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La Gran Decepción: Trump y la Psicología del Statu Quo

La realidad política de nuestro tiempo se caracteriza por dos enormes paradojas. A pesar de vivir en el momento de mayor prosperidad de la historia humana, nuestra esfera material vive bajo un manto de escasez cada vez más intenso. En el ámbito público, la inviabilidad financiera de todo resultado distribucional que no emane del trabajo asalariado es la norma.  Los servicios públicos sufren de obsolescencia programada y la  falta de legitimidad social y la ausencia de fondos es la tónica de la red asistencial Beveridge-iana. El Estado ha abandonado definitivamente su rol como sujeto transformador de la realidad económica y social para convertirse en un obediente ejecutor y recaudador territorial del plusvalor. Por su parte, el sector privado está muy lejos de ser la salvación socio-económica a la aniquilación de la riqueza pública. La distribucionalidad obscena que han construido el estancamiento secular, la automatización, la centralización de la realización, el monopsonio y un poder de mercado desatado ha generado un marco de clases pluridimensional y crecientemente distópico. Un marco caracterizado por un polo precario del que cada vez menos pueden escapar.

En lo que respecta a la vertiente social, contemplamos un escenario similar. Ser la generación mejor formada de la historia no nos ha conducido a un humanismo expansivo capaz de acomodar paradigmas distribucionales y políticos más igualitarios e inclusivos que plasmen socio-materialmente la máxima iusnaturalista. Al contrario, los avances en educación y el híper-acceso a la información operan hoy como la -inagotable- fuente argumental con la que nuestra sociedad ha atrincherado sus diferencias. La democratización de los instrumentos intelectuales complejos ha dado alas a la resistencia feminista y a la marea en defensa de la libertad sexual. Pero también ha contribuido a desterrar a la autoridad científica, a legitimar el odio etno-nacionalista y, sobretodo, a barnizar de civilización un odio profundo a la figura del pobre. El nuevo baúl de contramedidas argumentales ha exacerbado aquello que nos hace distintos del resto de las especies que habitan nuestro planeta, nuestra capacidad para crear cosmologías ideológicas sofisticadas con las que vestir de racionalidad los resultados distribucionales y políticos más brutales. En consecuencia, el ser humano del siglo XXI se caracteriza por tolerar el ratio de desigualdad económica más alto de la historia, por tener una lógica política basada en la gestión del odio al diferente y por ser incapaz de atajar la -crítica- problemática colectiva que representan cuestiones como el cambio climático, la crisis de los refugiados o la robotización de la economía.

Aquellos que constituyen el flanco progresista del espectro político contemporáneo agotan sus energías debatiendo sobre las causas de esta paradójica realidad. Muchos optan por la respuesta totalitaria, representada tanto a nivel artístico-nihilista à la Adam Curtis como de manera literaria. La versión Orwelliana por la cual una élite omnipotente es capaz de dar forma a la mayor parte de la consciencia existente en una determinada jurisdicción política. Aunque esta idea resulte increíblemente atractiva para el ego de quien ocupa la cima trófica de nuestra sociedad y muchos teman en privado que semejante abuso distribucional les vaya a costar la vida, esta teoría peca de conspiranoide y de un excesivo maquinismo agencial. Actualmente no existe semejante capacidad, al menos por ahora.

La otra gran corriente de pensamiento progresista articula su teoría de la gran decepción en torno a la idea de que todo es causa de una izquierda que ha abandonado su norte ideológico. Abandonar discursivamente el concepto de plusvalor, de clase social, de la sobreacumulación y de las contradicciones sistémicas inherentes a la expansión de la productividad, dicen, les ha costado su centralidad electoral. Partiendo de que la idea de que los estratos más bajos de nuestra sociedad articulan su pensamiento político en base al capítulo primero de El Capital es absurda, es posible concluir que el colapso del discurso socialdemócrata en particular y de la izquierda en general no se debe a políticos teóricamente ineptos, sino a un gradual escoramiento de la ventana de Overton hacia las posiciones políticas de la cosmología neoliberal. La relación es eminente inversa. El punto de partida causal de este diagnóstico es precisamente la teoría marxista del cambio social. La -extremadamente ortodoxa- idea de que las condiciones materiales son el punto de partida del pensamiento político de la persona. La noción de que el capitalismo acabará ejerciendo una presión distributiva tal sobre la clase obrera que catapultará al socialismo a inundar el colectivo imaginario de esta. Lo que dará lugar a una combustión espontánea del modo de producción. Algo que, evidentemente, no ha ocurrido.

