La campaña que la coalición internacional liderada por los EE.UU. emprendió en Irak en el año 2003 para derrocar al gobierno de Saddam Hussein caracterizó, junto con la reorientación de su hermana Afgana, un capítulo muy particular de la historia militar moderna. La era de la guerra neoliberal hace referencia a la década en la que el mundo post-socialista de unipolaridad norteamericana decidió experimentar con la reproductibilidad de su marco filosófico nacional más allá de sus fronteras. Un choque cuya dimensionalidad sobrepasará la inmediata realidad cinética del conflicto.
El paradigma del nuevo y moralmente supremo Occidente tendrá su primera toma de contacto con el borde exterior de su renovada ontología civilizacional en el teatro de operaciones más convulso y políticamente opuesto del planeta. Más allá de la inmediata causalidad geopolítica y de la tradicional y rudimentaria manufactura del casus belli, la lógica de esta campaña tendrá, a los ojos tanto de los mandos civiles como también de los cuadros militares, una naturaleza eminentemente distinta a una proyección de fuerza convencional. Un experimento social cuya hipótesis nula rubricará su nombre, definirá la batería de la justificación narrativa doméstica y moldeará la teoría de la victoria que guiará a su contingente militar sobre el terreno.
La operación Iraqi Freedom fue concebida en un contexto social y político caracterizado por la indisputada supremacía del paradigma antropológico neoliberal y la noción Fukuyámica de la historia. Una interpretación de la realidad social cuya concepción de la libertad, del ser humano y del progreso llevó a figuras como Bush, Blair e incluso a Aznar a construir un nuevo concilio ideológico transatlántico. Esta particular cosmología llegó a nuestras plazas políticas bajo la promesa de transformar la decadente realidad política de la posguerra y catapultar a Occidente al futurismo del siglo XXI. La «tercera vía» que felizmente inauguró Clinton en los noventa tenía como objetivo liberar al ciudadano de su historia y de su tradicional cartografía social. La creación de un ser humano emancipado de cualquier código de honor, clase social o norma de etiqueta. La manufactura de una colección de vectores de agencialidad pura que requerirían de un enorme proyecto de ingeniería social para garantizar el buen funcionamiento del dinamismo mecánico del sistema. Un proyecto revolucionario que centrará sus esfuerzos en crear un marco político-institucional que provea al ciudadano de una realidad social y económica desinfectada de cualquier fuente de interferencias. Purificada mediante la creación del marco competitivo más intenso posible y ordenada por medio de una realidad métrica total.
El ascenso político del concepto de la libertad negativa y el de su ontología híper-moderna solo pudo consolidarse mediante la creación de un anclaje extra-humano como principio rector de nuestro mundo social. En el caso de Occidente, este papel recayó en la tecnología y, en especial, en la dimensión digital. El concepto de libertad mecánica, nihilista, objetiva e inevitable que hizo posible la llegada de la noción y la revolución del management social en el teatro atlántico se fundamentó en la llagada de la utopía tecnológica del nuevo milenio. En la rendición de nuestro día a día a la ontología métrica-matemática de la revolución en las tecnologías de la información. La posibilidades infinitas de internet, la temprana sistematización de procesos, la llegada de los targets laborales, de los test psicométricos y de los algoritmos financieros de Wall Street crearon un marco disciplinario regido por una objetividad de la que el paradigma neoliberal haría uso para consolidar su ideal de sociedad. Una sociedad basada en las filosofía política de Berlin y Arendt, construida alrededor de la noción espontánea de Hayek y moldeada por una mecánica operativa social anclada en un plano político petrificado. Un marco donde la maximización del interés individual pudiera llevarse a cabo libre de toda fricción humana involuntaria y aislada de toda proyección de poder que altere la ordenada competición agencial intra-mercado. Donde el concepto de tiranía, liberado de su anterior molde maccarthista, se proyectará contra todo aquello que no tenga al individuo económico como su epicentro causal.
Esta cosmología encontrará en el contexto geopolítico de principios del siglo XXI la excusa perfecta para consagrar su noción de inevitabilidad y universalidad. Su particular auto-proclamación como límite superior del desarrollo social y político humano y vector causal primario de la supremacía global occidental. Del avance político de esta idea, más allá del despertar de la doctrina R2P, se derivó una nueva moral internacional donde la libertad del individuo alcanzó una centralidad política sin precedentes. Una ontología que carcomerá el ideal Wesphaliano en favor de nuevas subjetividades internacionales y que impregnará esferas de la política pública previamente ajenas a esta lógica. La fórmula perfecta para la manufactura de un conflicto.
