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Contra la Renta Básica

El movimiento a favor de una renta básica universal e incondicional está ganando tracción política en todo el mundo desarrollado. Sus defensores argumentan que la renta básica constituye una medida efectiva frente a la pobreza y la marginación social. Un mecanismo redistributivo que puede contribuir a crear sociedades más justas y equilibradas en un contexto de geografías productivas post-Fordistas de salvaje regresividad. Con el fin de alcanzar los apoyos más transversales posibles, la renta básica se presenta también como una medida pro-business. Como el método definitivo para resincronizar las esferas de la producción y la realización mediante la desvinculación de la obtención de renta del trabajo asalariado. La base de una hipotética nueva era de prosperidad y reproducción acumulativa propulsada por un nuevo y reforzado vector de consumo. Además, la renta básica se proclama como un muro de contención del riesgo político. Un vector redistribucional que, según dicen, hubiera evitado el despertar de la euforia etno-nacionalista que hoy amenaza con hacer saltar por lo aires tanto nuestro marco de convivencia, como también la arquitectura acumulativa internacional.

La mayoría de los expertos consultados acerca de la potencialidad y la viabilidad de la medida afirma que la renta básica presenta tantos o más interrogantes de los que pretende resolver. Nos recuerdan que hasta que no se concreten las vías de financiación, la dimensión subjetiva y la escala económica de una iniciativa de esta naturaleza, no existe la posibilidad de entrar a valorar una «revolución» redistribucional de este calibre. Lo cierto es que este juicio de valor solo puede emitirse desde la perspectiva ontológico-crematística que gobierna actualmente nuestra relación como sociedad con el reino económico. Una perspectiva que opera bajo un criterio de caja en una cosmología socio-económica en el que existen paradigmas monetario-institucionales inamovibles. La verdad es que la renta básica es una apuesta clara y contundente por una economía política en la que prevalece una concepción de la libertad marcada por un indisputado dominio de la ley del valor sobre el paradigma iusnaturalista.

La renta básica es en esencia la respuesta lógica a la pérdida de peso sistémico del factor trabajo en la realidad productivo-acumulativa de nuestro tiempo. A la imposibilidad del sistema de proveer a los estratos trabajadores de un menor valor acumulativo de una masa remuneratoria suficiente para sostener su subjetividad como vectores de consumo. Una fuente de renta incondicional desvinculada del trabajo que añadiría la suficiente flexibilidad distribucional al sistema para permitir que este opere mediante un nucleo de capitales de una propiedad cada vez más concentrada. En la que una distopia compuesta por la planificación monopolista e hiper-privada de la producción y una masa subvencionada de clientes-ciudadanos dará a luz a un marco de desigualdad económica y socio-política sin precedentes. La renta básica como la garantía de reproductivilidad acumulativa y política del statu quo de cuyos potenciales riesgos democráticos nadie quiere hablar.

Hoy en día interpretamos la dimensionalidad democratico-participativa como un sistema de articulación y legitimación de resultados distribucionales delimitado por aquello que consideramos el «ámbito público». Lo que comunmente definimos como la arena del debate político. Más allá de esta, está la espacialidad social «apolítica».  El mercado como el esquema distributivo por el cual solo -quien posee- el dinero puede dar forma a la realidad productiva. Vivimos pues en un marco de sufragio censitario sostenido mediante una relación de producción en la que el trabajo, quien es la fuente de toda riqueza, se vincula al poder de dirección del capital con el fin de obtener la necesaria legitimidad -en dinero- para proveerse de los medios para vivir. La renta básica no solo pretende garantizar la supervivencia de este sistema de dominación, pretende también abrir la puerta a la entronización de este esquema como el mecanismo distribucional de toda la realidad socio-económica. El fin de los últimos reductos iusnaturalistas de nuestra geografía política.

Pronto nuestros medios harán énfasis en la capacidad de una renta incondicional de proveer libertad -de consumo- a toda la sociedad sin excepción. De otorgarnos opciones de compra sobre todo el espectro de necesidades existente y de convertir en obsoleto el marco por el cual es el Estado quien, en calidad de monopolio democrático, nos provee de los servicios ajenos a la esfera de la mercantilización. La excusa perfecta para alcanzar el grado de liberalización total, aniquilar el control y dirección democrático de cuestiones sociales críticas como la educación o la sanidad y transferir toda su gestión a una dimensionalidad privada regida por la ley del valor donde el capital tendrá el control absoluto sobre la realidad material. Sin control democrático alguno y donde el beneficio empresarial impondrá límites estrictos a qué legitimidades -en dinero- son o no satisfechas y a qué precio. El concepto de ciudadanía quedará reducido a una entidad de nula agencialidad política más allá del tamaño de su cartera y cuya única influencia sobre la realidad que le rodea sea la posibilidad de articular rentabilidad mediante el acto de consumo. Un grado de desposesión y dependencia funcional para con el capital sin precedentes.

Podemos entonces encuadrar la renta básica como un esquema capaz de transformar los riesgos políticos derivados de las contradicciones inherentes al desarrollo de las fuerzas productivas dentro del capitalismo en una oportunidad para el consolidamiento total del sufragio de mercado. Del control por parte capital de toda la esfera de la producción desarticulando toda estructura distribucional basada en el antropocentrismo iusnaturalista. Un intento por dar a luz una estructura social de acumulación basada en un polo de agencialidad política construido en torno a un consumo subvencionado y una planificación monopolista de la producción que deje atrás a la inestable realidad neoliberal actual. Y es una medida cuyo potencial para constituir la correa de transmisión de una nueva ola manufacturera de consentimiento es enorme.

Por estas razones, hoy se nos presenta la renta básica como la salvación civilizacional frente a la llegada de la realidad robótica. Un ilimitado maná monetario de libertad individual. Lo cierto es que la renta básica representa el acuerdo distribucional entre la geografía socio-económica y el gran capital por el cual este último se compromete a garantizar un nivel de consumo de subsistencia a cambio de la consolidadión de su fortaleza propietaria y una dominación política total. Un esquema de raíces Rehn-Meidner-ianas por el cual descuartizar al pequeño y mediano capital, al Estado y a toda legitimidad no basada en el poder de compra. Quien institucionalizará un nuevo marco de explotación no basado en el trabajo que extirpará nuestra capacidad de determinar en qué sociedad queremos desarrollarnos como personas.

En esencia, la renta básica representa una ofensiva discursivo-distribucional contra su alternativa. Una alternativa que aboga por la socialización de la arquitectura productiva mediante la cual la naturaleza transaccional y “apolítica” del acceso a la riqueza sería eliminada. Por la cual la representación democrática de las necesidades y no el poder de compra sería el motor de una producción sin dueños extractivos y de un horizonte de productividad muy superior.  Una realidad alternativa en la que la escasez inherente a la ley del valor es abolida. En la que el ideal liberal antropocéntrico puede encontrar su ansiada traducción material. Por todo ello, independientemente de su configuración final, la renta básica no solo no supondrá un avance emancipador alguno si es implementada, sino que contribuirá de manera decisiva a la consolidación y la reproducción en el tiempo de un esquema político-rentista incapaz de tolerar el más mínimo grado de participación democrática en la economía.

 

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