipo de conflicto en el que la ruptura de las redes interdependientes del entramado macroeconómico nacional constituía la forma más lógica de quebrar la competitividad bélica del contingente militar enemigo. De negarle toda la potencialidad mecánica y táctica ofrecida por su ecosistema militar  y civil más amplio y de llevarlo, por medio de la desconexión violenta, literalmente a la Edad de Piedra. Es aquí donde la realidad militar penetró verdaderamente la dimensión estratégica de la guerra.

En base a este análisis, podemos trazar la evolución doctrinal de la guerra del paradigma clásico a la realidad geopolítica fordista como la función de demolición de la capacidad cinética del Estado bajo dos supuestos de desarrollo distintos. En un contexto de baja productividad, no existe la masa macroeconómica suficiente como para crear una separación funcional real entre una espacialidad acumulativa interdependiente y un brazo armado de altas capacidades. En consecuencia, la guerra deviene un plano en el que no puede existir una distinción formal entre el plano táctico y la realidad estratégica. Aquí, la capacidad militar es –muy- limitada, derrotar al ejército enemigo equivale a eliminar físicamente al Estado rival y todo planteamiento de batalla favorecerá, consecuentemente, la persecución de una contienda limitada. El rédito político máximo bajo un marco en el que ambas partes entienden la conservación de fuerzas como una prioridad fundamental. El pacto entre caballeros.

Por el contrario, en un supuesto en el que exista una masa macroeconómica considerable tras la polity, el teatro militar será muy distinto. El Estado en cuestión será capaz de cultivar los beneficios especialistas de una dualidad funcional compuesta por un circuito económico complejo y un brazo cinético altamente capaz. En este caso, sí existirá una distinción operativa clara entre el plano táctico -el juego de la asimetría entre dos contingentes rivales- y la dimensión estratégica –la ruptura del ecosistema funcional rival con el fin de degradar la potencia militar del enemigo-. Bajo este escenario, la guerra se decidirá fluidamente sobre una espacialidad sistémica enorme, esta tendrá un alto riesgo de devenir total e indiscriminada –todo el sistema contribuye al vector cinético- y el plano táctico perderá aquí su anterior centralidad. Consecuentemente, la guerra industrial será eminentemente distinta tanto política como operacionalmente.

Para finalizar, siguiendo la trayectoria macroeconómica y temporal cubierta en este artículo, llegaremos al punto histórico en el que el campo de la conflictividad cinética inter-estatal quedará completamente monopolizado –y abolido- por el plano estratégico. Por una intensidad en capital del brazo militar que hará de la guerra una empresa política imposible de rentabilizar contra una polity simétrica en términos de desarrollo. Aquí, el Estado habrá cultivado una escala y una complejidad económica interdependiente de tal calibre que el componente bélico será geopolíticamente definitivo. El nacimiento del instrumento nuclear y el desarrollo de las municiones y los sistemas de proyección contemporáneos. La base tecnológica de una guerra total e instantánea en la que el plano táctico resultará operacionalmente irrelevante.

En términos Clausewitz-ianos, la guerra como tal no quedará abolida por el crecimiento general de la productividad, esta evolucionará hacia espacios estratégicos alternativos. Marcos antropológicamente retroalimentados que poseen una alta relevancia actual tanto en el plano político como en la dimensión macroeconómica del desarrollo. Vectores de un nuevo tipo de economía política de la guerra cuyo análisis teórico será motivo de otro artículo.

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