En este sentido, la revolución ontológica neoliberal también recompuso el vacío moral de la acción militar exterior norteamericana. Tras el desastre de Vietnam, EE.UU. enterró el estudio de la problemática contrainsurgente e intentó evitar en gran medida vérselas con el plano político de la formulación estratégica de cara a la proyección de fuerza terrestre exterior. La idea de que un error en el proceso de identificación de la naturaleza del conflicto hubiera condenado al país a una pérdida humana y reputacional totalmente evitable provocó una reflexión teórica profunda. De esta reflexión nació tanto la Doctrina Powell, el pragmatismo prudente, como también la cada vez más intensa fe en la tecnología como método para resolver temprana y decisivamente el conflicto, los dos pilares doctrinales que darán forma a la Primera Guerra del Golfo. En este contexto, el paradigma ontológico neoliberal resultó ser de una utilidad política enorme para las élites de Washington. Por un lado, esta cosmología permitía romper en el plano teórico-militar con la idea de que la función contrainsurgente es un campo complejo capaz de desintegrar la proyección de fuerza del más eficaz y tecnológicamente avanzado ejército moderno. Para la realidad antropológica neoliberal, todos nos guiamos por el mismo patrón aspiracional. Una cualidad que puede explotarse en cualquier parte del mundo y que anula eficazmente la base teórica de la contención estratégica Powell-iana. Abrazando el neoliberalismo como piedra angular de su concepción doctrinal, Washington pudo ocultar riesgos estratégicos a conveniencia a la par que exageraba las posibilidades de éxito de una hipotética aventura exterior. Exactamente aquello que las élites norteamericanas buscaban en el zénit geopolítico norteamericano de comienzos del nuevo milenio.
En su planteamiento político, Iraqi Freedom se concibió como la palanca cinética que permitiera accionar los mecanismos socio-políticos de la ontología neoliberal de historia. El soplo militar que desarticularía el aparato coercitivo de la tiránica estructura Baazista abriendo la puerta a un estallido popular espontáneo llamado a sentenciar al sistema socio-político construido por Saddam. El triunfo del espíritu emancipativo del ser humano frente a la colectivización forzosa de su agencialidad y la negación institucionalizada de su potencial creativo y productivo. Un nuevo Irak que, habiendo extirpado a la bestia totalitaria, adoptará la democracia liberal y el sistema de mercado como modos de regir su funcionamiento social y económico. Un acontecimiento que consolidará una nueva fuente de estabilidad regional, un alineamiento ideológico pro-occidental permanente y un modelo a seguir para el resto del mundo. La reproducción moderna del éxito atlantista en el Japón y la Alemania de la posguerra.
Más allá del evidente componente de auto-legitimación de la ontología política propia, esta conceptualización del marco del futuro conflicto se sostuvo en una serie de hipótesis estratégicas bastante conocidas para todo aquel que esté familiarizado con el paradigma insurreccional ilustrado. La noción liberal de la motivación humana presupone que existe un vector interpretativo común a toda persona en lo que respecta al ideal de libertad. Una placa tectónica unitaria y durmiente que puede ser estimulada bajo unas condiciones determinadas. Además, proyectando esta visión desde el prisma neoliberal actual, se presupuso que el ideal de libertad por el que la -supuesta- sociedad Iraquí iba a luchar sería perfectamente compatible con los objetivos políticos de la campaña que estaba a punto de comenzar. Un Día de la Bastilla moderno en el que un pueblo caracterizado por una unidad de destino ilustrada abrazaría a sus libertadores revolucionarios homólogos de ultramar. El principio de una verdadera revolución global.
Sin embargo, llegado el momento, la realidad que Iraqi Freedom se encontró sobre el terreno no pudo haber sido más distinta de la inicialmente prevista. Más allá del perfectamente escenificado simbolismo, la destrucción del Estado Iraquí no trajo consigo el despertar espontáneo de una sociedad ansiosa por abrazar la ontología del vanguardismo ilustrado de la mano de la democracia y del mercado. El marco liberal por el cual el Estado Baazista constituía el polo político opuesto al agregado aspiracional de la sociedad Iraquí simplemente no existía. De hecho, la misma noción de una sociedad Iraquí acabó siendo la construcción útil de un paradigma acostumbrado a operar en un marco totalmente distinto a la realidad socio-política de Oriente Medio.
La idea tectónico-unitario insurreccional hizo aguas también. No solo no existía una base político-identitaria común, sino que esta no tenía nada que ver con los valores e identidades que emergían de la bodega de los Globemasters. Irak era un complejo ecosistema cuyo centro de gravedad se mantenía estable gracias al potencial represor del Estado Baazista. Sin él, el conglomerado social, político y religioso que compone la jurisdicción política que desde 1920 definimos como Irak saltó por los aires. Un caleidoscopio insurgente de lógica plurinacional, poliétnica y multireligiosa que, tras muchos intentos, únicamente pudo ser estabilizado mediante el empoderamiento represor del polo Chií. Una solución cuyas consecuencias colaterales son bien conocidas por todos.