Debido a que ambas posiciones parten de la ontología moral de la Ilustración, las dos teorías tienen que justificar que existen determinados componentes externos a la clase trabajadora que ejercen una influencia política irresistible sobre ella. De no existir una élite con un control total sobre el plano ideológico hegemónico o una clase política que deliberadamente coarte las aspiraciones de la gente corriente, los desposeídos se alzarían en armas contra sus opresores. Al menos esa es la teoría. En un mundo econocéntrico en el que el coste de oportunidad y el interés propio y material son la base de nuestra cosmología híper-empresarial, la noción de que explotados distribucionales con poco o nada que perder tengan un interés en hacer saltar por los aires el sistema que los condena es perfectamente entendible. Al fin y al cabo, esta es la misma noción mecanicista y econocéntrica que empapa toda la conceptualización liberal de la dinámica revolucionaria -incluyendo al marxismo-. El ser humano como un ente agencial independiente que dispone de la capacidad no solo de conocer qué responde a su propio interés, sino también de comprender qué se interpone entre dicho interés y su consecución.

Lo cierto es que el paradigma ilustrado, por muy loable que sea en el plano moral, tiene poco que ver con cómo opera la realidad social. Las sociedades humanas son relativamente asimétricas en lo que respecta a la distribucionalidad del poder político y a sus consecuencias materiales. El dinamismo insurgente se concentra en las capas sociales que por su latitud tienen tanto un contacto directo, mediado -educación- y experiencial con los mecanismos distribucionales que rigen el orden de las cosas, como también el suficiente peso sistémico como para poder esperar una moderada probabilidad de éxito. En el caso contrario, aquellos que por su condición y experiencia tiene una visión cínica de la arquitectura del cambio y carecen del peso sistémico para romper el ciclo de fracaso insurgente e impotencia psicológica son, por lo general, políticamente inertes.

Más allá de atestiguar que la lucha de clases es más un paradigma aspiracional que una realidad empírica, es necesario exponer también que, quien -erróneamente- proyecta su cosmología revolucionario-ilustrada sobre la realidad social que le rodea, posee una cualidad de la que la gran mayoría de la población carece: ideología. La tenencia de ideología, el conjunto lógico y ordenado de valores morales traducidos pseudo-mecánicamente en posiciones políticas, es una cualidad extremadamente concentrada en nuestra geografía social. Dado que la identificación tribal es el motor de la política para quien no posee una posición privilegiada, podemos teorizar incluso con que la conciencia de clase se caracteriza, irónicamente, por una marcada naturaleza de clase. Una realidad que explica como el -completamente ortodoxo- desarrollo político posterior al Crash de 2008 ha sido percibido por la gran mayoría como un caos civilizacional. Cómo las vanguardias híper-ideológicas son incapaces de articular masa crítica sin perder pureza -y por ende afiliación útil-, y por qué la tracción social de propuestas programáticas insurgentes basadas en la razón y en la contestación lógica del statu quo son inútiles (a colación de la corriente diagnóstica segunda mencionada anteriormente). Simplemente resulta imposible proyectarse políticamente en una geografía tribal carente de toda coherencia ideológica interna con un argumentario lógico. Son planos tácticos incompatibles.

Todo esto nos lleva al punto al que nadie que profese el ideario ilustrado quiere llegar. A la idea de que la base teórica de la insurgencia liberal es una proyección aspiracional que impide construir representaciones teóricas acordes con la realidad. A la noción de que quienes sostienen la estructura opresiva que se pretende denunciar son los mismos a los que esta estructura pretende subyugar. Una hipótesis que no solo requiere de una pasividad insurreccional -ya demostrada-, sino que también necesita de una defensa activa del sistema ante cualquier vector de pensamiento hostil. Una paradoja para la que toda teoría basada en la máxima economicista liberal carece de respuesta.

