Cualquiera que haya tenido contacto con Braveheart (1995) conoce al menos de manera dramatizada el contenido del ius primae noctis, la dimensión del dominio del señor feudal sobre la esfera marital-sexual de sus siervos. Aunque es probable que el derecho de pernada nunca existiera como práctica institucionalizada circunscrita al matrimonio -y sí un impuesto-autorización que garantizara al señor feudal fondos y el control sobre el movimiento inter-campos del valioso campesinado-, es igualmente probable que el abuso sexual por parte de este ni necesitara habilitación legal expresa ni fuera un acto limitado a la esfera de las nupcias. La razón por la cual esta escena resulta útil para articular una enmienda a la totalidad al actual debate sobre la prostitución no es pues su fiel representación del control feudal sobre la esfera sexual. Resulta útil porque Hollywood utilizó esta -presunta- práctica medieval para crear un contexto interpretativo con el que deslegitimar y vestir de barbarie a la causa inglesa.
Para una sociedad de mercado regida por un capitalismo consolidado, la moral distribucional del modo de producción feudal no solo es ilegítima, es también salvaje. La idea de disponer de una capacidad política directa para con las cosas, como la que posee el señor feudal sobre su dominio territorial y personal-campesino, es inconcebible en un modo de producción que opera en base a la ley del valor. El mismo capitalismo, una vez hubo consolidado su centralidad social mediante el uso de la acción política violenta, maduró ideológicamente como el antónimo de la direccionalidad política de la realidad socio-económica. Esta seña de identidad es, precisamente, aquello a lo que el mismo modo de producción capitalista alude cuando pretende defender su vínculo estructural con la promoción de la libertad. Ejemplo de ello es como articula este su relación con el trabajo. La dirección gerencial del trabajo en el puesto de producción, afirman, no es comparable al control que ejerce el señor feudal sobre sus siervos. Mientras que el modelo feudal impone su criterio institucionalmente, la relación de producción capitalista se construye en base a la conjunción de dos voluntades mediante un contrato de trabajo. La libre compraventa de un factor de producción.
De acuerdo con la mayoría de historiadores, existe una alta probabilidad de que esta contienda política entre ambas legitimidades y relaciones de producción fuera la culpable de dar a luz al mito del derecho a la primera noche. Un bulo creado y difundido por el liberalismo primitivo (p.e. Voltaire) para atraer a la masa campesina a su causa y sentenciar así al orden establecido. Una exageración del contrato social feudal encaminada a abrir la puerta a una emancipación mercantil de la clase trabajadora. De lo que no mucha gente no es consciente es de que el escenario cultural e ideológico que describe Braveheart fue en su momento el paradigma social de la civilización. El resultado de una idéntica pugna de legitimidades que tuvo lugar también entre el modo de producción feudal y el esclavista clásico.
Si el liberalismo primitivo tuvo en su punto de mira a la legitimidad política feudal sobre las personas, el régimen feudal la tomó en su momento con la concepción moral clásica de los trabajadores (esclavos). Antiguamente, el status político del esclavo -clásico- era el de una persona fallecida. La esclavitud desposeía a la persona afectada de todo derecho político o distribucional que pudiera poseer. A partir de ese momento, dicha persona carecía de agencialidad humana y por tanto de subjetividad moral. Los esclavos eran hacinados en barracones y su vida dependía enteramente de la voluntad de su dueño. En la antigüedad, la trágica y famosa escena de Braveheart no hubiera podido existir. Los esclavos no tenían permitido casarse -mucho menos formar una familia- y cualquier expresión facial distinta a la de una total sumisión hubiera resultado en severos castigos o incluso la muerte.
