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Discriminación Macroeconómica y el Problema Alemán en la Unión Monetaria Europea

Resulta un hecho incontrovertible afirmar que el Banco Central Europeo y su credibilidad como gestor del Eurosistema se encuentran hoy en un momento político complejo. La entidad que gobierna Mario Draghi soporta desde 2011 un incesante asedio teórico e ideológico que la coloca en una posición permanentemente incómoda dentro del tablero macroeconómico europeo. En conjunción con el frente post-keynesiano de Varoufakis, la amenaza “populista” italofrancesa le exige una intervención decisiva que libere permanentemente a la periferia de sus pesadas cadenas fiscales. Frente a estos, el ejecutivo continuista alemán y los poderes fácticos del continente abogan por la total contención agencial y el gobierno “mercantil” del Eurosistema. Si esta fractura doctrinal no fuera suficiente, el BCE ha logrado perder también buena parte de su autoridad técnica gracias a previsiones macroeconómicas más cercanas a la comedia que al prestigio de la disciplina econométrica. Un desvanecimiento del velo tecnocrático cuyo punto culminante se alcanzó la semana pasada: sus economistas habían inventado un modelo con el que poder afirmar que el BCE había salvado a Europa del colapso. Una afirmación doblemente irónica si tenemos en cuenta que, a día de hoy, el continente está al borde técnico de la recesión.

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El resultado de este hostil ecosistema político es un banco central eminentemente conservador y reactivo. Una entidad que se muestra incapaz de gestionar las expectativas de los mercados al tiempo que cumple con los límites institucionales de la caótica arquitectura monetaria y política europea. Derivado de esta inducida pasividad, el actor macroeconómico supremo de la Eurozona ha sido duramente criticado por su pobre y poco eficaz gestión de la crisis acumulativa en el viejo continente. Una administración macroeconómica que contrasta enormemente con el grado de iniciativa mostrado por la Reserva Federal y el Banco Central de Japón y cuyas consecuencias macroeconómicas han sido social y políticamente devastadoras.

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El BCE llegó tarde al suelo monetario, el despliegue de la artillería no-convencional se hizo con una dolorosa parsimonia y los proyectiles de compras que llegaron a utilizarse fueron de un calibre mucho menor al de sus peers. En consecuencia, debido a la torpe y contenida respuesta de Frankfurt, Draghi carece hoy de un programa de normalización claro y creíble de cara a los inversores internacionales. El imaginario corporativo de la macroeconomía continental está bajo mínimos y la periferia social de la unión debe prepararse para lo peor.

El principal culpable de la anémica respuesta del BCE a la lúgubre orografía acumulativa de la zona Euro es, ante todo, la inflación. La ontología ordoliberal que gobierna la acción de los órganos del Eurogrupo tras la detonación macroeconómica del boom inflacionario previo al año 2008. Si el Bundesbank tiene en la República de Weimar su punto de anclaje interpretativo, el BCE se mueve de acuerdo al bagaje causal de la gran crisis de la Eurozona. De acuerdo al prisma bajo el cual, a la llegada del nuevo milenio, Frankfurt contribuyó activamente a engendrar los desequilibrios macroeconómicos que casi destruyen a la moneda que se le encomendó guardar.

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Para exponer la base causal detrás del sistemático y letal conservadurismo monetario del BCE, es preciso comprender la naturaleza del pecado original sobre el cual hizo su debut la unión monetaria europea en 1999. Entender la fase inicial de la crisis del Euro, su relación con el contexto monetario actual y el sistema institucional que ha hecho de ambos escenarios una realidad posible. La –absurda- lógica por la cual el proyecto económico europeo intentó crear una plataforma productiva común con la que competir con el dólar por la supremacía monetaria mundial.

Como marco teórico, Maastricht partió de la noción del equilibrio productivo-espacial convergente dentro de un contexto económico competitivo. La idea de que, en mercado común donde convive una camisa de fuerza fiscal y el libre movimiento del capital y del factor trabajo, el impulso acumulativo modula a la baja la desigualdad macroeconómica inter-territorial. El paradigma bajo el cual los flujos transfronterizos y la flexibilidad salarial sincronizan los ciclos económicos, en el que la integración económica genera una tendencia general hacia la paridad en el campo de la renta y en el de la productividad. La –siempre políticamente conveniente- tesis de la estabilidad homogénea capitalista constante.

