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El Tráfico, la Segunda Gran Transformación y la Aleta Macroeconómica del Desarrollo

Uno de los acontecimientos más problemáticos para el prisma macroeconómico del siglo 20 es la irrupción de la cuestión natural como una perspectiva ontológica imposible de circunvenir. La necesidad imperativa de contener el derrumbe de la sostenibilidad climática. De dar una respuesta al agotamiento del volumen extractivo bajo el cual las cadenas tróficas del nuestro ecosistema pueden reproducirse con normalidad. Políticamente, ya no pueden tolerarse más excusas.

El ascenso del vector verde como piedra fundacional de un nuevo orden económico y social representa una amenaza operacional y política de primer nivel a nuestra forma de concebir la legitimidad política y la direccionalidad distribucional. Al paradigma de la libertad neoliberal y a las posibilidades reproductivas del capital. Un campo teórico que desafía orgánicamente las bases sobre las cuales nuestra sociedad ha construido su interpretación de la riqueza y su meta-narrativa del desarrollo. Nociones que actualmente no disponen de rival interpretativo alguno y cuya super-estructuralidad hace descarrilar toda iniciativa que plantee que la única manera de eludir el desastre consiste en emplear una metodología socio-económica de ruptura.

El marco interpretativo que gobierna nuestra dimensión socio-económica está construido, por razones políticas obvias, en torno a la maximización de la agencialidad sistémica de quien dirige la dinámica acumulativa. Bajo nuestro ecosistema escalar y nuestro modo de producción, ello implica el reinado ontológico de la figura de la empresa y la entronación de sus necesidades reproductivas a la categoría de imperativos naturales de la “prosperidad”. El abandono de la gestión de la economía más allá del instrumento monetario y de la capacidad fiscal.

La empresa es el sujeto primario de todo análisis socio-económico tanto en el campo distributivo como en plano de la producción. Comparativamente, no existen categorías analíticas que tengan un impacto causal sistémico relevante en nuestra forma de entender la moral y la lógica económica. Las cuestiones laborales son accesorias, la democracia liberal se desentiende de la administración acumulativa y la responsabilidad social corporativa sirve –lógicamente- a criterios de marketing y de optimización fiscal. Ningún otro factor o lógica ostenta la centralidad sistémica de la dinámica acumulativa privada. Sin beneficio empresarial, la sociedad en la que operamos simplemente se derrumba. 

El enfrentamiento entre la racionalidad económica derivada de la ontología corporativa y el prisma bajo el cual el límite natural regula lo económicamente lógico presenta cada vez más puntos de fricción. Probablemente, una de las esferas cotidianas que mejor represente esta batalla entre la “libertad empresarial” y la cuestión termodinámica sea la gestión contemporánea del tráfico rodado. La política en torno a la congestión y la contaminación derivada del transporte privado en entornos urbanos. Un espinoso terreno funcional en el que confluyen realidades distribucionales, cuestiones de acceso a valores de uso básicos y un intenso debate material-real sobre la naturaleza de la maximización de la productividad.

En conjunción con la democratización de los vehículos a motor, la explosión de la centralidad económica, poblacional y socio-política de las grandes ciudades ha propiciado la aparición de ecosistemas urbanos altamente saturados. Espacios donde converge la híper-contaminación lumínica, acústica y aérea y en los que la circulación por carretera deviene toda una odisea motorizada. Con el ascenso de la ontología verde, el problema del tráfico urbano ha adquirido una centralidad cada vez más intensa dentro del debate político de todas las grandes ciudades. La carretera estrangula física y circulatoriamente la vida social urbana, el coche privado monopoliza una espacialidad útil desproporcionada y el impacto sanitario que tiene esta realidad resulta en demasiadas ocasiones devastador.

Frente a los costes medioambientales, sanitarios y de eficiencia del movimiento que plantea este desarrollo, los poderes públicos se han visto cada vez más presionados a intervenir la esfera de la circulación a motor privada. En aras de producir equilibrios circulatorios y termodinámicos más sostenibles, diversos ayuntamientos metropolitanos han optado por imponer restricciones espaciales al tráfico o implementar esquemas de segregación de este en base a criterios de matriculación, de contaminación o de franjas horarias. De igual manera, también a una escala extra-metropolitana, la herramienta fiscal ha ganado cada vez más relevancia como fórmula para modular el peso que la circulación privada ejerce sobre la vida en la ciudad. Una opción cuyo planteamiento causal imita la respuesta convencional general a la gran amenaza del calentamiento global. La laureada idea de que es posible atajar la inminente amenaza de una descomposición climático-trófica planetaria por medio de una ofensiva tributaria modulada mediante plásticos ratios de descuento.

