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Colectivismo y Modos de Producción

Ningún concepto ha condicionado tanto la realidad politico-ideológica occidental contemporánea como el colectivismo. Debemos a la Guerra Fría la creación de un escenario ideológico polarizado en el que dos complejos sistemas de gestión del trabajo han sido reducidos a una contienda entre dos ideales sociales con poca o ninguna relación con la realidad material. La manufactura del consentimiento ha logrado consolidar en el discurso una falsa equivalencia entre una economía política regida por la ley del valor -rentabilidad- y el acomodamiento sistémico de la libertad individual. Una falsa relación que, lógicamente, condena al ideal colectivista a identificarse con una geografía productiva de dirección política y carente de la esfera y función mercantil. Poco o nada importa que, conceptualmente, la centralidad del mercado sea totalmente independiente de la cuestión sobre la que se pretende debatir.

Si la prostitución de los planos analíticos materiales, identitarios y lógicos no fuera suficiente, se nos ha hecho creer también que ambos polos tienen propiedades desarrollistas opuestas. La razón de esta aparente disparidad, dicen, radica en que el modo de producción capitalista es capaz de crear una relación simbiótica regulada con la -supuesta- “naturaleza humana”. Aquellos resultados distribucionales derivados de esta que resulten inaceptables -como la depredación distribucional violenta-, son activamente reprimidos. Aquellos que por otra parte resultan útiles -como la avaricia-, son canalizados a marcos donde pueden contribuir a propulsar el progreso humano. El resultado, afirman, es una gestión eficiente de nuestra capacidad para articular prosperidad. Esta es la idea de la cual se deriva que concibamos siempre la redistribución como una intervención ex-post –producción-.

En el polo opuesto está el colectivismo. Éste, dicen, es el ejercicio institucionalizado de la ambición violenta que el modo de producción capitalista pretende contener por medio de la sacrosanta «igualdad ante la ley». Un marco por el cual el instinto depredador de unos pocos se impone a una mayoría cuya ambición individual es reprimida en aras de garantizar la libertad “de los de arriba”. Al hacerlo, el colectivismo estrangula la iniciativa inherente a los individuos libres y pronto el colapso socioeconómico deviene inevitable. No es de extrañar entonces que la totalidad de los gurús políticos de nuestro tiempo repitan insistentemente que el colectivismo representa todo aquello que contradice las raíces filosóficas y teóricas de la libertad y del progreso material humano. Una idea que representa la antítesis de aquello que ha hecho que nuestra civilización haya sino entronizada como el modelo de éxito socio-acumulativo definitivo.

Obviando que la lógica que se nos presenta no es capaz de resistir el más mínimo test histórico, el puzle lógico descrito contiene tantas falacias y errores de fondo que es difícil saber por dónde comenzar a deconstruirlo. Con el fin de poder analizar todos los elementos que intervienen en la operación de manera sistemática, vamos a comenzar por definir una base semántica uniforme. Si nuestro objetivo es realizar valoraciones en el plano de la economía política, obviaremos las consideraciones identitarias y definiremos el colectivismo como todo marco por el cual un individuo toma decisiones de naturaleza distribucional por otro en un esquema de representación ilegítimo. En el caso opuesto, la libertad individual constituirá aquella realidad política en la cual un individuo es capaz de tomar decisiones distribucionales en representación propia.

En el ámbito de la distribucionalidad material, distinguiremos a su vez dos dimensiones y un límite. Por un lado, está la esfera del consumo. La realidad del acceso a las cosas. Por otro, la geografía de la producción. Aquello que determina qué cosas se encuentran disponibles para consumir. Ambas, evidentemente, están limitadas por una realidad física finita. Lo que lógicamente, llevado al extremo, impondrá restricciones al ejercicio de la libertad individual al tomar decisiones distribucionales. No existe posibilidad de ejercer poder de decisión sobre algo que ni existe ni puede existir.