La confianza de los arquitectos del Euro en su estilizado planteamiento causal, el zeitgeist neoliberal y la problemática política asociada hizo que el proyecto de Maastricht se concibiera sin el  mecanismo estabilizador que Mundell ideó para cerrar su teoría de la zona monetaria óptima. Sin la mutualización del riesgo económico por la vía fiscal que el teórico canadiense había definido como el imperativo para garantizar la sostenibilidad en el tiempo de la estructura. El pilar europeo del que nadie tenía ningún interés en hablar porque “la economía no debe ni puede ser gobernada”.

La Comisión Delors optó así por la cláusula de no-rescate nacional (Art. 125). Por un esquema bajo el cual la cesión unilateral del instrumental macroeconómico capaz de hacer frente a un episodio contractivo se llevaba a cabo sin contrapartida re-distribucional alguna. Los Estados miembros accederían al club por su cuenta y riesgo y el Euro emergería conceptualmente como la única estructura macroeconómica del planeta en la que la capacidad fiscal y la herramienta monetaria estaban funcional y subjetivamente separadas. El precio de querer estrangular el corazón financiero del espíritu socialdemócrata en Europa.

Ante los riesgos para todas las partes implicadas, no es que nadie advirtiera entonces de las consecuencias de implementar un sistema en el que los diferenciales de competitividad solo podían dar como resultado macroeconómico el suicidio nacional de medio continente.  Estas consideraciones fueron sistemáticamente obviadas en beneficio de la tesis de la estabilidad horizontal de un circuito acumulativo compartido. El marco win-win del que el capital europeo se auto-convenció para poder narrarse a sí mismo que amordazar monetariamente a Keynes no tenía peligros acumulativos asociados para su reproductibilidad. Un esquema experimental al que nadie se había encomendado antes.

En consecuencia, la unión entró en el nuevo milenio bajo el ideal aspiracional de que el capitalismo europeo de moneda única nivelaría los distintos estadios de desarrollo de sus otrora economías nacionales. Que gestionaría eficientemente los diferenciales de productividad e inflación y distribuiría homogéneamente el potencial tecnológico a lo largo y ancho de la plataforma continental. Con lo que el Eurosistema no contó fue con el hecho de que, en el contexto europeo, los diferenciales de desarrollo implicaban modelos acumulativos asimétricos. Esquemas de reproducción del capital completamente diferenciados que, gracias a una moneda común, iban a iniciar una metástasis circulatoria de proporciones y consecuencias incendiarias inmensas.

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Esencialmente, en aras de simplificar la problemática operativa de la unión monetaria europea, podemos dividir las distintas economías del Eurosistema en dos categorías funcionalmente diferenciadas. El modelo periférico de gestión doméstica de la demanda y el modelo alemán de gestión de oferta y reproducción exterior. El modelo acumulativo tradicional periférico opera(ba) de la misma forma que un motor de combustión. Pobre base tecnológica, poca escala monopolística y reducida coordinación institucional en el campo de la realidad salarial significaban dos cosas. Por un lado, dada su rudimentaria capacidad de engrasar el tracto acumulativo capitalista, su potencial manufacturero era limitado. Un factor que, en un modelo particularmente dado a la descoordinación entre la retribución del trabajo y la eficiencia industrial, generaba, en crecimiento, un nivel de inflación estructuralmente alto. Por otro, esta débil geografía productiva generaba un tipo de cambio ajeno a presiones alcistas derivadas de una moneda nacional fuerte. El boom acumulativo nacional era, por naturaleza, un polo inherentemente importador.

Combinadas ambas características, la combustión doméstica impulsaba el desarrollo material hasta el punto sobrecalentado en el que el gobierno debía intervenir para rebajar la presión inflacionaria. La devaluación periódica re-equilibraba los diferenciales de valor entre la producción y el plano monetario nominal y el sistema procedía a calibrar un nuevo encendido. De esta manera, ciclo tras ciclo, el país obtenía un horizonte productivo cada vez más avanzado, un horizonte en el que el valor –material- por unidad nominal de moneda podía crecer gradualmente.

El modelo periférico de gestión –doméstica- de la demanda parte, en esencia,  de un estadio de desarrollo medio en el que el capital doméstico no está en condiciones escalares ni tecnológicas de emprender iniciativas reproductivas exteriores con éxito. Consecuente, su centro de gravedad reproductivo se encuentra en bienes no susceptibles de ser exportados (sector turístico, inmobiliario, restauración) y su sostenibilidad está íntimamente ligada a la capacidad del gobierno de operar una válvula de escape inflacionaria propia.