El shock ontológico de la campaña, el cual fue inmortalizado en esta inimitable toma dentro de una manifestación que exigía la retirada de las fuerzas ocupantes, provocó que los EE.UU. emprendieran una completa revisión de sus procesos de exploración estratégica. De la mano del General Petraeus, el ejército acabó rescatando a regañadientes el interés intelectual por la complejidad y utilidad de la ciencia contrainsurgente. Tras treinta años en el cajón de los olvidos, la disciplina volvió a ganar tracción práctica con la publicación en 2006 del FM 3-24 y el cuerpo de tierra emprendió la difícil tarea de abandonar los vectores de las grandes hipótesis y convertirse en un aparato retroalimentado de gestión bottom-up de la inteligencia de campo.
Si bien a consecuencia de esto se consiguieron avances doctrinales importantes, el efecto político de Enduring Freedom e Iraqi Freedom terminó provocando el abandono de los principios ontológicos del «Nuevo Siglo Americano». En su lugar, Washington volvió a confiar en el pragmatismo proxy y en la opción aérea. La realidad político-social internacional fue simplemente catalogada como un plano de combate demasiado complejo como para proyectar esquemas de cambios de régimen por cuenta propia, incluso para la superpotencia norteamericana.
A pesar de que la elección de una estrategia global más conservadora provocara que, militarmente, las lecciones operaciones del puzle iraquí no tuvieran consecuencias prácticas en la dinámica geopolítica posterior al conflicto, la guerra de Irak posee un gran potencial interpretativo para resolver problemática política actual. Particularmente para el flanco izquierdo de dicha espectralidad. La razón es que Iraqi Freedom y su anclaje estratégico constituirían un marco premonitorio de las dinámicas sociales que el mundo occidental experimentaría quince años después. Un escenario estratégico similar que llegó como consecuencia directa del reajuste socio-económico que la estructura social de acumulación impondría sobre nuestro tejido social a partir del año 2008.
Hace una década, el ideal tecnocrático neoliberal imponía límites estrictos a lo socio-políticamente aceptable. Contenía las pasiones nacionalistas, facilitaba la apertura comercial, engrasaba la justificación económica de la inmigración y nos hacía creer que todo ello se basaba en una macro-estructura natural de un orden económico predefinido cósmicamente. El neoliberalismo negaba la importancia ontológica de las fronteras y de las distintas identidades. Negaba su dimensión política y las convertía en fenómenos de consumo, pacificando así su existencia. De esta manera, la plasticidad multidimensional dentro de la libertad negativa no solo era su particular seña de identidad, sino también su fórmula y doctrina general de la contrainsurgencia.
Pero el sistema falló, su credibilidad colapsó y en cuestión de pocos años el grado de compromiso nihilisto-identitario y distribucional que la estructura acumulativa impuso sobre el tejido social resultó finalmente insoportable. La presión ontológica provocada por un relativismo expansivo y un sistema en descomposición ideológica ha engendrado una tormenta internacional de conservadurismo identitario-político marcado por una desesperada huida de la anomia sobrevenida. Sin el paradigma social neoliberal operando como muro de contención entre la esfera del consumo y la realidad del movimiento político, esta ola ha barrido completamente el normal narrativo de gran parte de Occidente en cuestión de dos años. Tanto en la anglosfera atlántica como en el viejo continente, el flanco reaccionario-conservador gobierna tanto el campo de la iniciativa política, como también el control sobre los límites de la ventana de Overton. Mientras tanto, la izquierda permanece completamente atónita ante los acontecimientos y se ve forzada a adoptar una lógica defensivo-reactiva. ¿Cómo es posible que en la coyuntura más crítica para el sistema desde 1929 su frente no solo no haya avanzado, sino que este continúa hoy retrocediendo desordenadamente?
La respuesta a esta pregunta se encuentra en la amalgama de errores en los que la coalición incurrió en el año 2003 al componer su visión estratégica de la campaña. Al igual que el paradigma neoliberal, la doctrina política de la izquierda se construye en base a un ideal aspiracional de naturaleza universal que proyecta una noción de libertad de unas características muy determinadas. En el caso del marxismo, la condición de clase constituye el elemento aglutinador por el cual todo integrante de la clase trabajadora tiene un interés material y político común. La placa tectónica única que subyace a cualquier geografía política ajena al problema propietario rentista, una realidad que se reproduce en cualquier parte del planeta.
Con la caída de la narrativa neoliberal, Occidente quedó ideológicamente huérfano. El miedo se convirtió en el instrumento político primario de la manufactura del statu quo y la izquierda creyó que, en este contexto, el centro de gravedad del conflicto no tardaría en ceder ante su posición. Ante la hecatombe climática, la barbarie distribucional y las tensiones comercial-crediticias se impondrían la razón, la conciencia de clase y la solidaridad internacionalista. El ideal antropológico marxista reaccionaría mecánicamente y, tal y como la teoría insurreccional proletaria prescribe, el normal socio-económico se desintegraría espontáneamente ante las contradicciones crecientes del capital.