En base al cuadro analítico descrito, podemos completar la siguiente tabla:

tabla-7-001.jpg

Si utilizamos el rango de definiciones descrito previamente y atendemos a la arquitectura de los distintos modos de producción, podemos observar que, en el tramo de elementos que se interponen entre el deseo individual y la satisfacción del mismo, existe una colección de mecanismos y lógicas distribucionales relativamente amplia. En lo que respecta a la esfera de la producción,  tanto el modo de producción capitalista basado en la ley del valor como el modo de producción capitalista basado en la acción de Estado son colectivistas por definición. En ambos existe una figura que impone su voluntad de una manera irresistible sobre los productores. La diferencia radica en que, mientras que el primero lo hace a escala de una unidad de negocio, el segundo lo hace a escala nacional.

La base política de esta relación son dos sistemas de explotación del trabajo circunscritos a dos clases dirigentes de distintas naturalezas cuyo dominio trófico institucionalizado tiene también un reflejo en el ámbito de la producción. Consecuentemente, en un modo de producción no sujeto a una estructura política de clase, -como es el caso de la arquitectura socialista-democrática-, no existe otra lógica represora de la voluntad productiva individual que aquella que se deriva de la maximización de la voluntad democrática. La única excepción a esta regla es que, en aras de minimizar la explotación legítima, dicha sociedad opte por una descentralización escalar.

En el ámbito del consumo, la variabilidad entre los distintos sistemas se acrecienta. El capitalismo de Estado no requiere de la función mercantil para reproducirse. La intermediación monetaria entre el consumo y la producción no tiene sentido en un esquema en el que la producción se articula, directamente, como la materialización de un valor de uso, el del Estado. Por esta razón, en lo que respecta al grado de acceso a los bienes existentes, los individuos que se encuentran fuera de la esfera de la clase burócrata dirigente están a merced -distribucional- de los cálculos políticos de quien ostenta la posición de gobierno.

Bajo una estructura similar, el consumo en un esquema socialista no necesita de una arquitectura de intermediación monetaria para reproducirse. Los vectores de la producción tienen una lógica iusnaturalista y directa para con la voluntad individual. Los únicos límites a su satisfacción son técnicos o se derivan del candado democrático que garantiza la máxima cobertura de la utilidad. La necesidad -en mayor o menor medida consensuada dependiendo de la versatilidad del capital-  genera producción, y lo producido no necesita de ninguna otra legitimidad más allá de la voluntad inicialmente declarada para distribuirse.

En lo que respecta al modo de producción capitalista que opera bajo la lógica de la ley del valor, este necesita desplegar una arquitectura distribucional del consumo mucho más compleja y flexible. En un sistema en el que la clase comerciante y no el Estado ocupa la posición de rentista principal del ecosistema económico, es la competición entre capitales y no el dirigismo político quien engrasará la acumulación -física y monetaria- del valor trabajo. Para que esto sea posible, debe existir un intermediario, el mercado, y un actor accidental, el consumidor. El consumidor es el nexo necesario entre la explotación y la reproducción del capital. El mecanismo por el cual el valor de uso -la necesidad- soportado por valor de cambio -el dinero- ejercen como juez distribuidor del ratio de acumulación en el mercado. Quien decide en el ámbito de la realización qué cantidad de plusvalía le corresponde acumular a cada capital. En la plataforma de mercado los capitales competirán entre sí por ofrecer la solución de uso realizada al valor de cambio más alto y producida al ratio de compensación de los factores de producción más bajo posible.

Este esquema presenta un gran número de relaciones diabólicas. Solo las soluciones de uso (productos) que puedan movilizar valor de cambio (poder de compra) llegarán a producirse. Es el consumidor quien necesita ofrecer esquemas de reproducción viables al capital para tener acceso a los medios para satisfacer sus necesidades. Si tenemos en cuenta que, para la gran mayoría, ese valor de cambio solo puede derivarse del salario, entonces podemos concluir que, para que la clase trabajadora vea cubiertas sus necesidades, esta debe rendirse a los abusos de la relación de producción del sistema. Consumidor y trabajador son por ende los dos elementos que cierran el círculo por el cual todos los elementos de una sociedad son dispuestos para que quien es propietario de los medios para producir pueda ver su capital crecer.