Frente al modelo periférico de centralidad importadora, baja capacidad productiva y alta inflación potencial está el sistema derivado de una plataforma tecnológico-monopolística comparativamente –muy- alta. El modelo de gestión de oferta y reproducción exterior alemán. Un esquema que se deriva y depende de un avanzado estadio de desarrollo manufacturero en el que la explotación de la escala económica y de la intensidad mecanizada resulta esencial.

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El ciclo acumulativo del capital germano opera en base a una economía política completamente centrada en la generación doméstica de productividad por medio del aparato industrial. Un esquema cuyo epicentro material lo constituye una potente base manufacturera que se funde funcionalmente con unas relaciones público-privadas, financieras y sindicales altamente coordinadas. El país corona el campo espectral europeo de la alta tecnología, domina el mercado de los bienes de capital  y es capaz de modular eficientemente el baremo retributivo de su fuerza de trabajo de acuerdo con sus intereses comerciales. Cualidad esta última que su gobierno sobre-explota comercialmente en detrimento de sus socios comunitarios.

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Como consecuencia de su alta capacidad productiva y de la reproducción externalizada-comercial, el nivel “natural” de inflación del país es comparativamente –muy- bajo. Un factor que Berlín no duda en amplificar mediante la represión doméstica de la demanda interna por la vía salarial y financiera (promoviendo el ahorro). La doctrina calvinista de la demora de la gratificación como motto macroeconómico sobre el cual el país ha desarrollado un sistema corporativista vertical altamente eficaz cuya contrapartida lógica es un alto tipo de cambio real para la moneda nacional. Un alto valor por unidad monetaria nominal tras el que se esconde, comparativamente, una masiva capacidad de satisfacer utilidad.

Debido a sus importantes diferencias en lo referente a la arquitectura acumulativa, la introducción del Euro provocó un matrimonio macroeconómicamente disfuncional entre la realidad periférica y la economía política germana. Una espacialidad monetaria común en la que convivirían bases productivas completamente asimétricas bajo un mismo tipo de cambio y una idéntica horquilla inflacionaria. Europa debía confiar ahora en que el mercado común cumpliera con su cometido teórico y construyera, poco a poco, la prometida convergencia.

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Aidan Regan: The Imbalance of Capitalisms in the Eurozone: Can the North and south Converge?. Comparative European Politics.

Para el modelo de exportación alemán, la introducción de la moneda única supuso un gran número de ventajas. El tipo de cambio mancomunado de la Eurozona le rebajó sustancialmente las barreras a la penetración comercial y, con los costes transaccionales reducidos al mínimo, el espacio mercantil de Creta a Finisterre quedaba disponible para las posibilidades reproductivas del corporativismo vertical germano. Esencialmente, con la llegada del Euro, la ventaja alemana frente a la competencia intracomunitaria en términos de valor por unidad nominal de moneda fue artificialmente acrecentada.

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En lo que se refiere al modelo de gestión de demanda, en un principio, el Euro no supuso un problema acumulativo agregado. La industria doméstica podía no sobrevivir ante las propuestas de valor de la alta capitalización y coordinación emanadas de híper-productivo norte, pero ello no significaba la desertización reproductiva si la economía podía encontrar formas de subvertir la lógica acumulativa real mediante fórmulas alternativas no-industriales. De esta manera, mientras que Alemania ahondó funcionalmente en la especialización exportadora, la periferia se encomendó al casino de la reproducción financializada del dinero. A la concatenación de episodios especulativos de alto consumo como forma reproductiva nacional. Un circuito europeo de divergencia material (industrial) e institucional-económica que solo devino posible con posterioridad al año 1999.

Antes de la llegada de la unión monetaria, un país que operara bajo un sistema de gestión de demanda debía atenerse a unos límites de carácter estructural en relación a cuánto podía tensar la opción financializada. La base productiva nacional era quien determinaba, en último término, el valor real de su moneda. Su potencial real de compra. Si el sobrecalentamiento macroeconómico provocaba que la dimensión monetaria sobrepasara la capacidad manufacturera doméstica, intervenía la inflación. El gobierno devaluaba y se lograba recuperar el equilibrio nacional entre el plano nominal y el precio real –productivo- del dinero. Un mecanismo por el cual el saldo comercial y material (industrial) a ambos lados de la inter-dependencia volvía, necesariamente, a estabilizarse.