A pesar de su potencial utilidad como mecanismos de regulación de la presión estructural que el transporte privado ejerce sobre el tracto social urbano, todas estas medidas descritas presentan un problema insalvable. Debido a su concepción lógica íntimamente ligada al poder de compra, la segregación directa o indirecta del tráfico plantea dilemas distribucionales y normativos difícilmente compatibles con la justicia ecológica. En la medida en la que la renta disponible ostente un peso causal desproporcionado en la capacidad de un individuo de vivir en el centro urbano o de circunvenir la barrera fiscal, contaminante o de matriculación (con más de un vehículo) al tráfico, entonces este ajuste resultará inherentemente problemático en múltiples planos.

Si utilizamos un sistema de regulación bajo el cual un individuo puede “comprar” su derecho a subvertir una arquitectura normativa a la que hemos prometido encomendarnos (el compromiso verde), entonces es muy posible que el impulso político general de la reforma ecologista esté destinado al fracaso. Implementar un esquema de este tipo significa  proyectar –y materializar- la idea de que determinadas personas están obligadas a ceder fracciones críticas de su esfera de consumo (la conducción privada por la espacialidad urbana) en aras de que individuos con mayor renta disponible puedan preservar dicho privilegio. Esencialmente, esta batería de medidas equivale a la institucionalización de un marco segregacionista del valor de uso en el que el espectro patrimonial delimita en gran medida sobre quién recae el ajuste medioambiental. La comodificación del movimiento urbano.

Por razones socio-políticas obvias, en el contexto interpretativo posterior al año 2008, esta regresividad sobrevenida de la adaptación ecologista no ha pasado desapercibida para aquellos en los que convergen todos los vectores de “ajuste” del nuevo milenio. Las protestas que dieron lugar a los Gilets Jaunes tuvieron como fondo causal la ocurrencia de Macron de articular el liderazgo francés en la lucha contra el calentamiento global en torno a una eco-tasa de una asimetría distribucional salvaje. Una iniciativa envuelta en el aura progresista que, como un gran número de programas verdes de base metropolitana, imponía una jerarquía de sacrificios inversamente proporcional a la pirámide patrimonial.

Obviando las dificultades políticas de este plano moral, esta medida es también causalmente incapaz de obtener los resultados que de ella se esperan. Si bajo la economía política contemporánea el esfuerzo ecologista es una función dependiente de la capacidad propia para manufacturar renta, entonces la capacidad total de acceder a sistemas de transporte privados sostenibles depende completamente de la dinámica macroeconómica general. De que nuestra economía política garantice de una manera socialmente homogénea el acceso a soluciones tecnológicas avanzadas. Evidentemente, este es un supuesto imposible. Bajo nuestro orden socio-económico, la alta capitalización solo puede engendrar regresividad distribucional. Tesla no puede salvar al mundo vendiendo coches que nadie se puede permitir y, por muy saludable que sea, condenar a parte de la población a la circulación a pie no es una opción distribucional políticamente válida.

El hecho de que la modulación de la imprenta termodinámica esté destinada a entrar en conflicto con una realidad productiva que responde en exclusividad a la función de la rentabilidad contable no es el único problema al que se enfrentan los poderes públicos. En el –imposible- supuesto de que todos nosotros tuviéramos acceso a un vehículo capaz de operar sin emisión contaminante alguna, el problema termodinámico estaría muy lejos de haber sido resuelto. La huella material derivada de la manufactura de dichos automóviles sería por sí sola insostenible y nuestras ciudades colapsarían ante una flota rodada universal. El tráfico urbano no solo hay que regularlo y segregarlo con el fin de incrementar su compatibilidad con el plano natural y con la fluidez circulatoria, también hay que contenerlo agregadamente y sin excepción en aras de obtener un esquema realmente sostenible. El problema radica en que esta opción está llamada a colisionar con la ontología de la ley del valor.