En Europa, la realidad política medieval hizo trizas la posibilidad de que este marco se reprodujera más allá del ocaso de los grandes imperios. En consecuencia, la servidumbre feudal fue el primer modo de producción en el cual toda persona estuvo en posesión de un feudo moral propio inalienable, el alma. La metanarrativa religiosa -en la que todo ser humano tiene una relación propia con Dios- y una pobre capacidad de Estado consolidaron la idea de que el ser humano es un ser libre por naturaleza. Atrás quedaría la salvaje y pagana relación de producción esclavista y su infierno distribucional violento. El siervo, un sujeto moral autónomo, se enmarcará productivamente en un esquema funcional por el cual este intercambiará trabajo por protección y un acceso mancomunado a la tierra. Una relación de naturaleza costumbrista-contractual germana alejada de la coacción clásica donde el trabajador dispondrá incluso del derecho a repeler violentamente las ambiciones ilegítimas de su señor. Prueba de este nuevo statu quo es que el siervo tendrá derecho a tener y a convivir con su familia en una solución habitacional común, tendrá derecho a una remuneración en especie suficiente, será propietario del excedente feudal, disfrutará de las jornadas de descanso del calendario religioso y no podrá ser privado de atender misa. La contrapartida de esto será una complejidad de la superestructura social que habrá crecido, una manufactura del consentimiento necesariamente más eficiente. El esquema de dominación feudal será igualmente brutal, pero eminentemente distinto al de su predecesor.
Comprender cómo ha construido cada modo de producción su legitimidad para con el trabajo resulta crítico para entender los mecanismos que cada etapa histórica ha engendrado para forzar el acto sexual. En la antigüedad, la violencia expresada en su forma más cruda era fuente de legitimidad suficiente como para acceder al sexo fuera del marco del libre consentimiento. Un esquema poco diferenciable del que podemos encontrar en el reino animal. En el período feudal, la asimetría política institucionalizada entre el polo noble y el extremo campesino creaba un escenario de legitimación cultural mediante el cual el señor podía forzar también el acto sexual. Las virtudes de la plasticidad interpretativa de la servidumbre.
Nuestra ajenidad sistémica con respecto a la relación socio-económica esclavista clásica y contractual feudal provoca que concibamos ambas vías de acceso al acto sexual como repugnantes, incivilizadas e ilegítimas. En nuestro mundo, el acceso al acto sexual requiere un intermediario que selle una -supuesta- libre conjunción de voluntades. Un esquema alejado de la direccionalidad política de la persona, el dinero. Entendemos la prostitución como la realidad transaccional por la cual dos partes, en ejercicio de su propia agencialidad, acceden a la compraventa de un servicio. En nuestra cosmología, bajo esta estructura, nadie impone nada a nadie. Por ende, la única problemática sobre la que cabe debatir es sobre la represión de los marcos mafiosos por los cuales una persona es privada de gran parte del resultado monetario de su «trabajo». Consecuentemente, en nuestro mundo, la regulación de la profesión es la solución óptima al único problema visible de la geografía transaccional del sexo .
La realidad, sin embargo, es bastante distinta. Solo existe un plano comparativo válido para tratar esta cuestión. El supuesto en el que dos individuos libres -no sujetos a marcos de dependencia material- acceden a ello sin intervención de ningún otro factor exógeno. El «consentimiento» obtenido mediante la violencia o fabricado mediante la institucionalización de un esquema de dominación política de la persona no plantea duda alguna, pero el marco transaccional tampoco. Interesadamente, solemos olvidar que no es el libre y mutuo acuerdo quien crea el marco legítimo de acceso al sexo. Quien crea la legitimidad del acceso es un factor externo de origen difícilmente divino o natural: el dinero.
Para la gran mayoría, el dinero es algo tan hipernormal que pasarán el 70% de su existencia persiguiéndolo sin ni siquiera preguntarse por su naturaleza o su proceso de creación. Aun así, si hay algo que nuestra sociedad sí tiene claro es que, en nuestra construcción socio-económica, el dinero equivale a gramos de libertad. Lo cierto es que el dinero es el instrumento artificial por el cual el capital es capaz de conseguir dos cosas. Por un lado, el dinero desarticula toda legitimidad política para con las cosas o las personas. No cabe el dominio feudal-personal, pero tampoco la idea de que las personas son sujetos con derechos inherentes derivados de su condición humana. Por otro, la geografía monetaria reconstruye ese mismo esquema de legitimidad en torno a su interés reproductivo. El acceso a las cosas depende única y exclusivamente del poder de compra, el poder de compra del salario -de la vinculación personal a la relación de producción capitalista- y tanto la producción de dichas cosas como el mismo salario de la rentabilidad del capital. Si no hay rentabilidad, ni hay trabajo ni existen los bienes para consumir. Una de las ventajas de haber secuestrado la función de producir.