Consecuentemente, el Euro no solo rompió el candado natural a los desequilibrios comerciales e industriales intra-europeos y a las posibilidades artificiales de reproducción del capital periférico, hizo de su gestión y control una tarea macroeconómica imposible. En este sentido, la moneda única desvinculó el “precio” endógeno de las monedas nacionales vinculadas a bases productivas pobres de sus límites inflacionarios orgánicos. Potenció activamente el meteórico ascenso de la bonanza especulativa importadora periférica, hizo posible la especialización exportadora total germana y condeno a los gobiernos mediterráneos a una prisión funcional desde la que pudieron ver sus indicadores macroeconómicos explotar. ¿Qué hizo de este desarrollo causal un suceso comercial e inflacionario posible? El impacto del ecosistema macroeconómico-industrial alemán en la gestión monetaria de la Eurozona.

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Aidan ReganThe Imbalance of Capitalisms in the EurozoneCan the North and south Converge?. Comparative European Politics.

Desde la entrada del nuevo milenio, el BCE -cuyo mandato legal lo comandaba a alcanzar un nivel de inflación anual general del 2%-, intentó por todos los medios y sin éxito levantar el suelo inflacionario de la República Federal Alemana. Frankfurt chocó una y otra vez con la moderación salarial auto-infligida y con una estructura productiva y tecnológica híper-capaz. El precio –ahora- continental del dinero no solo se socializó a la baja con la llegada de la moneda común, sino que, en este contexto, el BCE tenía que hacer un uso expansivo del instrumento monetario para lograr que el motor industrial de la unión cumpliera con lo dispuesto en los tratados.

Este desarrollo provocó que la cuenca macroeconómica mediterránea del Euro obtuviera, sin merecerlo –en términos de valor derivados de una base productiva más eficiente-, acceso a dinero prácticamente gratuito. La base de su boom especulativo de carácter no industrial, de su frenesí importador y del vector de demanda que transformó a la Alemania del nuevo milenio en el actor macroeconómico que conocemos hoy. La reconfiguración continental del precio del dinero que introdujo el Euro fue quien potenció, de manera definitiva, las diferencias reproductivas y materiales de las dos economías políticas del Eurosistema.

Con referencia a este punto, el Euro no mutualizó –sobre el papel- el riesgo macroeconómico nacional, pero en la medida en la que las economías más mediocres del Eurosistema tuvieron idéntico acceso al bajo precio del dinero alemán, toda las partes –financieras- implicadas pretendieron interpretar contra legem este –crítico- detalle. Incluida, en interés propio, la gran banca germano-francesa. En consecuencia, debido a esta efervescencia crediticia sobrevenida, el motor de combustión periférico inició la secuencia de lanzamiento que catapultaría a la región al apalancamiento macroeconómico más insostenible. La esfera inmobiliaria estalló, los salarios crecieron sin base real y los sistemas políticos caciquiles vivieron una fiesta distribucional sin precedentes. Una falsa bonanza acumulativa privada que, con la gestión de la potestad monetaria nacional ahora en Frankfurt, nadie podía atajar por la vía tradicional de la devaluación.

Cuando el sistema financiero colapsó, la escena Gatsby de la contabilidad nacional privada de la periferia se vino abajo y la otrora olvidada cláusula de no-rescate del artículo 125 entró en juego. Gracias a la arquitectura monetaria europea, los gestores de demanda mediterráneos –especialmente Grecia- se vieron ante el infierno macroeconómico más salvaje. Estas economías no solo habían sido funcionalmente incapaces de contener la espiral inflacionaria doméstica dentro de la unión monetaria, ahora tenían que hacer públicas las inmensas deudas de sus sectores privados si sus gobiernos querían tener alguna esperanza de alcanzar, en un futuro lejano, la “recuperación”.

Con las finanzas públicas arruinadas, sin potencia fiscal, sin la posibilidad de devaluar la moneda y sin acceso directo al salvavidas del BCE, los modelos de gestión de demanda periféricos tuvieron que cometer un suicidio estructural en aras de mantenerse a flote. Tuvieron que sacrificar todo su aparato social y gran parte de su normal salarial para –intentar- ser internacionalmente competitivos. Para intentar acceder en el exterior a la reproducción acumulativa que les negaba domésticamente la camisa de fuerza fiscal y monetaria de la moneda común.