Al contrario que la administración fiscal o regulatoria de la segregación del transporte privado en la ciudad, la gestión general del espacio total de dicha actividad sí supone una intervención incisiva de dicho espacio de uso. En la gestión del acceso al acto de conducir por la ciudad, el poder público supeditaba el funcionamiento del mercado a una serie de variables que administraban las condiciones bajo las cuales in determinado individuo podía participar en él. Acceder a dicha espacialidad será más caro, pero el mercado seguiría existiendo como tal. En la activa gestión de la espacialidad con ajenidad a cualquier lógica alternativa, se niega a la ontología corporativa su derecho a regular qué es legítimo que exista y que debe desaparecer en base a la colusión de un vector de demanda y uno de oferta. La lógica ecologista toma el mando operativo y no existe interés individual o comercial que pueda oponerse a sus directrices. La termodinámica más pura regula, en último término, cuánta demanda –y por tanto oferta- puede materializarse dentro de los límites físicos de nuestro ecosistema material. Cuanto tráfico rodado total puede circular bajo su jurisdicción.

La aproximación espacial totalitaria al problema del tráfico privado urbano nos conduce al problema político de determinar que lógica va a vertebrar la estructura de segregación incondicional final. Una regulación que, obviamente, no podrá ser circunvenida en términos agregados por ninguna vía. Si una vez más los poderes públicos deciden gestionar dicho espacio en base a una lógica eminentemente patrimonial, el acceso al tránsito rodado urbano cada vez será más caro. Circular en un vehículo privado devendrá un lujo ecológico cada vez menos democrático. Una subasta aristocrática del movimiento. En consecuencia, resultará imperativo encontrar la forma de incrementar la productividad del sistema circulatorio intra-urbano y de hacerlo más barato. De maximizar la eficiencia de dicho espacio en aras de poder transportar al mayor número de personas posible sin quebrar el límite termodinámico auto-impuesto. De conseguir un tracto circulatorio más sostenible sin que ello provoque soluciones distribucionales políticamente inasumibles.

Ante un espacio de utilidad termodinámicamente delimitado, la productividad y el coste de acceso al acto de conducir privadamente dentro de una ciudad se convierten en dos variables íntimamente relacionadas. A mayor eficiencia termodinámica del vehículo privado, mayor segregación funcional del espacio rodado urbano: los vehículos híper-eficientes son, necesariamente, híper-caros. Para solucionar este dilema, muchas ciudades han optado por la opción lógica: incrementar la escala del transporte intra-urbano por medio de sistemas de transporte alternativos de naturaleza pública y masiva. Implementar esquemas que potencien la productividad del sistema circulatorio de la ciudad priorizando la figura del metro o del autobús. Medios de transporte que por su naturaleza escalar son capaces de mover más personas por cada unidad métrica termodinámica.

La esfera del transporte público de alta densidad se presenta así como la opción ecológica obvia ante los desafíos naturales de nuestro tiempo. La vía funcional para optimizar el tracto circulatorio adecuando nuestras necesidades de transporte a las limitaciones contaminantes y materiales de un ecosistema sobre-explotado. Si nuestras ciudades quieren cumplir con el imperativo de la sostenibilidad, estas deberán reprimir forzosamente la dinámica rodada privada. Tendrán que ir limitando su espacio, hacerla extremadamente onerosa y terminar prohibiéndola en beneficio de la opción pública y gratuita. El ecosistema no puede permitirse que esta opción tenga competencia de ningún tipo.

Siguiendo el tracto causal descrito, podemos ver cómo la presión ecológica tiene un importante papel en modular la realidad productiva que satisface a un determinado valor de uso -el transporte urbano-. El imperativo termodinámico convierte la ineficiencia escalar en un coste estructural inasumible –el vehículo privado- y obliga a los poderes públicos a garantizar un acceso democratizado al rédito de dicha esfera –la movilidad pública gratuita-. La cuestión natural y su lógica desarticulan el orden socio-económico establecido e institucionalizan, por imperativo material y político –como consecuencia de la creciente onerosidad de la segregación-, una organización mancomunada y escalarmente masiva como nuevo equilibrio social. Necesariamente, la lógica ecológica lo cambia todo.

El caso de la movilizad urbana y la intersección entre la onerosa ineficiencia del vehículo privado y la escalaridad masiva y gratuita del transporte público constituyen el modelo arquetípico de la conflictividad socio-económica que el desafío natural va a extender por toda la geografía macroeconómica. Derivadas lógicas que, desafortunadamente, muy pocos interpretan en términos socio-económicos más amplios. El ejemplo de del transporte urbano es, en esencia, un minúsculo modelo a escala del pasado, presente y futuro de la función de producción humana. Un campo de experimentación en el que se revelan nociones de productividad, de eficiencia termodinámica y de distribucionalidad económica que pueden resultar extremadamente útiles si queremos predecir los vectores de cambio que transformarán por completo la economía política global.