A diferencia de sus predecesores, el esquema de clase capitalista no se caracteriza por una estructura de naturaleza personal. Esto significa que la subjetividad de las personas es irrelevante a la hora de determinar quién ocupa qué posición en la pirámide trófica del valor. Al menos en la puridad teórica. En consecuencia, todo el mundo puede en potencia hacer uso de los mecanismos reproductivos que el sistema ha institucionalizado para dominar políticamente a terceros. En ese sentido, los progresistas tienden a centrarse en la idea de que, independientemente del grado de movilidad social, todo aquel que alcance la posición de propietario de medios de producción adquiere la subjetividad propia de un explotador. Sorprendentemente -fruto de su ortodoxia-, la gran mayoría de éstos tiende a olvidar que aquello que engrasa toda la maquinaria de la relación de producción capitalista es el dinero y que este es, en esencia, un privilegio portátil sancionado también por el sistema. Un privilegio del que una persona puede hacer uso para alquilar temporalmente la potestad de explotar la falta de agencialidad política sistémica de un tercero. Esta es una de las características que cimenta la fortaleza política del modo de producción capitalista, su capacidad para, al menos potencialmente, democratizar la posición del extremo dominante de la relación de explotación.
Aplicando este marco teórico, cualquier defensa de la prostitución se vuelve moralmente insostenible. Quien compra el servicio ya no es un inofensivo vector de demanda en ejercicio de su libertad -de compra- individual. El cliente se ha convertido en el equivalente contemporáneo de un campesino que alquila puntualmente el título de duque para satisfacer su deseo sexual por medio del abuso de una posición sistémica privilegiada. Quien presta el servicio ya no es una persona que hace uso de su legítima libertad para intercambiar un servicio sexual por una remuneración determinada. Es una persona que, desposeída de sus derechos fundamentales, se ve obligada a que sea su mismo cuerpo quien le genere la rentabilidad suficiente para satisfacer sus necesidades de consumo. En el marco descrito no existe un libre acuerdo de voluntades. El cliente está utilizando todo el peso del sistema contra dicha persona para forzar un acuerdo que le permita acceder a algo que de otra manera no podría conseguir. Una reproducción moderna y perfecta de la anteriormente comentada escena de Braveheart.
En cada modo de producción hemos podido comprobar como los mecanismos de una sociedad de clases son fundamentales para entender las vías por las cuales se puede acceder a un acto sexual que no hubiera sido consentido bajo otras circunstancias. Ya sea mediante la simple violencia, mediante la dominación política personal feudal o mediante la geografía del dinero que se consolida en el modo de producción capitalista, ese acceso es igualmente brutal, salvaje e ilegítimo. Todos ellos se basan en la negación política de la persona, todos ellos se aplican en amenaza de un tormento personal o distribucional -la muerte, el estigma, el destierro o un consumo personal deprimido- y todos ellos desaparecerían en un contexto en el que no existen las clases sociales.
De no existir la legitimidad monetaria que engrase la acumulación capitalista, la realidad distribucional se articularía en base al ideal iusnaturalista. En base al derecho inherente de la persona para con la realidad material. Esto eliminaría la escasez artificial y sin necesidad la prostitución como concepto sería simplemente historia. El debate sobre la prostitución es pues un ejemplo paradigmático de la capacidad humana para racionalizar lo irracionalizable. Para legitimar el abuso más primitivo tras lógicas artificiales que perpetúan un orden brutal sin las consecuencias psicológicas de tener que responder por su existencia. Frente a la prostitución no cabe justificarnos eludiendo a su supuesta naturaleza transaccional, no cabe esgrimir que cabe renuncia y no cabe argumentar que, bajo el marco actual, el acceso al sexo es distinto a la barbarie del pasado. No existe libertad cuando alguien se apoya en la arquitectura del sistema para materializar su ambición sexual y no existe consentimiento cuando el «sí» se fundamenta en la explotación de la negación política sistémica de la persona. Ocurra esto hace 3.000 años, 700 o en nuestro mismísimo presente.
En el día internacional contra la explotación sexual, definamos apropiadamente el espectro real de la misma.
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Una respuesta a «La Prostitución y la Racionalización de la Brutalidad»
Felicitaciones, muy bueno.
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