Gracias a la estructura de la unión monetaria europea, gran parte de la espacialidad económica de lo que es la primera potencia comercial del mundo tuvo que abandonar la esperanza de resolver el –masivo- desapalancamiento sobrevenido por la vía expansiva masiva norteamericana. Rendir gran parte del bienestar de su población y encomendarse, innecesariamente, a competir con potencias mercantiles medias y en base a criterios de precio para generar los recursos monetarios suficientes para “cuadrar” las cuentas.

El sacrificio ritual de la demanda agregada europea con posterioridad al año 2008 constituyó el punto de partida doctrinal sobre el que el BCE y la ortodoxia germanófila manufacturaron el contexto acumulativo continental que hoy se desmorona macroeconómica y políticamente. Mediante la híper-devaluación interna compartida por todo el espectro periférico y la falta de estímulos, Frankfurt llevó a Europa a una posición exterior insostenible en un ecosistema mercantil internacional que nunca llegó a recuperarse. A un escenario en el que la guerra comercial, la creciente regionalización de los flujos acumulativos y el fin del híper-crecimiento chino hacen de la dependencia exterior una apuesta estratégica estúpida.

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Las razones detrás de este planteamiento macroeconómico continental son múltiples y representan las preferencias políticas de actores mucho más allá del plano funcional y subjetivo del BCE. El sesgo pro-austeridad como solución permanente a la problemática asimétrica de la unión monetaria parte de posiciones íntimamente relacionadas con la cuestión geopolítica y, especialmente, con la cuestión de clase. Intereses que intervienen en la posición ontológica tanto de Bruselas como del gobierno del Eurosistema y que representan un prisma bajo el cual la geografía macroeconómica europea está destinada a la ruptura.

En primer lugar, la austeridad como fórmula sistémica para responder al colapso fiscal y acumulativo posterior al año 2008 tiene como objetivo primordial la domesticación del trabajador europeo en un contexto en el que la rentabilidad del capital no puede permitirse la operativa intensivo-tecnológica. Aquí, la crisis del Euro constituye una oportunidad coyuntural para institucionalizar cognitivamente el paradigma de la “economía de guerra”. El normal político de los sacrificios y de las restricciones financieras al placer.

Ejemplo de esta dinámica oportunista lo podemos encontrar en el caso del Reino Unido, un país que optó por la misma opción macroeconómica a pesar de disponer de potestad monetaria propia. Londres ha desmantelado los servicios públicos, cercenado el acceso al bienestar asistencial y promovido una economía política de plantación. Y lo ha llevado a cabo utilizando el mismo argumento causal que ha empleado Bruselas para lanzar su propia ofensiva (re)distribucional. Aquí, en el campo de la represión del trabajo, no existen las diferencias normativas irreconciliables separadas por un canal.

Tanto Londres como Bruselas articulan su giro político austero en base al razonamiento del los costes laborales unitarios como instrumento de medición de las “posibilidades” sociales nacionales. La adopción del calvinismo más represivo como forma de entender la orografía de la competitividad internacional. Para esta doctrina, la crisis del Euro y la gran depresión británica responden al abandono de la ortodoxia laboral y fiscal prusiana, el bienestar como fuente de debilidad macroeconómica. En consecuencia, al menos para el cuadrante periférico de la unión monetaria, el modelo alemán constituye la meta aspiracional a la que sus gobiernos deben apuntar. El resultado al que llegaremos una vez entendamos que debemos vivir peor.

Esta narrativa no solo es moralmente indefendible, es también causal e históricamente errónea. La periferia no incurrió en la catástrofe macroeconómica de 2011 por “vivir por encima de sus posibilidades”. Lógicamente, derivado del boom financializado que devino del dinero gratuito, las importaciones periféricas crecieron exponencialmente, pero las exportaciones nunca decrecieron. La competitividad real de la cuenca mediterránea no es, en definitiva, una función perfecta de los costes laborales unitarios. Existen infinidad de factores que modulan esta variable y que no responden al grado de represión del trabajo.

De igual manera, en el campo del placer económico, quienes afirman que el gasto público fue quien provocó la detonación de las cuentas públicas de la periferia obvian –deliberadamente- el análisis del desarrollo temporal de los acontecimientos. El sector público fue quien, en última instancia, tuvo que rescatar a la esfera privada. La lógica inversa no tiene sentido cuando, por ejemplo, España contó con superávits públicos concatenados en la cima de la orgía especulativa de 2004 a 2007.  La fase primera del la crisis del Euro es, indiscutiblemente, un desarrollo derivado de un exceso de crédito disponible -de una alta integración financiera-, no de un exceso de gasto ni de la sobre-remuneración del trabajo.