En aras de crear un marco analítico que cubra totalidad histórica de la función de producción,  trazaremos la trayectoria económica de la especie humana como el resultado funcional y material de tres variables íntimamente interrelacionadas: la productividad –el componente material-, el volumen de interdependencia gestionado por el mercado y la capacidad gerencial (pública y privada) –las dos variables político-sociales que administran operativamente el componente material-. Un marco al que posteriormente añadiremos el imperativo termodinámico con el fin de obtener un abanico interesante de conclusiones y predicciones de alta actualidad.

En ajenidad al plano de la batalla ideológica, la productividad puede definirse como la capacidad del ser humano de separar procesos productivos y explotarlos por medio del mecanismo escalar. De articular eficiencia productiva  por medio de una estructura manufacturera que combine complejidad económica e interdependencia. La base físico-mecánica de la prosperidad con independencia de cualquier estructura jerárquica humana que la gobierne y /o la explote.

Toda actividad económica es susceptible de subdividirse en un número determinado de tractos materiales que pueden administrarse separadamente por medio de la especialización funcional. Por medio de la disgregación de procesos y su explotación individualizada como segmentos productivos independientes. Al emprender dicha separación, se obtienen dos resultados. Por un lado, la segmentación del tracto manufacturero permite aplicar fuerza de trabajo (mecanizada o no) de una manera más concentrada. Incrementar la escala a la que se trabaja dicha actividad tanto en su vertiente compatimentalizada como, lógicamente, en su dimensión agregada final. Por otro, el incremento de la complejidad económica implica, necesariamente, la creación de distintos nodos productivos formalmente independientes pero funcionalmente interrelacionados. Un ecosistema de iniciativas productivas dentro de un mismo tracto de maduración destinado a satisfacer una determinada utilidad. De esta manera, complejidad e interdependencia constituyen siempre las dos caras de toda forma concebible de obtener más output por input inicial.

Bajo esta noción mecánica de la productividad y de la eficiencia económica, la gestión que la especie humana haga de la escalaridad inter-dependiente resulta clave para entender nuestra capacidad de articular riqueza. En la medida en la que podamos administrar socialmente una complejidad económica creciente, el desarrollo económico en la forma de una mayor densidad material estará garantizado. Sin embargo, conseguir esto no siempre ha resultado funcional o socio-políticamente sencillo a lo largo de nuestra historia. Es aquí donde la interacción entre el papel del mercado y la capacidad gerencial potencial-tecnológica constituyen factores determinantes a la hora de explicar la trayectoria del progreso material humano.

Tradicionalmente, la historia económica de nuestra especie se ha caracterizado por equilibrios socio-económicos disfuncionales. Situaciones en las que el Estado era demasiado débil para generar orden y cultivar desarrollo o, alternativamente, lo suficientemente fuerte como para –en interés de la clase dominante- bloquearlo. Por múltiples razones, el contexto europeo post-romano consiguió una estructura socio-política capaz de vincular funcionalmente la promoción de la productividad con la necesidad de articular capacidad estatal. Un modelo retroalimentado y extractivo indirecto que dará a luz tanto al absolutismo monárquico, como también al mercado moderno. El ecosistema político del que germinará convergentemente la revolución burguesa y la –primera- Gran Transformación.

La creciente centralidad social y política de la figura del mercado y la transaccionalidad monetaria asociada hizo posible que, a un coste relativamente bajo, la limitada capacidad estatal post-medieval otorgara a la geografía económica un territorio seguro y regulado sobre el que articular especialización e interdependencia. Con la ley del valor como motor sistémico, el espacio acumulativo transicionó de un marco local a uno provincial, regional y, en último término, nacional. La espacialidad política y económica de la que emergerá la masa crítica mercantil que, llegado el siglo 19, hará posible la gran explosión escalar: la revolución industrial.

La industrialización del tracto productivo cambió por completo el orden de magnitud a la que operaba el ecosistema económico en el pasado. El impulso mecanizado catapultó la escala de la explotación de procesos y el abaratamiento material resultante contribuyó a manufacturar cadenas logísticas cada vez más extensas y complejas. La gestión macroeconómica devino propiamente una realidad nacional y, con la llegada del siglo 20, los primeros indicios de un ecosistema económico globalizado pudieron hacerse visibles.

La mecanización del sur planetario, la mundialización de los tractos manufactureros y la aparición de un mercado realmente global contribuyeron decisivamente a hacer materialmente posible el entorno de la alta productividad que conocemos hoy. Un espacio escalar inmenso en el que la especialización puede cultivarse a escala empresarial, regional e incluso nacional. Donde complejos industriales inmensos centralizan funciones de producción que satisfacen segmentos de mercado distribuidos a lo largo de múltiples continentes y donde la esfera de la inversión puede obtener una envergadura material y humana sin precedentes.