Tal y como ocurriría con la fantasiosa ontología de la libertad negativa, la operatividad lógica dicotómica resultante de este marco crea un enfoque causal simple de las motivaciones y aspiraciones de las personas, la base de la que luego constituye su posterior teoría insurreccional. Este hecho no solo deriva en una gran decepción al descubrir que la realidad no se ajusta a vector de acción primario que se les presuponía a todas las personas, sino también en un gran potencial para generar fricción política una vez alcanzado el descubrimiento del desencuentro. Sin disciplina, el despotismo ilustrado-libertador tiende a imponerse y el centro de gravedad que se pretende conquistar es inevitablemente alienado. Un fenómeno común del que tanto el paradigma neoliberal como el ideal marxista han pecado ante la adversidad política.
La imposición del marco ontológico propio -de una libertad forzosa- cuando la realidad no se ajusta a tu hipótesis inicial es la receta perfecta para el desastre. Igual que lo es el descarte dogmático de un rival como un actor político equivalente. En el campo de realidad bélica iraquí, EE.UU. reorganizó sus aspiraciones maximalistas en un conjunto ordenado de acciones locales destinadas a penetrar el caleidoscópico escenario político nacional iraquí como un actor doméstico más. Las fuerzas de ocupación abandonaron sus fortalezas para convivir en los centros poblacionales locales, tejieron alianzas tácticas de mínimos entre muy diversos actores e hicieron hincapié en el diseño de objetivos limitados basados en la explotación de un enemigo común. A diferencia del shock inicial, la cooperación civil-militar multidimensional constituyó la base material de esta nueva forma perseguir los objetivos políticos de la campaña. El resultado de esta reorientación fue la generación del espacio y el tiempo político suficiente como para alcanzar los compromisos internos necesarios para levantar -de la nada- una estructura semi-nacional de Estado funcional. El marco que finalmente permitió una retirada “honrosa” de las fuerzas de la Coalición.
En el caso de las aspiraciones políticas de la izquierda, el primer paso para reestructurar su planteamiento estratégico general lo constituye el reconocimiento ontológico del espectro causal ajeno a la conceptualización economicista-marxista de la motivación humana. Abandonar la mecánica idea de que toda geografía política es una derivada directa del modo de producción, de que toda la fenomenología social puede interpretarse utilizando al capitalismo como causa última. Reconocer, en definitiva, que, independientemente de su ontología, su potencial político no es general y automático.
Con la rica geografía causal contemporánea en mente, la consecución de los fines políticos de la izquierda deviene, aún así, increíblemente difícil. El ideal universalista choca frontalmente con un escenario en el que cada vez más identidades reclaman un espacio político propio en un marco competitivo y descoordinado. La contrarreforma derivada de la crisis psicológica de nuestro tiempo es una barrera de primera magnitud frente a nuevas conceptualizaciones de la realidad y la problemática estructural macroeconómica impide crear soluciones distribucionales inmediatas a problemas distribucionales urgentes. Ante este escenario, el flanco marxista debería estar dispuesto a intercambiar terreno dogmático-vertical por fuerza cooperativa horizontal. A favorecer a determinados vectores identitarios frente a otros según el contexto táctico y a sacrificar buscar un apoyo intelectual moral total a cambio de un potencial movilizador real. Una flexibilidad que debe necesariamente ir acompañada de contundencia teórica. De lo contrario, el flanco izquierdo no tendrá la capacidad emerger como un broker político diferenciado que posea agencialidad estratégica propia.
En cualquier contexto, emprender una tarea de colonización ideológica de gran calibre y apoyada sobre un sustrato político tan opuesto al del polo emisor resulta increíblemente complejo. Más aún en un escenario tectónicamente fracturado o donde la profusión informativa crea espacios inmunes a la contestación política. La guerra de Irak nos ofrece un ejemplo práctico en el que una noción híper-moderna es proyectada ante una realidad totalmente opuesta a su lógica y a su ontología, un ejemplo que tiene cierto potencial para explicar el marco estratégico al que se enfrenta el marxismo hoy. A pesar de que respuesta doctrinal que los EE.UU. desarrollaron en su día constituye una medida que pertenece a una realidad teórica materialmente distinta al ecosistema político civil y a que esta deba tratarse como tal, el plano contrainsurgente nos ofrece un punto de partida válido para abrazar la exploración estratégica contemporánea. Una actividad imprescindible en cualquier contexto político complejo, conflictivo y abierto en el que no existen soluciones fáciles, puras ni automáticas. En el que el mal menor bien puede ser el único bien alcanzable.
– Puedes apoyar a Anthropologikarl vía Paypal –