Consecuentemente, en su vertiente germana, la teoría de los costes laborales unitarios como pilar fundamental de la competitividad internacional también plantea problemas. Las alabanzas al modelo de moderación salarial alemán y su vinculación causal al éxito comercial olvidan infinidad de variables que no concuerdan con dicho diagnóstico. El éxito alemán se deriva, primordialmente, de la ocupación –monopolización- el espectro europeo de los bienes de capital más avanzados. Sus mercados son tradicionalmente clientes estables y de un alto potencial de crecimiento (China, Arabia Saudí e India) y la demanda a la que satisface el país es comparativamente mucho menos elástica que las de sus rivales. El precio no es tan importante cuando comercializas internacionalmente algo que nadie más produce.

Por su parte productivo-material, la afirmación de que la represión salarial fue el motor detrás de la consecución de esta posición internacional es también falsa. Alemania hizo decrecer sus costes laborales unitarios con respecto a la media de la Eurozona –exclusivamente– por medio de un crecimiento sostenido y vertical de la productividad. La vertiente retributiva relativa permaneció invariable. La ventaja alemana es eminentemente tecnológica y, gracias a ello, también de segmentación comercial.

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Storm, S. and C.W.M. Naastepad. 2015. Germany’s recovery from crisis: The real lessons. Structural Change and Economic Dynamics 32 (1): 11-24.

En consecuencia, el uso por parte de la Troika y por parte del gobierno alemán de la narrativa que vincula causalmente las trayectorias de las distintas economías de la zona Euro a la mayor o menor represión salarial parte de una motivación claramente política, no técnica. La excusa perfecta para explotar aquello por lo que, para muchos, fue creada la exótica separación monetario-fiscal continental: imponer una economía política neoliberal bajo la amenaza de cortar el caudal de la financiación pública. La institucionalización del chantaje macroeconómico como vía para perseguir equilibrios retributivos más asimétricos entre la esfera del trabajo y la de la propiedad.

El aprovechamiento coyuntural de la crisis del Euro por parte de la ambición neoliberal es uno de los pilares que explica la estrategia macroeconómica europea posterior al año 2008, pero está lejos de ser el único. Detrás del giro austero se encuentra también un claro interés por evitar la mutualización del surplus continental por la vía fiscal. La fórmula que todo aquel no vinculado ideológicamente al absurdo ordoliberalismo Mengeriano ha defendido desde la positivización de la cláusula del suicidio macroeconómico en 1992. En esencia, abolir toda posibilidad de diseñar un equivalente europeo al sistema de estabilización inter-territorial federal de transferencias estadounidense.

La lógica del arreglo fiscal es muy simple. Si el modelo alemán obtiene para sí la mutualización del tipo de cambio por medio de una unión monetaria en la que convive con economías marcadamente menos desarrolladas –y por tanto monetariamente más débiles-, resulta de justicia que exista un instrumento que compense los efectos distribucionales de dicho (des)equilibrio. Esto no constituye ninguna propuesta radical, esto ocurre internamente en todos y cada uno de los Estados que componen el Eurosistema. La labor de este mecanismo es, de hecho, fortalecer la cohesión política y macroeconómica de la estructura.

Evitando la implementación de un sistema de reciclaje público del superávit generado por las estructuras productivas del continente, los modelos exportadores del norte se benefician de una periferia que acepta someterse a todos los riesgos macroeconómicos de la unión. Sin la estabilización espacial fiscal de la Eurozona, la periferia solo puede optar entre una gestión de demanda funcionalmente incontrolable y una opción exterior que garantiza una devaluación social perpetua. Una decisión que es, además, enteramente del BCE.

Si ello no fuera lo suficientemente anti-democrático y peligroso, si algo fuera mal, la no mutualización implica también que el destino de los costes de financiación del Estado y la estabilidad del sistema bancario nacional forman un matrimonio retroalimentado mortal. Un vínculo estructural que provoca que, ante el desastre, Alemania se financie de manera gratuita al tiempo que sus rivales dedican ingentes recursos en sanear sus sistemas financieros domésticos. El factor que hizo de la resolución de crisis del Euro una contienda macroeconómica especialmente complicada a partir del año 2011.