Sin embargo, existen claros signos de que la función material de la productividad pronto hará del modo de producción actual una macro-estructura de gestión material políticamente insostenible. El modelo de desarrollo de promoción mercantil privada que se inició en el contexto post-romano europeo ha alcanzado una escala productiva bajo la cual su plataforma operativa –el mercado- carece de sentido funcional. Esencialmente, el desarrollo tecnológico y la creciente centralización de la producción han logrado desarrollar la capacidad gerencial suficiente como para internalizar un gran volumen de interdependencia productiva. Corporaciones que dominan la orografía del mercado global y que gracias a su masa crítica  pueden dictar resultados macroeconómicos a placer. Ello no solo supone un problema político y distribucional de primer nivel, supone también el principio del fin de la gestión transaccional-monetaria de la economía. El inicio de una nueva Gran Transformación en la que la búsqueda de la productividad forzará, en un entorno de la alta capacidad gerencial, el repliegue de las –ineficientes- velas mercantiles. El despertar de la economía dirigida ajena a la interdependencia mediada por el dinero.

Si bien la trayectoria de los acontecimientos en el campo de la productividad parece obvia, esta nunca llegará a desarrollarse de la manera gradual “natural” que hemos expuesto. El ser humano hace tiempo que ha sobrepasado el límite termodinámico por encima del cual su existencia y reproducción devienen ecológicamente insostenibles. Dado nuestro pobre capacidad técnica, hemos llegado aquí mucho antes de alcanzar el punto escalar en el que la totalidad del planeta haya sido industrializada. El imperativo natural contemporáneo nos obliga ahora a cercenar de manera decisiva nuestra huella termodinámica o sufrir un colapso ecológico-trófico de impredecibles consecuencias. Incrementar nuestra eficiencia material de manera exponencial o abrazar la vía de la contención salvaje del consumo. Llegados a este momento, el análisis de la gestión macroeconómica del tráfico tratado anteriormente deviene interpretativamente fundamental.

Si aceptamos el laureado canon general que defiende la utilización de la presión tributaria como barrera de contención de nuestra huella termodinámica, llegaremos a la misma situación material y política que se derivaba de la tributación por contaminación automovilística. Consecuentemente, la segregación patrimonial de la contaminación a escala macroeconómica únicamente conseguirá que las empresas líderes lleguen a operar en el mercado. Generar una esfera mercantil dominada por el reducido grupo de corporaciones que dispone de los fondos financieros necesarios para afrontar los costes de la reconversión y/o acomodar contablemente las multas. Además, en comparación con el supuesto del tráfico, este desarrollo resulta extremadamente problemático en el campo político. No poder conducir por el entorno circulatorio urbano simplemente supone un inconveniente molesto. Bajo un sistema económico en el que solo se puede acceder a renta por medio de la producción rentable, no poder operar en el mercado supone, sin contingencia alguna, un homicidio distribucional. La erradicación de un gran parte del espectro social y macroeconómico de la otrora homogeneidad fordista.

De la misma manera, al igual ocurre en el ejemplo automovilístico, implementar un esquema en el que sea posible pagar por contaminar no resuelve un problema cuya causa última se deriva de la sobredimensionalidad material de la esfera económica. De que, dada nuestra capacidad técnica actual, nuestro grado de explotación del ecosistema sea físicamente insostenible. La solución es, consecuentemente, modular la espacialidad productiva total, no segregarla monopolísticamente generando un infierno climático y distribucional. La ontología empresarial debe echarse a un lado, permitir a la lógica ecológica tomar el mando y encomendarnos todos nosotros a una respuesta socio-económica necesariamente radical.

En el caso de la circulación metropolitana, la única solución termodinámicamente aceptable que no implicaba el descenso a la barbarie segregacionista del tráfico era potenciar la centralidad del transporte urbano. Potenciar el autobús y el metro en aras de aumentar la capacidad total del sistema y transformar el acceso al movimiento urbano por medio de la gratuidad. El reconocimiento de la cuestión termodinámica como un vector de riesgo lo suficientemente serio como para que la existencia de toda alternativa deviniera socio-ecológicamente inadmisible.