Uno de los ejemplos más paradigmáticos sobre como el prisma ideológico dominante impide atestiguar la realidad social existente es el caso del pobre Steinbeck-iano. La idea de que quien es pobre no se rebela porque simplemente aspira a convertirse en rico algún día, el desposeído como un magnate avergonzado en transición. Si bien esta teoría concuerda perfectamente con el ideario darwinista neoliberal de la competición agencial, la evidencia simplemente no existe. Al contrario, en el caso norteamericano solo un 24% del total encuestado piensa que llegará a dicha posición socio-económica frente a un 47% que concluye que nunca la alcanzará y un 29% que se muestra dubitativo al respecto. De hecho, se ha comprobado que quienes afirman confiar en la «mano invisible» para escalar socio-económicamente no son más propensos a legitimar el sistema ni a poseer posiciones políticas más conservadoras. Esta aparente contradicción es solo una de las muchas pruebas que poseemos sobre la existencia de una geografía causal diametralmente opuesta a lo que pensamos que es «lógico». Una geografía de justificación del statu quo mucho más extensa y consolidada de lo que generalmente creemos.

Al contrario que en los estratos superiores de la sociedad en los que la percepción subjetiva de la desigualdad provoca una creciente favorabilidad hacia políticas redistributivas y de intervención estatal, los estratos más bajos prácticamente no reaccionan ante el expolio distribucional. De hecho, mientras que los primeros piensan que el trabajo duro es objetivamente independiente del desempeño distribucional, que existen un conflicto de suma-cero entre ricos y pobres y que los diferenciales de acceso a la educación y sanidad derivados del nivel socio-económico no están moralmente justificados, los segundos son capaces de racionalizar dicho orden de cosas (ibíd.). Una de las variables -parcialmente- explicativas de este fenómeno es el efecto psicológico de la privación material. Cuando alguien experimenta un contexto de intensa escasez, su cosmología colapsa para entrar en un estado que se rige única y exclusivamente por un «modo de supervivencia» mental. Al hacerlo, dicha persona se transforma, irónicamente, en el mito fundacional de su enemigo. En un homo economicus de carne y hueso. El impacto que ello tiene en sus coordenadas ideológicas es, evidente y demostradamente, devastador.

Sin embargo, este es un supuesto marginal, y el espectro de la justificación sistémica es mucho más amplio que lo que pueda desprenderse únicamente de los efectos inmediatos de la privación material. Al fin y al cabo, la historia humana se caracteriza por un normal despótico y explotador independiente del nivel de densidad material particular del momento. Defender, justificar y exculpar al statu quo sistémico es una motivación mucho más profunda y consolidada psicológicamente. Y es un mecanismo que generalmente opera a un nivel de subconsciencia mayor.

Las personas expuestas a una narrativa que cuestione la legitimidad del sistema bajo el que desarrollan su existencia no solo activan una autopista cognoscitiva para justificar y restablecer discursivamente la estabilidad moral del mismo, sino que, bajo asedio argumental, también tienden a valorarlo más positivamente. Un acto reflejo que se magnifica cuando existe la percepción de que dicha persona carece de poder efectivo alguno para cambiar su situación o cuando la dependencia socio-identitaria y material para con el sistema es percibida como mayor. Factores que explicarían la notoria afiliación política del extremo más oprimido a la estructura ideológica y socio-económica del marco político en el que participan.

La salvaguarda de la legitimidad del statu por parte de quien más lo sufre no es un pues un producto de un hipotético control Orwelliano desarrollado por unas élites sin depredador natural, sino el resultado lógico de un mecanismo evolutivo diseñado para contener el caos político y la incertidumbre psicológica. Ambos componentes críticos de la estabilidad social necesaria para articular escala económica por medio de la negación política de un tercero, la base histórica de la prosperidad. La naturaleza, por encima del ideal ilustrado, optó, evidentemente, por el desarrollo. Esto explica por qué aquellos que combaten el statu quo son, por lo general, más infelices, por qué aquellos que tienen más de lo que quejarse son los más proclives a abrazar el conservadurismo y por qué la acción colectiva es tan complicada -claudicar ideológicamente genera beneficios individuales en forma de mayor felicidad-, también en los supuestos de solidaridad inter-oprimidos.