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Con la lógica geopolítica eliminando la opción fiscal de la mesa de la gestión económica europea y el capital continental defendiendo la necesidad de un shock monetario disciplinario, el BCE no tuvo muchas dudas acerca de qué dirección macroeconómica seguir para contentar a los poderes fácticos de la unión. El descarte de la intervención de facto como inversor general de última instancia coincidió a su vez con la acumulación de miedos constructivistas derivados de la experiencia monetaria previa al año 2008. Ante la falta de opciones, Frankfurt rindió su agencialidad y su manufactura narrativa al calvinismo corporativo-germano.

El gobierno monetario europeo aprendió del ascenso y colapso de la fase expansiva de la unión (2000-2007) que la gestión monetaria de dos economías políticas eminentemente distintas no podía girar en torno a la baja inflación del actor económico más desarrollado. Intentar modular el vector inflacionario alemán provocaba que el resto del ecosistema macroeconómico europeo operara con un nivel de efervescencia financiera que posteriormente era incapaz de gestionar. Una simple realidad causal que casi le cuesta a la unión la supervivencia política de su moneda.

La respuesta a esta problemática por parte de Frankfurt fue la activa contención del instrumental monetario del BCE. Dejar hacer a la deflación y esperar que Europa pudiera acomodarse al modelo alemán por medio de los recortes salariales y el secuestro del gasto público. La penitencia forzosa que ha condenado a la cuenca mediterránea a encorsetarse macroeconómicamente en un marco teórico-econométrico bajo el cual es perfectamente posible afirmar que Italia o España operan a plena capacidad mientras sus índices de precios domésticos caen.

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El problema de adoptar esta opción en la Eurozona es doble. Esta es una solución que no solo no resuelve el problema original, sino que lo empeora de una manera significativa. Aplicar una política monetaria pasiva que, frente a las asimetrías productivo-inflacionarias del continente, opta por el baremo inflacionario del potencial alemán equivale a institucionalizar la depresión como normal monetario de la Eurozona. Implementar un marco que pretenda exportar las dinámicas inflacionarias germanas a economías políticas comparativamente poco desarrolladas simplemente no funciona. Si el BCE opta por esta operativa significa que, deliberadamente, la entidad está aplicando una política monetaria que discrimina las necesidades macroeconómicas de los modelos de gestión de demanda periféricos. Economías estructuralmente más débiles que no solo tienden a la inflación, sino que necesitan de esta para poder obtener el impulso económico necesario para acumular capital.

A diferencia del capital alemán, estas economías no disponen de un sector exterior capaz de ofrecer flujos circulatorios exteriores que cumplan con esta función y, en consecuencia, entran en una dinámica depresiva de la que no pueden escapar. Quedan condenadas a una permanente low-flation, a un estancamiento acumulativo insalvable. El punto macroeconómico en el que nos encontramos actualmente.

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Si esta opción monetaria no fuera macroeconómicamente salvaje y socialmente suicida, podríamos pensar que el episodio penitente es un precio relativamente modesto a pagar por adquirir las capacidades germanas. Sin embargo, la realidad causal en este campo resulta muy distinta a la de las promesas del ordoliberalismo. Al cercenar las opciones reproductivas de la economía doméstica, el BCE está reduciendo activamente las probabilidades de que la geografía productiva periférica emprenda una trayectoria acumulativa que produzca capitalización. El elemento fundacional de cualquier base productiva que aspire hoy a ser internacionalmente competitiva.

La ontológia que interpreta todo marco de represión del trabajo como un esquema de desarrollo efectivo es económicamente estúpida y políticamente aberrante. Como hemos establecido anteriormente, la base diferencial entre el polo germano y la periferia radica en dos bases de desarrollo productivo tecnológica y escalarmente asimétricas. Esencialmente, diferencias de intensidad mecánica en del tracto manufacturero, en el grado explotación de la variable de la espacialidad y en los niveles de formación de la fuerza de trabajo. Exactamente aquello que devaluación deflacionaria convierte en un suceso económicamente imposible.

Siguiendo la receta ordoliberal-calvinista, la periferia está cortando todo puente funcional con la consecución de una plataforma manufacturera y laboral operativamente similar a la de la superpotencia centroeuropea. La escasez monetaria y la devaluación social constituyen dos medidas que impiden el desarrollo de una economía política en la que, como el caso alemán, la rentabilidad provenga esencialmente de la productividad industrial. De fuertes conglomerados lubricados por un trabajo altamente comprometido formativa y salarialmente con el éxito de los esquemas de realización exterior. La austeridad monetaria reprime la inversión pionera y estrangula todo esquema que pretenda sustituir factor trabajo por un sistema mecanizado. Si una economía se enfrenta a un escenario deflacionario permanente, no tiene sentido expandir la producción ni arriesgar en operaciones de inversión en las que esté en juego un gran inmovilizado. Resulta mucho más lógico expandir y contraer plantilla para ir adecuando la producción a unas condiciones de mercado tan cambiantes como precarias. Resulta económicamente imperativo abrazar la híper-extensividad laboral.