Aplicado a la economía en general, las consecuencias sistémicas de este marco son un poco más complejas. El equivalente macroeconómico de la reforma del tráfico urbano implica la abolición de la empresa como unidad vehicular de la productividad. Implica la nacionalización del gran capital productivo y su desvinculación funcional de la ley del valor –del incentivo monetario-. La abolición temprana y por decreto del mercado como gestor funcional de la interdependencia. El desarrollo orgánico por parte del Estado de la capacidad gerencial que ofrece la tecnología actual y su aplicación operacional para satisfacer masivamente los valores de uso primarios de toda la sociedad.

Sin la represión escalar de la economía, la productividad se liberaría de las cadenas del modo de producción capitalista. La inversión productiva estallaría en un abanico de grandes proyectos de infraestructura y el plano tecnológico contaría con la plataforma escalar necesaria para seguir avanzando. La centralización e híper-mecanización de la producción con ajenidad a la ley del valor aboliría funcionalmente a sectores enteros (publicidad, consultoría, etc.) y el factor trabajo redundante sería forzosamente expulsado de la producción. Al contrario que con la ontología de la rentabilidad, la intensidad laboral y la obcecación interpretativa con el “empleo” carecen de sentido bajo un criterio puramente ecológico.

Bajo este sistema, la segregación en términos de eficiencia productiva del territorio económico no supondría el desastre distribucional que devengaría de un esquema socio-económico gobernando por la estructura de propiedad. El acceso a bienes y servicios sería racionado pero gratuito, garantizado a toda persona con independencia de su condición. El mismo modelo que estamos aplicando actualmente a la decomodificación del transporte público. La desarticulación de la competición agencial empresarial y vial en beneficio de estructuras escalarmente superiores que permitan, gracias a su mayor productividad, cubrir valores de uso de la manera más eficiente posible. Estructuras que por su naturaleza concentrada y masiva deben operar, necesariamente, bajo un sistema de gobierno socializado.

Esta segunda Gran Transformación implicará, inicialmente, una perdida sistémica de productividad. La reconversión será gradual y el universo de valores de uso que nuestra geografía productiva podrá satisfacer deberá contraerse antes de volver a poder expandirse bajo un esquema tecnológico-escalar superior. De la misma manera que el transporte privado es –hoy- más flexible circulatoriamente que su rival público, la producción gerencial masiva necesitará comenzar su andadura resolviendo antes las grandes necesidades básicas de la humanidad. A medida que la tecnología y la explotación gerencial permita articular la Toyotización general de la producción bajo un marco sostenible, la satisfacción total del lujo será cada vez más una realidad. Un nivel de vida creciente que se complementará con la innecesariedad de trabajar, con una seguridad socio-económica total  y con la certeza de que nuestra sostenibilidad ecológica nunca se verá comprometida. El nacimiento de la Hedonomía.

En este sentido, el ejemplo del tráfico urbano y la proyección macroeconómica general de esta reforma nos exponen la irracionalidad teórica de afirmar que el sistema de mercado y la organización gerencial total de la producción son termodinámicamente equivalentes. Bajo la interdependencia monetaria, no existe la posibilidad de generar la productividad sistémica suficiente como para compensar la necesidad de reprimir la espacialidad económica agregada. Bajo el capitalismo, la contención ecológica significa, necesariamente, el estancamiento, la híper-segregación distribucional y la pobreza modal. En cambio, operando un sistema de producción ajeno a la ley del valor, la productividad puede desarrollarse naturalmente hasta abolir la necesidad de la ineficiente transaccionalidad mercantil. Hasta el punto en el que la lógica gerencial asuma el control general de la función de producción y la escala económica pueda abandonar el absurdo paradigma de la competición agencial. Solo mediante un sistema ajeno y opuesto a la lógica capitalista puede la especie humana colapsar espacialmente la costosa interdependencia monetaria, compensar este desarrollo por medio de una mayor productividad y hacerlo de una manera bajo la cual ello no devenga en un infierno segregacionista. La única fórmula que garantiza la máxima abundancia dado un determinado límite material-termodinámico y un determinado grado de destreza técnica.

aleta

La aleta del desarrollo y la segunda Gran Transformación representan así el modelo de organización socio-productiva más lógico ante los retos sociales, ecológicos y políticos de nuestro tiempo. Una representación gráfica de la gestión humana de la productividad dado un contexto natural y una pendiente acumulada de capacidad gerencial. Un simple modelo en el que confluyen modos de producción, relaciones de poder, la escala económica y la historia de nuestro desarrollo. Algo que, con un poco de imaginación, todos podemos entrever al cruzar en un simple paso de cebra.

 

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