Las consecuencias de esta realidad son múltiples. La tolerancia a la corrupción y al expolio distribucional se convierten en un normal político auto-inmune y retroalimentado extremadamente difícil de atajar. La justificación y racionalización del sistema también provoca que la crítica política acabe concentrándose en elementos exógenos a lo que se considera el espacio tribal. La culpa es siempre de elementos externos, ya sea mediante la articulación de una artificialidad de naturaleza étnica (la base psicológica del racismo/nacionalismo) o funcional («la clase política ..»). Igualmente, esta realidad es responsable de que, en nuestro contexto actual, las aspiraciones distribucionales y políticas modales sean ridículas y de que todo cuestionamiento o exposición de la dependencia psicológica para con el sistema sea percibido como un ataque frontal a la autonomía política personal. Confrontación que, lógicamente, tiende a reforzar el prejuicio original.

El marco de la justificación sistémica se nos presenta como la causa probable del movimiento «populista» que ha desembarcado en el centro político de Occidente y cuyas causas responden al shock distribucional y social del colapso acumulativo posterior a Septiembre de 2008. Y este responde a la colusión de varias variables. Por un lado, sería la respuesta auto-inmune a la mayor crisis de legitimidad del sistema desde la crisis de los años treinta. Si toda la arquitectura que hasta entonces habíamos conocido es puesta en cuestión, entonces aquellos que por su condición son más susceptibles de sufrir un shock de realidades contrapuestas habrán desarrollado una respuesta pro-hegemónica mayor. El asalto al statu quo, además, habrá sido doble. No solo se habrá cuestionado el paradigma distribucional reinante por parte de las fuerzas progresistas, sino también el modelo socio-identitario existente por parte de un sistema económico interesado en avanzar en la industrialización de la persona. El enemigo que al que se enfrentará este movimiento será una quimera de muy diversas cabezas. Estará aquella que representa a quienes creen o tienen un interés en la plasticidad identitaria total, los «Globalistas», Soros y compañía. Pero también combatirá a quienes abogan desde el progresismo por una intervención distribucional en la economía, los «snowflakes» que se creen con derecho a pedir una mayor proporción del pastel. Añadámosle que todo esto tiene lugar en plena contienda feminista contra la realidad de género tradicional y el resultado es el inimitable Donald Trump. La venganza política de quien más ha visto peligrar su ontología, su derecho democrático a preservar el statu quo.

La realidad «Alt-Right«, como fuerza reaccionaria en todos los frentes, es un fiel ejemplo del grado resistencia ontológica que los sistemas socio-políticos son capaces de generar. Tanta que hasta propio capitalismo ha descubierto que el recubrimiento social de sus pretensiones acumulativas actuales es una píldora demasiado revolucionaria para la geografía social en la que opera. Y su pasada de frenada hubrística le está costando caro. En ese sentido, la primera mitad del siglo XXI promete ser una contienda entre tres polos. Un polo reaccionario, uno pro-acumulativo y uno progresista. Tres polos que, dada la realidad acumulativa, solo pueden distanciarse en vectores políticos completamente distintos y de cuya confrontación tampoco cabe esperar un resultado demasiado optimista. Al fin y al cabo, si utilizamos una perspectiva histórica más amplia y tomamos la desigualdad como el medidor agregado de la opresión, no estamos adentrándonos en una coyuntura distribucional excepcional como afirma la prensa, sino abandonando la anormalidad socio-económica propia del siglo XX. Y lo que es peor, en nuestro caso no habrá lógica bélica ni productiva que nos salve.

Que nadie se sorprenda entonces de agotar su existencia en un mundo distópico. Un mundo en el que, al escuchar en la radio que el gobierno de turno plantea incrementar el tipo de sociedades en un uno por ciento, un chauffeur pluriempleado de Uber consuele al Gran Gatsby en su viaje al aeropuerto.

 

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