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De la misma manera, la obsesión reformista encaminada a reducir los costes laborales unitarios genera abaratamiento del factor trabajo y una rotación laboral creciente. Ello hace de la explotación económica de la mecanización y de la escala opciones de inversión menos atractivas, imposibilita la formación continua y abole el imaginario coordinado-corporativista por el cual capital y trabajo llegan a compromisos bilateralmente beneficiosos. La precariedad y la extensividad laboral constituyen la mejor vacuna funcional frente a la manufactura industrial de la productividad. El supuesto contrario al que promociona este prisma causal.

Entendiendo ambos frentes resulta fácil dibujar la lógica de la gestión de demanda tradicional. La economía llegará a sobrecalentarse y la inflación será protagonista, pero el capital invertido y la formación generada durante la época bonanza seguirán existiendo tras la devaluación. De acuerdo con el marco causal explicado, la formula real para –intentar- alcanzar el potencial productivo alemán resulta funcionalmente imposible dentro de la arquitectura del Euro actual. Si el BCE intenta responder a la baja inflación alemana la periferia se sobrecalentará, pero nunca podrá detener la combustión y acabará estrellándose en un mar de deudas impagables (2000-2011). Si el BCE opta por la moderación (2011-2019) y hace suya la narrativa de la necesaria devaluación social, entonces la inflación necesaria para construir capacidad productiva quedará completamente abolida. Dentro del Euro el sur nunca podrá alcanzar la estructura macroeconómica del norte.

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Llegados a este punto, podemos concluir que, dado que el normal monetario europeo tiene todas las posibilidades de mantenerse bajo la lógica operativa actual, el compromiso del BCE de dar estabilidad a la moneda única es el motor principal del crecimiento de la divergencia macroeconómica continental. La unión monetaria europea constituye así el mecanismo que, en términos de estructura productiva, de base tecnológica y de forma de organizar el empleo, está partiendo el continente en dos. Una división que no solo opera en detrimento del desarrollo y del bienestar de la facción periférica de la unión, sino que pronto hará que el BCE no tenga opciones monetarias comunes -políticamente- válidas.

La supervivencia política de la estructura monetaria del Euro representa hoy la mayor amenaza para la supervivencia política de la estructura monetaria del Euro. Lo que constituye hoy un problema grave de demanda agregada pronto tornará en una asimetría estructural de la que será imposible recuperarse sin un desmembramiento violento y proteccionista del escenario macroeconómico europeo. Sin reformas profundas, el polo germano monopolizará completamente el campo de los bienes susceptibles de exportación, de la alta tecnología y de la escalaridad productiva industrial. La periferia, por su parte, quedará relegada a una economía política intensamente terciario-precaria. Una estructura sin posibilidades de construir circuitos reproductivos exteriores, de articular alta productividad industrial, de explotar la escala económica y de crear un ecosistema laboral más estable y eficiente.

Si el Euro quiere sobrevivir, tener opciones macroeconómicas de gobernar el espacio monetario del continente y contribuir a la sostenibilidad política de la unión, el BCE debe idear y apoyar toda iniciativa que de solución permanente y definitiva al problema alemán. A la asimetría de desarrollo que hace de la gestión inflacionaria del sistema una pesadilla operacional para Frankfurt. A un diferencial productivo que hace que, mientras que Alemania se beneficia del crecimiento periférico –exportación de bienes y de crédito-, el sur no obtiene rédito alguno del avance acumulativo germano.

Para solventar la problemática actual, Alemania debe optar entre abandonar la unión para permitir una gestión monetaria acorde al nivel de desarrollo modal europeo o acceder a la mutualización de los diferenciales de la potencialidad real. Aceptar la implementación de un flujo fiscal hacia la periferia o asentir a que esta pueda monetizar sus deudas en un contexto en el que el BCE aprete el acelerador expansivo. En definitiva, el Euro necesita que su miembro más importante soporte el mismo nivel de restricciones macroeconómicas que experimentan sus socios comunitarios más débiles dentro de la unión. No existen más alternativas.

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2 respuestas a «Discriminación Macroeconómica y el Problema Alemán en la Unión Monetaria Europea»

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