La suboptimalidad eugenésica por la cual el capitalismo de ley del valor abandona la producción de los valores de uso no susceptibles de ser enmarcados en marcos comercializables o incapaces de movilizar valores de cambio  necesario para garantizar su reproducción, es, en último término, el medio por el cual el sistema regula el derecho a ejercer la individualidad. La individualidad existe, pero solo puede ejercerse en un marco y de una manera predeterminada políticamente. Existe la -falsa- convicción de que el modo de producción capitalista es una estructura garante de la individualidad. La realidad es que solo aquello que sirve directa o indirectamente al interés reproductivo de la clase dominante termina viendo la luz de la cadena de producción. La dimensión del dinero bajo la ley del valor no es más que el sustituto útil de una agencialidad política iusnaturalista que nunca puede llegar a ser tolerada bajo una estructura de clase.

La principal razón por la cual nuestra sociedad suele errar al valorar los distintos modos de producción en base a su grado de colectividad forzada es la idea de que, en el tramo que transcurre desde el deseo hasta la satisfacción material del mismo, existen esquemas apolíticos. El ejemplo más común es la creencia de que el esfuerzo canalizado a través del trabajo asalariado y el posterior uso del dinero para satisfacer los deseos o necesidades del individuo equivale a un marco de libertad. En un marco de explotación del trabajo que opere ajeno a la ley del valor es sencillo exponer el ejercicio de dominio político de la clase dirigente. Es, de hecho, explícito, no necesita de intermediación alguna. Y es sencillo observar también las relaciones clientelares y de favores que se descuelgan de la cima trófica para intercambiar ventajas distribucionales. Un marco de explotación del trabajo ajeno regido por la ley del valor no es distinto. En éste, la clase dirigente ha institucionalizado una arquitectura socio-económica que persigue el mismo fin, la acumulación de valor-trabajo. Para ello, la dimensión monetaria opera como la correa de transmisión política entre la necesidad reproductiva del capital y el acceso a las cosas de los productores. Un marco por el cual solo se dispone de agencialidad política para con la realidad productiva a través de la contribución laboral al capital. Un esquema tan hegemónico que la relación clientelar se ha convertido en la misma norma.

La conclusión es que todo sistema humano de producción y distribución de lo producido es un sistema político. Todo sistema que gestione el trabajo es una estructura construida por alguien con un fin. Toda división de clase necesita crear una asimetría de la agencialidad política y toda asimetría debe consagrarse en un marco de colectividad forzada por el cual un determinado polo gobierna sobre los demás a través de una legitimidad construida. En consecuencia, carece de sentido hablar de la promoción de la individualidad en una arquitectura socio-económica en la que el individuo es desposeído de la capacidad de decidir qué se produce. En la que, a medida que la productividad propulsa la centralización del trabajo, la clase propietaria gobierna a sus súbditos –trabajadores y consumidores– de una manera cada vez más concentrada. En la que la satisfacción material del deseo depende del servicio clientelar a un tercero propietario y de que dicho deseos pueda enmarcarse dentro del interés reproductivo del poder -propietario- existente.

Hablar de libertad individual en la determinación de qué división del capital acumula el derivado material de la explotación de clase a una mayor velocidad es ridículo. Igual de ridículo que hablar de intercambiar favores clientelares a cambio de una individualidad material parcial con un líder supremo que gobierna la producción y distribución de las cosas a golpe de decreto. La híper-estereotipada geografía ideológica contemporánea ha conseguido esconder el hecho de que la maximización de la libertad individual solo es posible en un marco de producción en el que no existen clases sociales. De lo contrario, toda la esfera material estará al servicio de un poder ilegítimo. El ideal socialista, por mucho que en la esfera identitaria se incline hacia posiciones cooperativo-colectivas, se diseñó como el medio material para garantizar la agencialidad individual máxima en un escenario marcado por una progresiva centralización funcional del trabajo. Por el contrario, el modo de producción capitalista se diseñó como un medio para colectivizar el trabajo en vectores productivos y de consumo gobernados por un interés de clase. Como un medio para coartar su libertad individual y su derecho a dar forma a la realidad material que les rodea. El velo ideológico de la individualidad no es más que el recurso sistémico utilizado para evadir su inexcusable responsabilidad. Para distanciarse de los resultados distribucionales derivados de su ilegítima centralización política de la vectorialidad del trabajo.

 

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3 respuestas a «Colectivismo y Modos de Producción»

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